Es
a Marx a quien resucitan/Guy Sorman
ABC
| 11 de mayo de 2014
Karl
Marx tiene 43 años, es francés y acaba de publicar un compendio de ochocientas
páginas bajo el nombre de Thomas Piketty. Como Marx en su época, Piketty tiene
poco público en su país, pero lo ha encontrado en Estados Unidos. Allí, la
izquierda universitaria, muy desdichada por vivir en el centro del capitalismo,
alimenta la nostalgia del socialismo que nunca ha conocido. Y ha encontrado en
Piketty a su profeta, y el economista Paul Krugman se ha convertido en el
primer evangelista. En opinión de Krugman, Piketty presenta cualidades
marxistas: viene de Europa, una garantía de romanticismo, y su libro se
presenta como científico. El éxito de Marx en su época se debió a que creó la
expresión «socialismo científico». El mimetismo en Piketty es inequívoco porque
su libro se titula El capital en el siglo XXI. Los detractores liberales de
Piketty en Estados Unidos, que han leído el libro en cuestión, no se han
equivocado y han calificado la obra de «marxista». Pero «marxista» en Estados
Unidos es un adjetivo que mata. Por tanto, Krugman el evangelista protesta y,
como ha escrito en El País ( Negocios, 04-05-14), decir que Piketty es marxista
equivaldría a no leer a Piketty. La táctica es tan antigua como cualquier
ideología totalitaria: «Si eres anticomunista, es porque estás a sueldo de la
patronal».
¿Qué
propone Piketty que le ha hecho merecedor de semejante acogida en Estados
Unidos? Como Marx, sí, Piketty «demuestra» que el capitalismo es necesariamente
víctima de una contradicción interna: el capital, a largo plazo, será más
remunerativo que el trabajo. Los capitalistas acumulan las riquezas y las
transmiten, creando así una oligarquía financiera. Esta, a la larga, ya no
tiene ningún interés por emprender, porque se enriquecerá más con las
inversiones que con la creación de actividades nuevas. De esta manera, los
descendientes de los empresarios se convertirán en rentistas y el capitalismo
perecerá, falto de creación.
Piketty,
un voraz historiador y hábil narrador, regala al lector miles de anécdotas y
algunas estadísticas para convencernos de esta degeneración del capitalismo.
Desgraciadamente para su tesis, la historia no la confirma porque el
capitalismo occidental desde hace dos siglos ha creado una inmensa clase media,
y la aristocracia del dinero no ha dejado de renovarse en lugar de
transmitirse. Pero la realidad no es un obstáculo para la teoría, ya que
Piketty, como
buen
profeta, posterga la inevitable catástrofe. Los que viven de las rentas todavía
no se han hecho con el poder porque algunos lamentables contratiempos, como las
guerras, por ejemplo, que tienen una fastidiosa tendencia a redistribuir las
riquezas, han frenado la demostración. En cuanto a los periodos en los que las
rentas disminuyen, de 1945 a 1974, por ejemplo, Piketty nos asegura que fueron
una excepción a la regla y, como cualquier milenarista, aplaza cada día el
juicio final.
Pero
Krugman lleva algo de razón: Piketty no es totalmente marxista porque nos ofrece
una redención terrenal, mediante la reforma del capitalismo, a fin de evitar la
revolución: un impuesto confiscatorio sobre el capital, un impuesto que tiene
que ser mundial porque la economía está mundializada. Gracias a la igualdad de
condiciones así restablecida por la fiscalidad, los empresarios seguirán
emprendiendo sin convertirse nunca en rentistas. Paul Krugman, valiéndose de
Piketty al igual que los evangelistas añadieron palabras a la palabra de
Cristo, nos asegura en sus comentarios en El País que la igualdad es la
condición para la prosperidad duradera en la economía de mercado. Ni en Krugman
ni en Piketty está respaldada esta piedad por ningún argumento científico. De
hecho, sería interesante medir la relación entre la igualdad social y el desarrollo
económico; los trabajos de los que disponemos ponen más bien de manifiesto que
una cierta desigualdad –por la emulación social que provoca– es necesaria para
el crecimiento, y que la igualdad excesiva mediante el impuesto convierte al
empresario en rentista: es la experiencia escandinava o británica de la década
de 1960. El empirismo desmiente totalmente la teoría de Piketty.
También
resulta sorprendente que Piketty mencione tan poco el origen del desarrollo y
de la fabulosa riqueza de algunos empresarios: la innovación. Como si un Bill
Gates, por ejemplo, se hubiese convertido en el hombre más rico del mundo por
casualidad. Por tanto, hay que plantearse que la teoría de Piketty, al igual
que la apología de Krugman, no tiene ningún carácter científico, sino que está
relacionada con la política pura. A Piketty no le gusta la sociedad occidental
tal y como es; Paul Krugman detesta a los financieros de Wall Street. Estos dos
estaban destinados a hacer causa común, explotando su condición de economistas
para avanzar ocultos y justificar «científicamente» su odio hacia los ricos.
Otro francés en Estados Unidos, Alexis de Tocqueville, escribió que, en
democracia, los ciudadanos estarían dispuestos a renunciar a su libertad con
tal de que triunfase la igualdad. La acogida dispensada a Piketty en Estados
Unidos pone más de actualidad a Tocqueville que a Marx, ya que, en democracia,
siempre habrá una parte de la opinión pública dispuesta a renunciar al
desarrollo económico con tal de que se imponga la igualdad. Esa es, me parece,
la moraleja de la aventura de Piketty en Estados Unidos y la base de su club de
fans.
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