Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
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Syndicate |31 de diciembre de 2015
Laura Tyson
Cuando
Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, y su esposa Priscilla Chan anunciaron
hace poco su plan de destinar $45 mil millones en acciones de la empresa para
mejorar las condiciones del planeta, muchos lo descalificaron como una maniobra
de relaciones públicas, señalando que no estaban poniendo sus acciones en una
fundación caritativa, sino en una compañía inversora que podía asignar fondos a
donde lo deseara, y que las inversiones con fines de lucro eran una de esas opciones.
Los
escépticos también señalaron que, en lugar de hacer un compromiso legal
irrevocable, la pareja sólo había prometido donar “la mayor parte de su
riqueza” al fondo. Según un crítico malintencionado, Zuckerberg sencillamente
estaba “haciendo pasar su dinero de un bolsillo a otro”, con “un retorno a la
inversión en cuanto a relaciones públicas que empequeñece al de sus acciones de
Facebook”.
La
verdad es bastante diferente. La estrategia que Chan y Zuckerberg han adoptado,
una combinación de filantropía tradicional e inversión de impacto, está en
completa sintonía con las tendencias más promisorias del altruismo moderno.
El
punto fuerte y más definitorio de la filantropía tradicional es su capacidad de
asumir riesgos. Los filántropos no tienen que rendir cuentas a las autoridades
públicas ni generar utilidades para los accionistas privados, todo lo cual les
permite financiar ideas atrevidas e innovadoras. Y en contraste con el sector
público y el privado con fines de lucro, pueden adoptar un horizonte temporal
muy prolongado para problemas cuya solución exige décadas.
En
varios sentidos, las entidades filantrópicas tradicionales funcionan como
capitalistas de riesgo. Puede que sepan que muchos de sus proyectos no van a
dar utilidades, pero apuestan a que unos cuantos se conviertan en avances
pioneros cuyo éxito genere cambios en las políticas o atraiga mayores flujos de
fondos públicos o privados con fines de
lucro.
Pero
también la filantropía es una manera de abordar los retos sociales o
ambientales. Otra es la inversión de impacto (término acuñado en 2007 en una
conferencia auspiciada por la Fundación Rockefeller, una de las organizaciones
filantrópicas con mayor trayectoria). A diferencia de los donantes
filantrópicos, los inversionistas de impacto apuntan a lograr un rendimiento
tanto social como financiero sobre sus inversiones, lo que no sólo amplía la
gama de posibles fuentes de riqueza, sino además fomenta proyectos que
produzcan utilidades que se sostengan a sí mismas.
En
los últimos años ha aumentado con rapidez el dinero destinado a inversiones de
impacto, y la gama de activos disponibles se ha elevado de manera
correspondiente. Las empresas de capital de riesgo social, que buscan “dos
tipos de resultados finales” (buenos rendimientos financieros, así como
beneficios sociales o ambientales más amplios) son uno de los segmentos de
mayor crecimiento en la industria de los capitales de riesgo.
Por
ejemplo, en el norte de California el Bay Area Equity Fund ha invertido $100
millones desde 2004 en compañías como Revolution Foods, Pandora, SolarCity y
Tesla. En su conjunto, el fondo estima que esas inversiones han creado 15.000
empleos y generado una tasa de rentabilidad interna de un 24,4%.
Mientras
tanto, los grandes actores institucionales se han convertido en importantes
inversionistas de impacto al destinar dinero a fondos mutuos Ambientales,
Sociales y de Gobernanza (ASG). Según una estimación, la inversión en tales
fondos ha aumentado desde $202 mil millones en 2007 a $4,3 billones en 2014.
Hoy una cantidad cada vez mayor de fondos ASG están disponibles directamente
para los pequeños inversionistas.
Incluso
los fondos de pensiones más grandes están muy interesados en participar, y hace
poco el Departamento del Trabajo de EE.UU.
lo hizo más fácil. En Octubre, el Secretario del Trabajo Tom Pérez
modificó las normas actuales para hacer posible que los administradores de
fondos de pensiones consideren el impacto social de sus inversiones, siempre y
cuando esto no ponga en riesgo sus obligaciones fiduciarias. Un dictamen
similar de 1978 que permitió a los fondos de pensiones asignar parte de sus
inversiones a activos no tradicionales ayudó a impulsar el crecimiento de la
industria del capital de riesgo.
Las
fundaciones puramente filantrópicas se enfrentan a importantes limitaciones. En
teoría, se les permite actuar como inversionistas de impacto para hacer
“inversiones relacionadas con programas” en proyectos que sigan la línea de las
misiones que hayan declarado; sin embargo, en la práctica se enfrentan a
estrictas reglas fiduciarias que los vuelve reticentes a hacerlo. Una creciente
cantidad de fundaciones (como la Fundación Bill & Melinda Gates, la
Fundación Rockefeller y la Fundación Kresge) están elevando su inversión en
actividades que profundizan sus metas filantrópicas. Lamentablemente, las
inversiones relacionadas con programas todavía representan apenas un 1% del
capital invertido por las fundaciones, y sólo un 0,05% de esa suma se destina a
inversiones en acciones.
La
iniciativa Chan-Zuckerberg es un ejemplo de alto perfil del rápido crecimiento
de las finanzas de impacto social que complementan y sirven de apoyo a la
filantropía tradicional. Chan y Zuckerberg no recibirán beneficios fiscales por
transferir su dinero a una corporación de responsabilidad limitada. Pero cuando
donan acciones de Facebook a una organización de beneficencia, el destinatario
no tiene que pagar impuestos a las ganancias de capital cuando liquida las
acciones y pone a trabajar los fondos resultantes. Además, ni Chan ni Zuckerberg
recibirán deducciones por beneficencia por el valor de las acciones cuando las
donen.
Mientras
tanto, tendrán libertad para usar parte de su fortuna como inversionistas de
impacto en empresas con fines de lucro que prometan rentabilidades tanto financieras
como sociales (y deberán pagar impuestos sobre los beneficios que logren).
Además, pueden optar por invertir en grupos de defensa de intereses e incluso
en actividades políticas para promover cambios. Se trata de exactamente el
mismo enfoque que están usando otros importantes filántropos tecnológicos de su
generación, como Pierre Omidyar o Laurene Powell Jobs.
Con
todo esto no se quiere decir que el gobierno deba abandonar su propio papel de
dar respuesta a los grandes retos públicos. Incluso con todo su dinero, ni
siquiera filántropos multimillonarios como Zuckerberg y Gates pueden poner en
práctica soluciones a escala regional, nacional ni global, pero sí asumir los
riesgos de entrada de desarrollar y probar nuevos enfoques para enfrentar
viejos problemas sociales y ambientales. Además, pueden promover cambios de
políticas y financiamiento púbico para elevar la escala de aquellos que
funcionen.
En
resumen, no hay nada malo en que el capital innovador tenga una inspiración
pública. Por el contrario, su creciente popularidad sugiere que será un
componente crucial de la solución de los problemas en el siglo veintiuno.
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