¿Quien
teme al miedo feroz?/ Manuel Cruz, es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Una comunidad ensimismada (Catarata).
El
País |11 de mayo de 2014;
“Se
canta lo que se pierde”, afirmaba Antonio Machado (y gustaba de repetir José
Hierro). También se podría afirmar, de manera análoga, que el miedo es la
reacción ante el peligro de perder algo que se cree poseer. Por eso el nivel
básico del miedo afecta a la propia vida, a la integridad física y al dolor, y
lo podemos encontrar tanto en los seres humanos como en otras especies
animales, que parecen reaccionar de idéntica manera ante las amenazas. Pero esa
coincidencia tiene un recorrido limitado. A partir de un determinado momento,
en que la especie humana va creando su propio mundo, el tipo de amenazas varía
y emergen las amenazas específicamente humanas y, por tanto, los miedos
irrenunciablemente sociales.
Este
mecanismo de defensa puede entenderse por tanto también como una de las
dimensiones básicas de la fragilidad o la vulnerabilidad del ser humano. Las
amenazas, reales o imaginarias, forman parte de su universo simbólico y, en
consecuencia, de su proceso de socialización. Educar a un niño implica también
traspasarle un repertorio de miedos que actúen a modo de mecanismos automáticos
en tanto no pueda utilizar su propia capacidad deliberativa. De no obrar así
sus educadores, el niño no experimentaría el más mínimo temor ante lo que
nosotros sabemos que son amenazas objetivas.
Desde
esta perspectiva, se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que el grueso de
nuestros miedos son miedos inducidos. De igual manera que cabe sostener que la
presencia de los mismos es una constante en prácticamente todo tipo de sociedades.
Por supuesto que la variedad de figuras (el hereje, el judío, el vagabundo, el
loco…) y situaciones (el infierno, la guerra, las hambrunas…) que incluiría el
catálogo de miedos vigentes en cada época posee su propia especificidad o,
apenas con otras palabras, responde a una determinada lógica, en la que los
factores económicos y sociales desempeñan un papel fundamental. Tanta es su
importancia, que solo recurriendo a ellos cabe explicar, en un segundo momento,
el tránsito de un tipo de miedos a otro, como mostraba Jean Delumeau en su ya
clásico El miedo en Occidente (analizando el desplazamiento que tuvo lugar
durante la segunda mitad del siglo XVII desde los miedos inspirados por el
discurso religioso a los miedos de carácter social y político).
Pero,
más allá de la especificidad que presenta la constelación de los miedos de cada
época, el denominador común a lo largo de la historia viene constituido por el
hecho de que aquellos solo pueden ser inducidos por quienes están en
condiciones de hacerlo, esto es, por quienes tienen poder. En ese sentido, bien
podría decirse que la historia de los miedos es la historia del poder y de sus
formas.
El
problema de una afirmación así es que invita a dar por descontada una
valoración crítica que, en todo caso, necesita de mayor desarrollo. En primer
lugar porque el concepto mismo de poder dista mucho de ser unívoco. No es lo
mismo el poder de un educador ejemplar o de un amoroso padre que el de un
político dictatorial. Como no lo es el de unas élites empeñadas en ilustrar al
pueblo ignorante, o incluso en llevarlo por el camino de la emancipación, que
el de otras, consagradas a fanatizarlo. Pero es que, además, centrándonos en el
segundo de los supuestos, no basta con constatar el hecho, sobradamente
conocido por lo demás, de que este tipo de poder utiliza los miedos como una
eficaz herramienta para mantener paralizados y, por tanto, sometidos a los
individuos y a los pueblos. Hay que ir más allá y señalar, como se apuntaba
hace un momento al aludir a la importancia de los factores sociales y
económicos, la lógica a través de la cual se consigue la generalizada
interiorización de esa emoción.
Si
con la constatación no basta es porque con mucha frecuencia las cosas no son lo
que parecen, y aquello que desencadena nuestro miedo se confunde con el
contenido del mismo. A este respecto, convendría distinguir entre aquel al que
se atribuye la condición de portador de la amenaza y la amenaza misma,
identificación no siempre legítima. Importa señalar la diferencia porque no es
raro que algunos -a menudo bienintencionados- consideren que el combate
ideológico contra la manipulación del poder se agota desactivando el carácter
presuntamente peligroso del presentado como amenazador (y que tiende a
equiparar, por ejemplo, a todo musulmán con terrorista en potencia), sin entrar
a considerar la naturaleza de la amenaza misma. Cuando es precisamente aquí
donde reside el mecanismo básico que explica la enorme eficacia de la lógica
del miedo.
Solo
teme perder algo, decíamos al principio, aquel que se cree poseedor de ello: he
aquí el principio básico de la lógica del miedo. Su condición de posibilidad,
su premisa básica, es la interiorización de dicho registro. A eso le podemos
llamar creación de necesidades, generación de expectativas, naturalización de
los deseos o como se prefiera, siempre que no perdamos de vista que la función
que cumple la generalización de tales mecanismos es precisamente la producción
de los objetos con cuya pérdida luego el poder se dedica a atemorizar.
Pensemos
en nuestra época, en la que se combinan, como ha señalado Alicia García en su
imprescindible panfleto La gobernanza del miedo (Proteus), el temor a las
catástrofes medioambientales, a la inseguridad ciudadana, a la violencia
terrorista, a la crisis económica, a la precarización del empleo, a los riesgos
epidemiológicos, a la guerra nuclear… un aparente magma caótico y alborotado de
miedos, cuyo desordenada apariencia se volatiliza para mostrarse como el
designio que realmente es en cuanto lo examinamos a la luz tanto de los efectos
sociales y políticos que produce como de las actitudes individuales y
colectivas a que da lugar.
Quede
claro, para evitar los malentendidos: no se trata de reivindicar, de manera
voluntarista por completo, una tan impensable como imposible situación idílica
de ausencia de miedos. Precisamente porque el poder se dice de muchas maneras,
se trata de reivindicar más bien nuestra capacidad de determinar a qué miedos,
por más inducidos que sean (en cierto sentido el ser humano en tanto que ser
social es un animal inducido todo él), tiene sentido prestar atención y de qué
otros miedos nos desentendemos por considerarlos meros instrumentos al servicio
de miedos ajenos (especialmente el de los poderosos a perder su poder).
Una
marca de vehículos de alta gama se anunciaba hace unos años con el eslógan “si
no tienes miedo, no estás vivo”, y no le faltaba razón (como, ay, tantas veces
les ocurre a los publicitarios). El problema es que, parafraseando la célebre
afirmación que presentaba Thomas De Quincey en su libro Del asesinato
considerado como una de las Bellas Artes (ya saben: “Si uno empieza por
permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a
la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la
buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”), con esta emoción
puede ocurrir que uno empiece asustado ante la amenaza del terrorismo, el
corralito financiero, una catástrofe ecológica o la última pandemia, y termine
teniendo miedo al otro, a uno mismo, a querer demasiado, a que no le quieran, a
pensar diferente del resto de la tribu o, en fin, a la misma vida. Y tampoco se
trata de eso, desde luego.
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