5 feb 2008

China

La China se avecina/Juan Goytisolo, escritor
Publicado en EL PAÍS, 03/02/2008;
En 1971, con motivo del viaje del presidente Nixon a la República Popular China, uno de los canales de mayor audiencia de la televisión estadounidense proyectó un montaje de filmes antiguos sobre la imagen del chino en el cine popular norteamericano a lo largo del siglo XX. Recuerdo que se abría con una secuencia muda en la que unos chiquillos, para divertirse, prendían fuego a una casa habitada por chinos: los planos de los jovencitos riéndose de su propia gracia alternaban con las gesticulaciones impotentes de los atrapados en la habitación incendiada. Matar a un chino hace cien años podía ser objeto de hilaridad. La percepción de Hollywood cambió radicalmente después de Pearl Harbour (1941) y la entrada en guerra de Chang Kai-Chek contra el agresor japonés. Los chinos eran presentados como abnegados, laboriosos y fieles amigos del pueblo estadounidense. La victoria de Mao Tse-Tung en 1949 dio un nuevo vuelco al tema. Los comunistas de ojos rasgados aparecían pintados con los colores más negros: desleales, malvados, como los malos de las películas de Fu Man Chú. Los descendientes de los culíes esclavizados a lo largo del siglo XIX volvían a encarnar el papel del enemigo cruel, de intenciones pérfidas y traidora sonrisa.
Los culíes, ¿quién se acuerda hoy de ellos? La opinión pública de Occidente ignora que a partir de la llamada Guerra del Opio y de las abusivas concesiones europeas en la costa oriental asiática, los hijos del Celeste Imperio fueron objeto de una muy lucrativa trata de esclavos en el continente americano, especialmente en el Caribe. La sacarocracia cubana se sirvió de ellos para multiplicar sus beneficios y, como documenta Martín Rodrigo y Alharilla en su obra Indians a Catalunya, mis buenos antepasados esclavistas, compradores de lotes de negros, andaban también en tratos con “la compañía importadora de chinos”. Esta página oscura de la historia colonial española no ha sido estudiada aún con toda la atención que merece.
Paralelamente a la importación de culíes en unas condiciones que podemos imaginar, se desenvolvía en Europa el fantasma del “peligro amarillo”. No sé si Napoleón y Julio Verne contribuyeron a ello. Lo cierto es que los escritos sobre el mismo se multiplicaron y disfrutaron de un gran éxito de público. Marcel Proust pone irónicamente en boca de la duquesa de Guermantes un “la Chine me préoccupe” que resume magistralmente las charlas de los círculos aristocráticos que frecuentó y retrató. Una abundante bibliografía se extiende en el tema con numerosas variantes y, pasada la Segunda Guerra Mundial, la victoria del comunismo agravó estos temores. Recuerdo que, tras la ruptura de Mao con el “revisionista” Jruschev, el entonces famoso bardo soviético Yevtushenko perpetró unos versos en los que, refiriéndose a sus ex camaradas asiáticos, les increpaba: “Nos odiáis porque tenemos la piel blanca y los ojos azules” o algo por el estilo. Por esas mismas fechas dos parientas lejanas mías, ricas y piadosas, contactaron a través de sus sobrinos con el célebre Padre Pío para preguntarle si, en caso de invasión china, estarían más seguras en su domicilio de París o en España. La respuesta fue contundente: en la Península. Y allí se trasladaron para fallecer poco después a causa de su avanzada edad.
Ahora el imparable desarrollo económico de la República Popular -con su peculiar asociación de autoritarismo político y de economía de mercado- ha vuelto a encender todas las alarmas. ¡Lo están invadiendo todo!, escucho a mi alrededor. Y, hasta cierto punto, los hechos dan la razón a los agoreros del nuevo “peligro asiático”. El mercado mundial, para poner un ejemplo, rebosa de productos fabricados en China. Los “manteros” de las ciudades europeas y zocos árabes (hablo tan sólo de lo que he visto) brindan a los peatones camisetas de Lacoste y Dolce & Gabbana, relojes de presunta marca suiza, bolsos Vuitton, perfumes de Dior, etcétera, mientras acechan con el rabillo del ojo una posible incursión de la policía. Para mayor inri de la marca usurpada, es fácil tropezar con chicos y chicas que lucen un “authentic Armani”, cuya burda falsificación salta a la vista. El conocimiento por los chinos de las culturas religiosas, costumbres y modas de las distintas sociedades del planeta se traduce en una oferta adaptada a los gustos y usos del consumidor. Lo que vale para un continente o una determinada civilización no sirve para otra, y esa especialización, a partir de la bien estudiada diversidad de la clientela, obra prodigios.
Hace un par de años fui a felicitar, como es costumbre en los países árabes, a un amable y cariñoso vecino de edad muy superior a la mía que acababa de cumplir con el precepto religioso de la peregrinación. El anciano me mostró muy emocionado el mejor recuerdo que había traído de su viaje: una alfombrilla para orar con una brújula indicativa de la alquibla o dirección a La Meca. La acariciaba con amoroso respeto y, al darle yo la vuelta a fin de que la examinara, descubrí la pequeña etiqueta del made in China. ¡En vez de discutir sobre los valores y amenazas del islam, como en Occidente, los pragmáticos chinos aprovechan sus mandamientos religiosos para hacer negocios!
El número elevado de la población (¡1.300 millones!) es objeto asimismo de aprehensiones y de predicciones terroríficas. Los cálculos a medio plazo prevén el desplazamiento anual de treinta y pico millones de nuevos ricos (un 3% de la población) a Nueva York, París, Venecia, Mallorca, u otros lugares precedidos por el turismo. Una serie de hechos aislados, pero significativos, avalan los pronósticos de una imparable expansión comercial. Barrios enteros de ciudades europeas o norteamericanas se parecen cada vez más a Cantón o Shanghai. Sus marchantes, camareros y peatones muestran un alto grado de civilidad: eficaces, atentos, discretos, son la antítesis de los moradores que les precedieron y que, por una razón u otra, alzaron velas y se fueron a otra parte.
Del empeño, disciplina y laboriosidad de los chinos tuve una elocuente muestra en Yemen. A la salida de Saná, a la derecha de la carretera que conduce a Monte Haraz, divisé de pronto una colina rematada por una insólita pagoda y otros elementos dignos de un decorado de Madame Butterfly. Según explicaron mis acompañantes, es el cementerio de los obreros chinos muertos durante la construcción de la carretera que enlaza la capital yemení con las escarpadas cordilleras del noroeste: una vía abierta a más de 3.000 metros de altura gracias a un régimen de servidumbre y falta de protección laboral evidentes. Esta ayuda de la República Popular a sus “hermanos” marxistas de Yemen se extiende ahora a la mayor parte del continente africano, en contrapartida por los jugosos contratos de explotación de petróleo, gas, uranio y de otros minerales de importancia estratégica. La gigantesca presa de Sudán es obra de millares de operarios chinos que trabajan del alba al crepúsculo y se hacinan en barriadas dormitorio totalmente aislados del resto de la población. Como señala una corresponsal que las visitó, son verdaderos cuarteles en razón de su desnudez, disciplina y rigidez de horarios. La lista de ejemplos es larga y me detengo aquí. Sin cargar en sus hombros un pasado esclavista ni colonial, y sin escrúpulos de conciencia sobre la índole de los regímenes políticos con los que comercia, China resulta más atractiva para los Estados africanos que la de sus antiguos amos.
El espíritu de iniciativa, la aplicación y el esmero reinantes en la futura superpotencia mundial, en vez de suscitar admiración, inquietan. Los chinos son acusados de acelerar el calentamiento global (lo cual es cierto, aunque no alcance ni mucho menos el nivel de las emisiones de dióxido de carbono estadounidenses); de acrecentar su competitividad merced a unos salarios ínfimos y a la falta de organizaciones sindicales (lo mismo acaece en India y la mayoría de países de Asia, África e Iberoamérica); de exportar mercancías de baja calidad y potencialmente nocivas para la salud del cliente (esto último en beneficio de las empresas europeas y norteamericanas que ofrecen productos no contaminantes a un precio sustancialmente más alto). Pero en los países de renta per cápita baja, el consumidor no puede elegir. Acude al reclamo de lo más barato, y lo más barato es chino.
La retahíla de lamentos que escucho se resumen en uno: por su número, habilidad y paciencia, los chinos acabarán por dominar el planeta, no ya por su fuerza militar, sino por su potencial económico. Resucitar el fantasma del “peligro amarillo” es fácil y no faltan estadísticas, pronósticos ni anécdotas que contribuyen a convocarlo. Mas yo prefiero el humor de José Bergamín cuando en un poema que publiqué a fines de 1967 en Cuadernos de Ruedo Ibérico profetizaba: “De aquí a cien años todos calvos / solían decir los padres capuchinos. / Ahora, cuando se quitan la capucha, / dicen, de aquí a cien años todos chinos”.

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