19 jul 2009

Una muerte en la familia

CRÍTICA: EL LIBRO DE LA SEMANA
Una muerte en la familia
VICENTE MOLINA FOIX
Babelia El País, 18/07/2009;
La narradora de esta hermosa y desasosegante novela se llama Verónica, y fue bautizada así por la insistencia de una monja, la hermana Benedict, para quien el divino rostro impreso en el paño de la pecadora fue "la primera fotografía de la historia". A Verónica no le gusta su nombre ("me sonaba al nombre de una pomada o de una enfermedad"), y sin embargo ella misma reconoce las muchas heridas y lágrimas ajenas que ha tenido que enjugar en su vida, pues le atraen -o la rodean- los hombres que sufren. El que más padece en este libro, sin aparecer nunca directamente, es su hermano Liam, cuya muerte trágica y prematura da pie al relato y lo estructura desde el primer capítulo. Liam es un personaje muy potente en su misterio, en su ausencia, en sus extravíos, sus borracheras y sus desmanes, estando todos los demás en función del suyo, tanto mientras vivía como al morir, ahogado en el mar de Brighton sin calzoncillos bajo sus vaqueros ni calcetines bajo sus zapatos de piel, pero cargados los bolsillos de piedras. A través del obsesivo recuento de su hermana, Liam adquiere el rango de revelador de las ansiedades y frustraciones de los suyos, quedando muy bien dibujado su carácter, que Verónica describe así: "Donde mi hermano trabajaba mejor era bajo la piel del otro". Un querido microbio infeccioso cuya desaparición provoca no sólo dolor sino nostalgia y un deseo de la verdad.
La culpa del pecado, la numerosa familia católica y el abuso sexual. Tópicos narrativos que han conformado algunas de las grandes novelas del siglo XX y podrían ser peculiarmente irlandeses, sobre todo estando tan recientes las últimas denuncias sobre los crímenes pederastas del clero de aquel devoto país. Pero a Liam no le violó de niño un cura, sino un amigo de su abuela, figura de relieve en el núcleo íntimo de los Hegarty; "en este preciso momento descubro que ser parte de una familia es la forma más atroz de estar vivo", dice Verónica. El momento al que se refiere es el funeral del hermano, que ocupa una parte del capítulo 37 y es sin duda lo mejor de la novela junto con el velatorio de Liam en el 30, algo prolijo en alguna de sus muchas páginas pero rematada con una hermosa escena de fantasmas domésticos seguramente inspirada por el magistral relato de Joyce Los muertos.
Los ritos familiares son esenciales en El encuentro: deliciosos episodios del cortejo de la abuela Ada por dos amigos, los dos fundamentales en la historia, memorias colegiales, fiestas religiosas, y, en el núcleo de la propia Verónica con su marido Tom y sus hijas Rebecca y Emily, el efecto de alteración profunda que para ella ha supuesto el suicidio de su hermano.
Anne Enright es delicada y audaz reflejando los vínculos entre los personajes, y logra momentos de alta resonancia emotiva, como, en el capítulo 23, el mecánico favor sexual que la narradora le hace a su marido en la cocina, evocando a continuación, acostada en la cama de la pequeña Emily, que se acaba de ir al colegio, el cuerpecito infantil y los aromas de esa querida niña "que hice con la materia de mi propio cuerpo". Verónica padece la pérdida de Liam y la incomprensión de Tom, pero tiene la compañía simbólica de Emily: "No sé cómo huele mi hija: es como un perfume que se ha llevado durante demasiado tiempo, todavía está demasiado dentro de mí. Por eso no puedo percibir su olor, pero sé que está aquí mientras estoy tumbada pensando que la tengo a mi lado".
Enright es una excelente escritora que ha leído bien, entre otras posibles fuentes, las novelas de madurez de Virginia Woolf, y nunca se arredra a la hora de dar un seco lirismo a su prosa. Pero también posee el talento de lo grotesco (la mosca pertinaz que sobrevuela el cadáver del abuelo, sin perder fuelle, tres páginas, de la 78 a la 80). Y es de gran fuerza el desenlace en el aeropuerto de Gatwick, un no-lugar idóneo donde Verónica, en su desvarío, se refugia y observa, tras comprar baratijas en una de las tiendas de la terminal, la orfandad del viajero contemporáneo: "Miro a la gente que guarda cola ante la caja y me pregunto si vuelven a casa o huyen de sus seres queridos. No hay otro tipo de viaje. Y pienso que somos una clase curiosa de refugiados: escapamos de nuestra propia sangre o vamos hacia ella".
La versión castellana resulta siempre convincente, excepto cuando (páginas 262 y 280) los rent books del original le juegan una mala pasada al traductor, quizá no culpable él mismo del tan inapropiado título elegido por Lumen. El encuentro va en contra del sentido de The Gathering, que alude a esa constante reunión de parientes que jalona el libro.
Un país bien escrito
Anne Enright, nacida en 1962, ganó con El encuentro, su cuarta novela, el Premio Man Booker 2007, sin duda el más prestigioso del mundo anglosajón, ganado dos años antes por John Banville (con El mar, Anagrama) y antes aún por otro compatriota, Roddy Doyle, con Paddy Clarke, ja, ja, ja, publicada en su día por Espasa; en 2004 quedó finalista del Booker con The Master: retrato del novelista adulto (Edhasa), excelente recomposición imaginaria de Henry James, el escritor irlandés contemporáneo para mí más interesante, Colm Tóibín.
Hablar del vigor de la rama irlandesa de la literatura en inglés llega al tópico, sobre todo si empezamos por Swift y Oscar Wilde o se citan, como los nativos del pequeño país hacen a veces con legítimo orgullo, sus cuatro premios Nobel (W. B. Yeats, Bernard Shaw, Samuel Beckett, Seamus Heaney). Mucho menos conocido entre nosotros que todos ellos es Brendan Behan (1923-1964), fundamental autor de un teatro estilizadamente político (y cómico) aquí publicado en la añorada colección teatral de Cuadernos para el diálogo (ni más ni menos que en 1972), y del que ahora aparece su clásica memoria autobiográfica Delincuente juvenil (Borstal Boy), un breviario para uso de bad boys que sin duda leyó bien Roddy Doyle.
Algo más joven que Joyce y para algunos recalcitrantes tan a su altura, Flann O'Brien ha sido -pese al marchamo de ser otro de los intraducibles- muy traducido en castellano; La vida dura, el cuarto título suyo en el catálogo de Nórdica Libros, es un valioso intento, firmado por Iury Lech, de recuperar la constante ocurrencia verbal del chispeante original. Así que, en líneas generales, la novela contemporánea de los autores irlandeses está bien servida en España, aunque es de lamentar que algunos, habiendo sido tempranamente difundidos, luego queden interrumpidos; es el caso de dos de los mejores, Aidan Higgins (su fascinante Escenas de un pasado que se aleja la sacó en 1987 Alfaguara) y el desigual pero siempre interesante William Trevor. Nacido en 1955, y perteneciente por tanto a la generación de Tóibín y Anne Enright, hay otro estupendo autor, Sebastián Barry, de quien he leído ahora La escritura secreta, finalista asimismo del Man Booker; una historia cruzada de tragedias familiares narrada en clave lírica alrededor de la atractiva figura de una anciana que parece estar más allá de la edad.
Quiero acabar con el elogio de los cuentistas irlandeses, que son legión, o lo que es casi lo mismo: la mayoría son igual de grandes en la novela y en el relato (empezando por Joyce). Creo que no ha salido en castellano el Mothers and Sons de Tóibín, pese a que uno de los cuentos, el que cierra extraordinariamente el libro, tiene una localización catalana, y tampoco están disponibles, si no estoy mal informado, los de Frank O'Connor (1903-1966), un maestro para muchos de los narradores actuales en inglés (Julian Barnes entre otros) y autor del que quizá sea el mejor cuento sobre el terrorismo jamás escrito, Guests of the Nation.
V. M. F.

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