El
peso del mundo/Gustavo Martín Garzo es escritor.
El
País |25 de abril de 2015
En
Los comulgantes, la película de Ingmar Bergman, un campesino obsesionado con el
fin inminente del mundo acude con su mujer a la parroquia buscando ayuda, pero
el pastor, que pasa por una profunda crisis espiritual, no sabe consolarle y el
campesino termina por quitarse la vida. La película está filmada en plena
guerra fría, cuando la posibilidad de una guerra nuclear total que pusiera en
peligro la especie humana y al resto de los seres vivos estaba lejos de ser la
desesperanzada idea de un relato de anticipación. Y es verdad que nadie piensa
hoy que el mundo pueda ser destruido a causa de una explosión nuclear, pero
tampoco que hayamos mejorado mucho por esa causa.
La
desigualdad entre los seres humanos no ha hecho sino aumentar en estos últimos
decenios, y la explotación, la miseria y el sufrimiento de gran parte de la
población mundial sigue siendo una de las realidades más incuestionables del
nuevo siglo. Tal vez por eso la película de Bergman, cincuenta años después de
su realización, sigue conservando toda su fuerza perturbadora. El atribulado
campesino de Los comulgantes pertenece a ese grupo insustituible de seres
humanos que, por su temperamento o las circunstancias que les rodean, no pueden
dejar de cargar sobre sus hombros el peso del mundo. Y hablar del peso del
mundo es hablar de todo el sufrimiento que hay en él, de todas las injusticias
y de todo su dolor.
“No
os hagáis ilusiones, dijo Pier Paolo Pasolini en la última entrevista que
concedió. Vosotros con vuestras escuelas, vuestra televisión, lo pacato de
vuestros periódicos, vosotros sois los grandes conservadores de este orden
horrendo basado en la idea de poseer y en la idea de destruir”. Pasolini
pensaba que el hombre actual se estaba volviendo insensible al sufrimiento de
sus semejantes y que, llevado por la fiebre del consumo, había renunciado al
sueño de la justicia y la solidaridad. “La tragedia es que ya no hay seres
humanos, hay máquinas que chocan entre ellas”.
Nunca
los hombres y las mujeres han estado más informados acerca de lo que sucede en
su mundo, pero ese aumento de información no tiene por qué implicar un aumento
de sensibilidad. Estar informado no es lo mismo que ser capaz de transformar en
experiencia esa información ni de restaurar el sentido de esa experiencia. Por
ejemplo, los datos que constantemente nos ofrecen nuestros gobernantes acerca
de la mejora de nuestra economía ¿de verdad hablan de la realidad dolorosa con
que nos encontramos cada día en nuestras propias casas o al salir a la calle?
Recuerdo haber visitado hace años la Cuba de Fidel. Me sorprendió que la
discusión acerca de la sociedad nueva que se pretendía crear hubiera sido
sustituida por un baño mareante de cifras. Gramma, el periódico oficial del
PPC, era el compendio de todas las cifras posibles: cifras de productividad, de
consumo, de récords deportivos, de crecimiento industrial. No cabía hablar del
descontento creciente de la gente, de la falta de libertad o de la tiranía
oculta de los comités de barrio, porque sólo los números parecían tener la
probada capacidad de nombrar con objetividad lo que allí pasaba.
No
deja de ser extraño que quienes nos gobiernan hoy en España hayan venido a
coincidir en esto con el país que durante tanto tiempo fue el rostro de sus
pesadillas. Como en la Cuba de Fidel, solo la ciencia suprema de los números
parece tener para ellos la capacidad de nombrar lo que aquí sucede. La política
económica de nuestro gobierno actual ha liquidado buena parte de los avances
laborales y sociales que tanto trabajo costó conseguir, ha pauperizado las
clases medias y bajas, ha incrementado la desigualdad y ha convertido la
economía de nuestro país en una sucursal de las grandes empresas financieras.
¿De verdad las optimistas cifras que exhiben en sus ruedas de prensa hablan de
lo que está sucediendo en el triste país en que vivimos?
Y
no me refiero solo a que eviten hablar en esas ruedas de prensa de los
numerosos casos de corrupción que les atenazan, del control creciente a que
someten la información, de las leyes abusivas con que tratan de amordazar todo
tipo de disidencia o del sabotaje sistemático de lo público, sino a su
incapacidad para sentir el peso de todo el dolor y todas las injusticias que
padecen aquellos a los que dicen representar. Porque ¿acaso el Partido Popular
y Caritas se parecen, como afirma nuestro inefable ministro de Hacienda?
Caritas y otras valerosas organizaciones no gubernamentales hacen lo que
nuestro gobierno debería hacer y no hace: ocuparse de cosas tan vulgares y poco
relevantes para las cifras que manejan como ayudar a los que no tienen para
comer ni pueden encender la calefacción de sus casas. Son esas organizaciones
cívicas las que nos dicen cómo es realmente este país y nos animan a rebelarnos
contra las mentiras de quienes nos gobiernan. Porque el origen de esta crisis
no está en un Estado fuera de control como se nos repite una y otra vez, sino
en un Sistema Financiero tan insaciable como incontrolable del que muchos de
nuestros políticos son interesados lacayos. Esto es lo que se callan.
En
un cuento de George MacDonald los gigantes dan su corazón a una nodriza para
evitar la responsabilidad de tener que ocuparse de él. ¿Hacemos nosotros lo
mismo? Vivimos rodeados de injusticias y abusos, de seres indiferentes y
ególatras que solo piensan en enriquecerse y en conservar el poder al precio
que sea, y miramos para otro lado como si nada de eso tuviera que ver con
nosotros. Incluso llegamos a votarlos cuando llegan las nuevas elecciones, tal
vez porque secretamente envidiamos la facilidad con que hacen dinero y todo lo
que consiguen con él. No queremos tener corazón, por el compromiso que supone
tenerlo.
Antes
hablé de aquel campesino de Los comulgantes que agobiado por el peso del mundo
termina por suicidarse. ¿Quiere decir esto que cargar ese peso, el del corazón,
nos hará necesariamente infelices? Es extraño lo que pasa con nuestro corazón.
Representa lo más íntimo y escondido de cada uno, pero también es,
paradójicamente, la puerta por la que entra en nosotros el mundo. Por eso
siempre ha sido considerado como asiento del amor y de los sentimientos. Así,
si hablamos de una persona de corazón todos entenderán que se trata de un ser
bondadoso, siempre atento a la presencia y a los requerimientos de los otros, o
cuando aseguramos ir con el corazón en la mano lo que queremos es dejar claro
que estamos obrando con franqueza, sin disimulo o intenciones ocultas. Tal es
el destino de nuestro corazón, ser entregado a los otros.
Albert
Camus, en uno de sus textos más hermosos, ve en el reiterado esfuerzo de Sísifo
por cargar la roca de su tragedia la imagen del hombre rebelde. Su eterna
confrontación con el absurdo, su indestructible vivacidad, es justamente lo que
da sentido a su vida. Camus concluye que hay que imaginarse a Sísifo feliz, ya
que su lucha es su obra. El mundo nunca ha estado más necesitado de política
que ahora, y hablar de política es hacerlo de ese corazón que tenemos que
cuidar. Puede que el ser humano no tenga remedio y que siempre vaya a haber
injusticias y abusos de todo tipo, pero nuestra misión es rebelarnos contra esa
fatalidad. La verdadera política es pedirle a la economía ese corazón
hipotecado. Y, tal como nos enseña Albert Camus, hay que imaginarse felices a
quienes lo hacen.
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