Un Emmy y el general/Jorge Heine, abogado, ex diplomático chileno y catedrático de Gobernanza Global en la Escuela Balsillie de Asuntos Internacionales en Waterloo, Ontario
Publicado en EL PAÍS, 19/08/09;
Con ocasión de la detención del General Augusto Pinochet en Londres, su ex ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa, abismado ante las manifestaciones en contra del dictador en las calles londinenses, planteó la necesidad de “hacer una película”, para educar a la opinión pública internacional acerca de la verdad de lo ocurrido en Chile bajo el régimen militar.
Diez años después, se podría decir que con El juez y el general, el documental de Elizabeth Farnsworth y Patricio Lanfranco, su deseo se ha cumplido, aunque no necesariamente de acuerdo a lo que Jarpa le habría gustado. La película, recién nominada para uno de los cotizados premios Emmy en la categoría de programación histórica sobresaliente, fue estrenada en el 2008, y exhibida en el importante programa Punto de Vista, de PBS, en Estados Unidos. Los premios Emmy serán anunciados en Nueva York el 21 de septiembre.
Muchos dirían que los directores, dos destacados periodistas, Farnsworth estadounidense y Lanfranco chileno, con amplia trayectoria en la cobertura de la temática de los derechos humanos, se lo merecen con creces, al poner en justa perspectiva una figura y un periodo tan significativo en la historia de América Latina y el mundo.
Lo novedoso es que lo ocurrido en Chile bajo Pinochet es narrado desde la mirada de Juan Guzmán Tapia, el juez de la Corte de Apelaciones de Santiago al que, en enero de 1998, le fueron asignadas por sorteo las causas criminales en contra de Pinochet.
En marzo de ese año este último dejaría la Comandancia en Jefe del Ejército para asumir el puesto de senador vitalicio.
Desde el punto de vista cinematográfico, es fascinante observar la evolución del juez Guzmán, desde su escepticismo inicial hasta su horror final. Proveniente de una familia acomodada, hijo de un destacado escritor y diplomático, Juan Guzmán Cruchaga (premio Nacional de Literatura), de antepasados militares y con esposa francesa, el juez Guzmán encarna en buena medida lo que fue el Poder Judicial en Chile en la época de la dictadura.
Políticamente conservador, apoyó la candidatura de Jorge Alessandri en las elecciones de 1970 que ganó Salvador Allende (incluso señala que de haber ganado Alessandri, habría seguido los pasos de su padre en el servicio diplomático), y luego el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 que llevó a Pinochet al Palacio de la Moneda (aunque no se pudo mudar al mismo hasta 1980; siete años tomó reconstruir el Palacio Presidencial dados los daños causados por los bombardeos desde los Hawker Hunter).Curiosamente, sin embargo,la obra no abunda en uno de los principales desafíos del magistrado. La Junta Militar aprobó una Ley de Amnistía en 1978 cuyo efecto fue extinguir toda responsabilidad por violaciones a los derechos humanos cometidos del golpe a esa fecha. Por otra parte, tratándose de delitos cometidos un cuarto de siglo antes, algunos de ellos ya estarían prescritos, imposibilitando su encausamiento.
¿Qué hacer?
Guzmán dio con una solución. A su entender, en el caso de los detenidos-desaparecidos, no se trataría de un delito ya cometido y completado (como sería un homicidio), sino de uno cometido continuo, como el secuestro. Al no haber evidencia de los restos de las víctimas, y mientras éstos no apareciesen, cabía presumir que el delito se seguía efectuando, con lo cual no caía bajo la Ley de Amnistía. Los torpes intentos por refutar este impecable razonamiento jurídico (”¡Todos saben que están muertos! ¿Qué pretende el juez Guzmán?”) no encontraron mayor acogida.
Había en ello una profunda ironía. El hacer desaparecer a los enemigos (las células del “cáncer marxista”), una técnica que algunos atribuyen haber inventado a Pinochet, aunque después se aplicó también en otros países del Cono Sur, tenía como propósito hacer cundir el terror.
El impacto en familiares y amigos de la súbita desaparición de un ser querido, algo que permanece en el tiempo, sembrando la eterna duda acerca de un eventual retorno, es muy distinto (y , muchos dirían, mayor) que, digamos, el de un fusilamiento, seguido de una cristiana sepultura.
El que uno de los principales instrumentos del terrorismo de Estado haya terminado gestando la herramienta jurídica clave para encausar a los autores tiene algo de justicia poética, hijo de un destacado poeta, y él mismo de gran cultura literaria -es conocido por citar a Shakespeare en sus clases- debe apreciarlo en su justa dimensión.
En momentos en que la crisis en Honduras ha reavivado los temores que los golpes militares gatillan, cabe notar que en esto también Pinochet trató de innovar. A la clásica oferta de un avión al presidente depuesto para que dejase el país (como se hizo con Manuel Zelaya en Honduras, aunque éste fue llevado a la fuerza), Pinochet tenía en mente una variante: el avión se caería poco después de despegar, terminando así con la vida de Salvador Allende, en caso de haber éste aceptado el ofrecimiento.
El escuchar la grabación pirata de la conversación radiofónica ese 11 de septiembre entre Pinochet y el almirante Patricio Carvajal (y futuro canciller de Chile bajo la Junta) al respecto, y la frase de Pinochet, que lo refleja de cuerpo entero (”si se mata la perra, se acaba la leva”), es uno de los momentos más dramáticos de una película en que éstos abundan.
Juan Guzmán pagó cara su osadía de llevar hasta las últimas consecuencias los juicios en contra de Pinochet, quien fue desaforado, perdiendo así su inmunidad parlamentaria después de su retorno de Londres en marzo de 2000.
Pese a su talento y trayectoria, Guzmán no fue ascendido a la Corte Suprema, el sueño de todo juez, y se jubiló como ministro de la Corte de Apelaciones. Ya no enseña en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, sino que en la más modesta Universidad Central, donde dirige un Centro de Derechos Humanos. Pero poca duda cabe que se ganó un lugar en la historia al acometer la titánica tarea de enjuiciar, sin que le temblase la mano, a uno de los dictadores emblemáticos del siglo XX.
Diez años después, se podría decir que con El juez y el general, el documental de Elizabeth Farnsworth y Patricio Lanfranco, su deseo se ha cumplido, aunque no necesariamente de acuerdo a lo que Jarpa le habría gustado. La película, recién nominada para uno de los cotizados premios Emmy en la categoría de programación histórica sobresaliente, fue estrenada en el 2008, y exhibida en el importante programa Punto de Vista, de PBS, en Estados Unidos. Los premios Emmy serán anunciados en Nueva York el 21 de septiembre.
Muchos dirían que los directores, dos destacados periodistas, Farnsworth estadounidense y Lanfranco chileno, con amplia trayectoria en la cobertura de la temática de los derechos humanos, se lo merecen con creces, al poner en justa perspectiva una figura y un periodo tan significativo en la historia de América Latina y el mundo.
Lo novedoso es que lo ocurrido en Chile bajo Pinochet es narrado desde la mirada de Juan Guzmán Tapia, el juez de la Corte de Apelaciones de Santiago al que, en enero de 1998, le fueron asignadas por sorteo las causas criminales en contra de Pinochet.
En marzo de ese año este último dejaría la Comandancia en Jefe del Ejército para asumir el puesto de senador vitalicio.
Desde el punto de vista cinematográfico, es fascinante observar la evolución del juez Guzmán, desde su escepticismo inicial hasta su horror final. Proveniente de una familia acomodada, hijo de un destacado escritor y diplomático, Juan Guzmán Cruchaga (premio Nacional de Literatura), de antepasados militares y con esposa francesa, el juez Guzmán encarna en buena medida lo que fue el Poder Judicial en Chile en la época de la dictadura.
Políticamente conservador, apoyó la candidatura de Jorge Alessandri en las elecciones de 1970 que ganó Salvador Allende (incluso señala que de haber ganado Alessandri, habría seguido los pasos de su padre en el servicio diplomático), y luego el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 que llevó a Pinochet al Palacio de la Moneda (aunque no se pudo mudar al mismo hasta 1980; siete años tomó reconstruir el Palacio Presidencial dados los daños causados por los bombardeos desde los Hawker Hunter).Curiosamente, sin embargo,la obra no abunda en uno de los principales desafíos del magistrado. La Junta Militar aprobó una Ley de Amnistía en 1978 cuyo efecto fue extinguir toda responsabilidad por violaciones a los derechos humanos cometidos del golpe a esa fecha. Por otra parte, tratándose de delitos cometidos un cuarto de siglo antes, algunos de ellos ya estarían prescritos, imposibilitando su encausamiento.
¿Qué hacer?
Guzmán dio con una solución. A su entender, en el caso de los detenidos-desaparecidos, no se trataría de un delito ya cometido y completado (como sería un homicidio), sino de uno cometido continuo, como el secuestro. Al no haber evidencia de los restos de las víctimas, y mientras éstos no apareciesen, cabía presumir que el delito se seguía efectuando, con lo cual no caía bajo la Ley de Amnistía. Los torpes intentos por refutar este impecable razonamiento jurídico (”¡Todos saben que están muertos! ¿Qué pretende el juez Guzmán?”) no encontraron mayor acogida.
Había en ello una profunda ironía. El hacer desaparecer a los enemigos (las células del “cáncer marxista”), una técnica que algunos atribuyen haber inventado a Pinochet, aunque después se aplicó también en otros países del Cono Sur, tenía como propósito hacer cundir el terror.
El impacto en familiares y amigos de la súbita desaparición de un ser querido, algo que permanece en el tiempo, sembrando la eterna duda acerca de un eventual retorno, es muy distinto (y , muchos dirían, mayor) que, digamos, el de un fusilamiento, seguido de una cristiana sepultura.
El que uno de los principales instrumentos del terrorismo de Estado haya terminado gestando la herramienta jurídica clave para encausar a los autores tiene algo de justicia poética, hijo de un destacado poeta, y él mismo de gran cultura literaria -es conocido por citar a Shakespeare en sus clases- debe apreciarlo en su justa dimensión.
En momentos en que la crisis en Honduras ha reavivado los temores que los golpes militares gatillan, cabe notar que en esto también Pinochet trató de innovar. A la clásica oferta de un avión al presidente depuesto para que dejase el país (como se hizo con Manuel Zelaya en Honduras, aunque éste fue llevado a la fuerza), Pinochet tenía en mente una variante: el avión se caería poco después de despegar, terminando así con la vida de Salvador Allende, en caso de haber éste aceptado el ofrecimiento.
El escuchar la grabación pirata de la conversación radiofónica ese 11 de septiembre entre Pinochet y el almirante Patricio Carvajal (y futuro canciller de Chile bajo la Junta) al respecto, y la frase de Pinochet, que lo refleja de cuerpo entero (”si se mata la perra, se acaba la leva”), es uno de los momentos más dramáticos de una película en que éstos abundan.
Juan Guzmán pagó cara su osadía de llevar hasta las últimas consecuencias los juicios en contra de Pinochet, quien fue desaforado, perdiendo así su inmunidad parlamentaria después de su retorno de Londres en marzo de 2000.
Pese a su talento y trayectoria, Guzmán no fue ascendido a la Corte Suprema, el sueño de todo juez, y se jubiló como ministro de la Corte de Apelaciones. Ya no enseña en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, sino que en la más modesta Universidad Central, donde dirige un Centro de Derechos Humanos. Pero poca duda cabe que se ganó un lugar en la historia al acometer la titánica tarea de enjuiciar, sin que le temblase la mano, a uno de los dictadores emblemáticos del siglo XX.
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