Mientras Israel intenta retomar el control de la frontera con Gaza, se multiplican las huellas del terror de Hamas
LA NACION recorrió localidades del sur, incluido el lugar del festival de música rave donde los combatientes del grupo palestino asesinaron a por lo menos 260 personas
Elisabetta Piqué, ENVIADA ESPECIAL
LA NACION, 10 de octubre de 2023;
RE’IM, Israel.- Hay olor a muerte y el silencio es roto por el estruendo de bombazos en Re’im, la zona pegada a la Franja de Gaza donde el viernes pasado miles de jóvenes se juntaron para bailar hasta el amanecer y pasarla bien, en una fiesta rave en el desierto del Negev que se convirtió en una de las más escalofriantes masacres de la historia de Israel.
A metros de donde tuvo lugar el festival de música Supernova –que saltó a la fama en todo el mundo por esos videos con personas corriendo desesperadamente para tratar de salvarse de ser asesinados a sangre fría o raptados–, al costado de la ruta 234, hay varios cadáveres de terroristas que se están pudriendo. Hinchados, ennegrecidos, están tirados boca abajo, en calzoncillos; algunos en medio del campo, otros al lado de vehículos acribillados a tiros. ¿Son parte de esos 1500 cuerpos de militantes de Hamas que el Ejercito israelí dijo haber encontrado en el sur de Israel? “No sé”, contesta un soldado de un control que hay en una rotonda cercana desde la que no dejan pasar.
Al lado de algunos de los cadáveres se ven algunos restos de ropa negra. Evidentemente fueron desnudados y despojados de todas sus armas, y dejados ahí a propósito a descomponerse por las autoridades israelíes, quizás en una señal de desprecio a los “animales”, como los definió ayer el ministro de Defensa israelí.
Parecen restos de uniformes de las brigadas especiales que irrumpieron el sábado en este rincón del mundo, en donde mataron en forma salvaje a por lo menos 1000 israelíes, hirieron a otros 2400 y secuestraros a un centenar de personas –en lo que ya es definido como el 11-S israelí–. El ataque provocó en Israel un golpe violentísimo de dimensiones aún desconocidas –sobre todo psicológicas y emocionales–, en especial después de la noticia conocida hoy de bebés degollados en otro kibutz asaltado en el sur de Israel.
Bombardeos
Pasado el mediodía, el sol golpea fuerte y es lógico. Estamos en el desierto del Negev. Las fuerzas del Ejército israelí siguen bombardeando la Franja de Gaza, como indican los estruendos que de repente hacen retumbar todo. Para entender dónde queda ese pequeño enclave de 40 kilómetros por 10, donde viven más de dos millones de personas ahora sin agua, sin luz, sin comida, sólo basta ver desde dónde salen las columnas de humo negro que se dibujan en el horizonte.
El paisaje desértico es marcado por una impresionante cantidad de tanques, blindados, camiones, medios militares, ómnibus que traen y llevan una marea de soldados y armas para lo que se cree que será la fase dos de la retaliación: una invasión terrestre.
Aunque el Ejército de Israel había dicho que esta zona –hasta el sábado repleta de kibutz famosos por hacer florecer en el desierto todo tipo de productos agrícolas, ahora evacuados– está bajo control, en el terreno la situación parece otra. La tensión es altísima y hay que ponerse chaleco antibalas.
Aunque parezca increíble, en el cuarto día de operaciones de represalia al ataque de Hamas –donde se cuentan por lo menos 830 palestinos muertos y 4250 heridos en los bombardeos–, desde Gaza siguen lanzando misiles contra el sur de Israel, una zona aún bajo riesgo.
No dejan pasar al lugar donde tuvo lugar la fiesta rave. Sólo cruzan ese portón de hierro amarillo –igual al de todos los kibutz– soldados armados hasta los dientes, con cascos y chalecos antibalas. “No podemos dejarlos pasar, no dejamos pasar civiles. Hay muchos cuerpos todavía, casas incendiadas, autos, que estamos sacando. Además, es peligroso, no sabemos si sigue habiendo terroristas infiltrados y desde Gaza siguen lanzando misiles”, advierte un soldado druso, que habla un poco de italiano porque trabajó como marino en una nave siciliana.
Alrededor, entre algunos árboles, se ven más autos abandonados, una camilla tirada, resabio del horror pasado por los que pudieron sobrevivir. “Cuéntenle al mundo lo que pasó acá”, pide otro militar, que desde su camioneta ofrece a los periodistas botellas de agua, paquetes de galletitas de chocolate y hasta baterías para celular.
Unos kilómetros más allá, al costado de la ruta 25, donde en el medio del desierto los israelíes lograron poner filas de frutales, aparece un Peugeot con chapa israelí acribillado, destruido, en el cual, según un video posteado por la policía de Israel en los últimos días, intentaron escapar unos terroristas de Hamas, que fueron neutralizados por agentes motorizados.
Más adelante hay otra camioneta abandonada y, en una rotonda de la zona de Nahal Oz, cercana a los kibutz de Zimrat y Tkuma, donde hay tanques que impiden el paso, yace otro cadáver, a lo lejos, a lado de un auto, al que no dejan acercarse.
“Es un terrorista infiltrado que mataron ayer”, dice Gedalya Fandel, un colono con metralleta y kipá que se pone a llorar cuando recuerda la cantidad de familias que esas “bestias” mataron el sábado 7 de octubre, día de shabat, en esta zona que nunca más será como antes.
“Lo único que me consuela es ver que, después del horror, los israelíes nos unimos y hay una enorme ola de solidaridad. Desde todo el país envían montañas de comida, ropa, agua, de todo, para nuestros soldados, que ahora se van a vengar por esto”, agrega.
El sonido de un jet supersónico rompe ahora el silencio, seguido por dos bombazos. Desde el camino al que no dejan avanzar, aparece un camión que traslada un tanque de guerra israelí dañado.
Cerca de allí se levanta Nativot. Es una localidad de 25.000 almas, con edificios blancos de entre 6 y 12 pisos y avenidas con palmeras y rotondas llenas de flores; una de las 22 que el sábado vio irrumpir a los milicianos por sus calles, en una cacería inimaginable en el siglo XXI. Parece una ciudad fantasma. La gente se ha ido o se encuentra refugiada en su casa. Sólo hay vida en un pequeño centro comercial, llamado Manhattan, que ostenta una pequeña réplica de la estatua de la Libertad.
En su supermercado hay gente que llena compulsivamente carritos con alimentos, fruta y verduras y, sobre todo, agua. “El Ejército nos dijo que nos preparáramos para las próximas 72 horas”, dice Maory Watskan, informático de 34 años, padre de cuatro niños de entre 5 y 11 años, mientras compra manzanas.
“No estoy trabajando, mi jefe me dijo que me quedara cuidando a mi familia y ayudara al país. Así que, además, estoy preparando comida para los soldados, entre los cuales está mi cuñado, que fue llamado como reservista y está en una base acá cerca”, agrega.
Lea Haddad, una cocinera que vive desde hace 32 años en Nativot, cuenta que es la primera vez que sale de su casa desde el sábado. “Vine para hacer compras y vuelvo a encerrarme. Estamos todos muy nerviosos, tenemos mucho miedo, no sabemos qué va a pasar. No sé, confío en el gobierno, espero que haga lo mejor para nosotros”, comenta asustada.
Moshé, franco-israelí oriundo de París, religioso ortodoxo y padre de cuatro niños, se está llevando varias botellas de agua. Dice que está evaluando qué hacer, si llevar a los chicos más al norte o a otra parte del país más segura, aunque señala que esperará 72 horas para ver cómo se desarrolla la situación. No oculta, como la mayoría, su consternación. “Hay que decir las cosas como son: lo que está pasando es un pogromo”, asegura, en alusión a las históricas matanzas realizadas por multitudes enfurecidas contra los judíos en Europa.
“Y hay que tener cuidado porque lo que pasa en Israel, que es una suerte de laboratorio, luego pasa en el resto del mundo”, advierte.
En las afueras de la ciudad de Sderot, también peligrosamente cercana a Gaza, van amasándose tanques y blindados militares. Allí reina el mismo clima. Muchos se han ido y la ciudad también parece fantasma. Algunos centros, como el hospital de rehabilitación Daniel Pomerantz, han sido evacuados porque siguen cayendo, de repente, misiles lanzados desde esa prisión a cielo abierto tan cercana, Gaza, aunque desde allá sigan viéndose claramente columnas de humo negro, es decir, bombardeos de la aviación israelí. Desde Gaza, en efecto, llegan imágenes impactantes de barrios enteros totalmente arrasados.
A las 15, en las afueras de la ciudad costera de Ashkelon, se levanta una columna de humo. Es otro misil caído desde Gaza, que mató a dos asiáticos e hirió a un tercero.
Aquí también la desolación es absoluta. Parece que ya no queda nadie, aunque hay algunos que resisten, que no piensan irse, como León Bakman.
Dueño de una empresa que enseña a manejar, de 40 años, está barriendo, sacando los escombros y vidrios esparcidos frente a su local, dañado por el impacto de otro misil lanzado desde Gaza ayer por la tarde.
Bakman, que dice que está esperando que el Ejército lo convoque a las armas, señala que él no se irá de Ashkelon, que no tiene miedo, que está acostumbrado a los misiles –”siempre pasa algo acá, cada tres, cuatro meses”–, aunque esta vez es muy distinto.
“Estamos furiosos. Lo que pasó aquí no tiene nombre. Nosotros no somos como ellos, nosotros no matamos a mujeres y chicos. Y los terroristas tienen que saber que pagarán las consecuencias de todo esto”, advierte.
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