El
Califato y la Inquisición/ Luis Goytisolo es escritor
El
País | 3 de abril de 2015
Fue
una comparación poco afortunada por parte de Obama. Y es que realmente no es
posible remitir las ejecuciones del Califato, la imagen del desdichado piloto
jordano en llamas, a las hogueras de la Inquisición española. Y no porque esas
hogueras no hayan existido sino porque, exactamente igual que en Valladolid o
Sevilla, otras hogueras iluminaban las plazas públicas de cualquier ciudad
alemana, francesa, italiana o inglesa, o de cualquier otro rincón de Europa.
Ciudad o simple comunidad rural, como sucedía —especialmente en Inglaterra— con
las brujas. Si Obama, hubiera leído, por ejemplo, Opus Nigrum, posiblemente la
mejor novela de Marguerite Yourcenar, se hubiera hecho una idea de lo que era
moneda corriente en las ciudades alemanas con una población enfrentada por
motivos religiosos. O en la Francia de la Ilustración, donde se podía acabar en
la hoguera rodeado de público y de balcones atestados, por el mero hecho de ser
sorprendido llevando un libro prohibido. Algo que sabían de sobra un Voltaire
—por lo que evitaba vivir en Francia— o un Rousseau, consciente éste, por otra
parte, de que su Ginebra natal no era un lugar mucho más seguro. Allí
precisamente ardió Miguel Servet, en Ginebra y no en España, su país de origen.
Como Savonarola o Giordano Bruno en Italia; algo que le podría haber sucedido
también a Dante de no haber puesto tierra de por medio respecto a su Florencia
natal. No, las hogueras no fueron precisamente una peculiaridad española. Para
el caso, mucho más acertado hubiera estado Obama al relacionar la muerte del
piloto jordano con los linchamientos por motivos raciales propios de su país,
algo mucho más próximo así en el tiempo como en el espacio, y a los que
Hollywood ha popularizado en diversas películas.
Claro
que la idea de que la Inquisición y sus hogueras eran una característica poco
menos que exclusiva de España no corresponde a una impresión personal de Obama,
sino a una creencia ampliamente extendida por el mundo entero. Y lo que es
peor: al hablar del mundo entero hay que incluir a España, es decir, a los
españoles, que en su gran mayoría dan por buena dicha exclusividad. Sí, la dan
por buena pese a los esfuerzos de numerosos historiadores tanto nacionales como
extranjeros —especialmente, ingleses y franceses— que, desde diversos puntos de
vista, se han esforzado en disipar el equívoco. Esto es: si se tiene tan claro
todo lo que se refiere a la actividad de la Inquisición española es por su
carácter impecablemente burocrático, puesto que cuando se quemaba o
descuartizaba a alguien, todo quedaba registrado, documentado, tanto el dato en
sí como las razones que lo suscitaron. Una burocracia inexistente en otros
lugares, donde el resplandor de las hogueras caía de inmediato en el olvido.
En
España, en cambio, ese rigor burocrático se extendía a todos los órdenes de la
vida, desde la meticulosidad con que, al recoger los ocho apellidos de cada
ciudadano se garantizaba el que una parte de la población pudiese alardear de
su pureza de sangre, al sinnúmero de datos concretos relativos a la expansión
de los virreinatos americanos recogidos en el Archivo de Indias, sin
equivalente en la expansión colonial de otros países. Y uno de sus aspectos
principales era el referido al funcionamiento de la Justicia. Colón, sin ir más
lejos, tuvo problemas por haber esclavizado a los habitantes del Nuevo Mundo. O
el caso de Elcano, que también tuvo sus problemas debido a que el peso de las
especias que trajo consigo al completar la vuelta al mundo no se correspondía
con el inicialmente declarado; la cuestión sólo quedó zanjada al caer en la
cuenta de que tal pérdida de peso era debida a que dichas especias se habían
secado en el curso del viaje.
Las
leyendas negras son así: se destacan los aspectos más negativos de una realidad
determinada, ajena a la propia, mientras se pasa por alto los positivos —si es
que los hay— y, sobre todo, se silencia en lo posible el hecho de que tales
aspectos negativos se dan asimismo en la realidad a la que uno pertenece.
Vamos, pura propaganda. Y es que toda leyenda negra es fundamentalmente eso:
propaganda. Propaganda contra todo país que amenaza con alcanzar una posición
hegemónica. De ahí que, en el caso de España, el principal objetivo fueran sus
mejores representantes de tal tendencia hegemónica, reyes como Isabel y Fernando,
como Felipe II. Toda una revisión de la Historia a posteriori. Porque en
tiempos de Felipe II, por ejemplo, cuando era esposo de Catalina Tudor, la
imagen que de los españoles se tenía en Inglaterra era la de gente seria,
austera y reservada, en consonancia con su afición a vestir de negro. Una
imagen que contrastaba con la propia, un pueblo más bien dado a la
improvisación y la buena vida.
Ahora
bien: lo peor de las leyendas negras no es que se conviertan en poco menos que
en artículo de fe ampliamente extendido, sino que sus víctimas, es decir, el
pueblo directamente afectado, terminen interiorizándola, dándola por buena, lo
que les sitúa en un plano inferior al de la realidad circundante. Ni más ni
menos que lo que le sucedió a España a lo largo de unos doscientos años, al
entrar en una fase de depresión colectiva tras la pérdida de toda influencia en
la Europa de finales del XVII, postración moral de la que sólo empezó a salir a
finales del XIX, con la Generación del 98. Perduraron —y aún perduran— eso sí,
algunos tópicos y prejuicios, como el hecho de que en ocasiones se siga dando
por bueno ante el turista, el extranjero, que somos un pueblo más dado a la
fiesta y a la siesta que al pensamiento, al simple hecho de pensar.
No
hay país que no cargue con un tópico a ojos de sus vecinos: los ingleses y la
hipocresía, los franceses por jactanciosos, los alemanes por su cabeza
cuadrada, los italianos por fantasiosos, y así siguiendo. Tópicos anodinos en
la medida en que no han sido interiorizados, aceptados como rasgo
característico por los pueblos a los que les son atribuidos. Pero la falta de
autoestima propia de España facilita el que aquí, en cambio —con ayuda de
determinados productos cinematográficos y televisivos— sean aceptados sin
rechistar por una buena parte de la población. Una actitud muy propia de un
país que pasa con la mayor soltura del “¡España no hay más que una!” —en
especial cuando se gana algún encuentro internacional de fútbol— al “Este país
no tiene remedio”, ante algún tipo de contrariedad, sea individual o colectiva.
Una bipolaridad que pasa del triunfalismo al derrotismo sin transición alguna y
que conduce, por ejemplo, a hacer extensiva la propia ignorancia —en todas
partes hay gente ignorante— a la comunidad, al país entero, convirtiéndola en
un rasgo distintivo nacional.
Pondré
dos ejemplos. El del jardinero de un hotel en animada cháchara con un joven
matrimonio alemán que se expresaba en un perfecto español, al que se dirigía
comiéndose de vez en cuando las palabras y utilizando los verbos en infinitivo,
como si el extranjero fuera él; a unos metros, los hijos del matrimonio,
jugando animadamente. “¡Qué niños tan inteligentes!”, dijo el jardinero, “tan
pequeños y ya hablan alemán”.
El
otro se refiere a las aceras de Madrid, perfecto ejemplo de la dejadez e
improvisación que, a consecuencia de esa autoconvicción a la que acabo de
referirme, es para muchos uno de nuestros principales rasgos distintivos. Se
trata de unas aceras tan caras y pretenciosas en su diseño como mal acabadas y
peor mantenidas. En ninguna otra ciudad del mundo me he encontrado de bruces en
el suelo —afortunadamente sin mayores consecuencias— por no andar mirando dónde
ponía los pies, atento a las irregularidades y trampas del pavimento.
El
caso es que si por una parte resulta irritante comprobar que en el ancho mundo
siguen aún vigentes algunos de los tópicos establecidos sobre España, no menos
irritante resulta comprobar que, interiorizado el tópico, la realidad cotidiana
española siga en parte asumiéndolo como propio. Ante tal panorama, lo mejor es
tomar distancias. Cuanto más lejos, menos importancia le damos a todo eso.
Recuerdo el sosiego con que, en el curso de un viaje, mientras desayunaba
tranquilamente en Macasar, la capital de Isla Célebes, recibí una llamada
telefónica en la que, entre otras cosas, se me puso al corriente de algún
embrollo de la política española. Todo lo veía objetivado, integrado en los
avatares del ancho mundo; mi realidad inmediata era otra. Sí, tomar distancias
como remedio. Y ese factor irritativo que resulta de la proximidad se esfuma.
Por suerte. Vamos, o por desgracia.
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