21 ene 2009

Algo sobre Marguerite Yourcenar


"La vida es un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado", Marguerite Yourcenar en Memorias de Adiano.
Considerada la gran dama de las letras francesas, Marguerite Yourcenar alcanzó el éxito editorial con Memorias de Adriano, pero fue una gran desconocida hasta que abrió su pensamiento al periodista Matthieu Galey, en una serie de entrevistas que dieron como resultado el libro Con los ojos abiertos. El libro lo publica ahora la editorial Plataforma y en él se reúne la esencia del pensamiento de Marguerite Yourcenar a través de las preguntas que Matthieu Galey, periodista de la revista francesa L'Express, le fue haciendo a lo largo del tiempo y en diferentes momentos.
Dice un cable de la agencia EFE (9 de enero de 2009) que la primera mujer que entró en la Academia francesa, desnuda en este libro su alma y su pensamiento en estas conversaciones y largos monólogos, para hablar, entre otras cosas, de su escritura y sus autores favoritos, o de la importancia de Adriano. También reflexiona sobre su infancia, el feminismo, el medio ambiente, el amor a los animales, la religión y los asuntos espirituales, el racismo, el aborto o la política; sobre cómo debería ser la educación de los niños o sobre lo complejo de vivir. Toda una lección de vida impartida por esta autora compleja y sin prejuicios y que aseguraba que le gustaría morir "con los ojos abiertos".
"Desearía morir con pleno conocimiento, por un proceso de enfermedad lento como para dejar que en cierto modo la muerte se inserte en mí, para tener tiempo de dejarla desarrollarse por entero. Para no dejar escapar la última experiencia, el paso. Adriano habla de morir con los ojos abiertos...". Novelista, poeta, dramaturga y traductora, Yourcenar a los pocos días de nacer perdió a su madre y se quedó a cargo de su padre, quien le proporcionó una amplísima educación, con quien viajó por muchos países y quien, además, le inoculó el amor por el conocimiento de nuevas personas y países.
En el libro, Yourcenar, que se ha aproximado siempre a todos los temas con sentir poético, cuenta que hasta los 35 años nunca había visto una foto de su madre, y que su tumba la visitó primera vez a los 55 años. Fue una niña solitaria y privilegiada que fue creciendo en un medio natural, rodeada de animales, de personas de servicios, de sus tíos y primos, de su abuela, de los niños del pueblo, rodeada toda clase de gente, pero finalmente sola. "Creo que el hábito precoz de la soledad es un bien infinito", escribe.
Simbología del cristianismo
Interesada siempre por la simbología y los rituales del cristianismo, por el protestantismo, el espiritualismo oriental y la herencia moral y estética de raíz grecolatina, la autora de Opus Nigrum anticipa, con una actitud casi visionaria, muchas de las situaciones o acontecimientos. Como su preocupación por la degradación del medio ambiente. Y sobre la bondad añade: "Se trata de desear a los demás tanto bien como uno se lo desea a si mismo. Desde que hay simpatía (esa palabra tan bella que significa sentir con...) comienza, a la vez, el amor y la bondad.
Sobre el feminismo, Yourcenar se muestra crítica y puntualiza: "Estoy contra el particularismo de país, de religión, de especie. No cuente conmigo para hacer particularismo de sexo. Creo que una mujer inteligente vale tanto como un hombre inteligente. Es una simple verdad". Su amor y respeto por los animales, la bisexualidad en Adriano, y el nombre de Grace Frick, la traductora con la que mantuvo una relación durante décadas, cruzan también por este libro.
En 1951 apareció la considerada obra cumbre de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano (traducida al español por Julio Cortázar), las confesiones, consejos y reflexiones del emperador Adriano a quien habría de sucederle, Marco Aurelio, y a la que la escritora -primera mujer elegida para formar parte de la Academia Francesa, en 1980- dedicó casi treinta años de su vida.
Memorias de Adriano es uno de los textos más brillantes y profundos de la literatura del pasado siglo XX.
Marguerite Yourcenar; Bruselas, 1903- EE UU, 1987)
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Marguerite Yourcenar/Por María Bengoa
Publicada en EL CORREO DIGITAL, 27/10/0;
La misma semana de la concesión del premio Nobel a Doris Lessing se convoca en Vitoria una mesa redonda sobre las aportaciones específicas de la literatura femenina. ¿Literatura femenina, qué pereza! ¿Por qué no se hablará de literatura masculina, que es la que todos leemos, la que está en las librerías y en los suplementos literarios ? Me imagino el cabreo de Doris Lessing cuando a la alegría de recibir el Nobel, para el que lleva en las quinielas 30 años, se sumó la sombra del comunicado en el que la Academia Sueca se lo concedía por retratar la épica de la experiencia femenina.
Desde 1901 en que se fallan los Nobel la han precedido cien galardonados en Literatura -90 hombres y 10 mujeres-, ya que en siete años (1914, 1918,1935, 1940-1943) no se concedieron. Me pregunto cuántos de ellos habrán retratado la épica, la lírica, la música o al menos la química de la condición masculina, sin que la Academia se haya dignado reparar en ese detalle. Pero lo explicaba mucho mejor la recién galardonada hace ya 19 años, cuando, cumplidos los setenta, concedía una entrevista a la periodista cultural de ‘Abc’ María Luisa Blanco y declaraba que ella también aspiraba a escribir sobre la condición humana: «Si un hombre escribe un libro sobre hombres, nadie dice que esté escribiendo un libro sobre los problemas de los hombres. El que yo escriba sobre mujeres no significa que sólo escriba sobre mujeres. Tengo que escribir como una mujer, pero escribo sobre hombres y mujeres ¿Maldita sea!». Ahora, tal vez suavizadas sus manifestaciones por la edad, aunque con el mismo irreductible genio y figura, decía a los periodistas: «No sé a lo que se refieren con eso, los hombres y las mujeres no son tan diferentes». De paso les reñía por no haberle traído champaña para brindar. Ella, casi nonagenaria, a quien una foto de agencia retrataba viniendo de hacer unas compras en día tan señalado, no lo había comprado porque ignoraba la noticia y, desde luego, ya no esperaba el premio.
Después de 50 años de trayectoria literaria en los que ha analizado todos los males de la sociedad occidental, esta exploradora de la existencia humana comprometida contra la injusticia ha hablado, cómo no, de los problemas de la mujer. Y hasta su novela ‘El cuaderno dorado’ se ha convertido en una biblia de feministas, a su pesar: «Ni se me pasó por la mente esa idea». Pero cualquiera que conozca una parte significativa de su obra -en torno a cincuenta títulos- sabe que le preocupa mucho más lo que los seres humanos tenemos en común que lo que diferencia a hombres y mujeres. Su obra refleja gran interés por los problemas interraciales (su primera y extraordinaria novela, ‘Canta la hierba’), la injusticia que provocan las diferencias económicas y sociales, la libertad, la ecología (’Cuentos africanos’, ‘Un hombre y dos mujeres’; ‘De nuevo, el amor’, ‘El quinto hijo’) y es una apasionada de la ciencia-ficción (publicó un ciclo de cinco novelas).
Lessing, que dejó la escuela a los 14 años, ha manifestado que se educó a sí misma a través de la literatura y, todavía, se confiesa lectora apasionada. ¿La de literatura masculina que habrá leído! Sin embargo, quizá considere menos irrelevante para escribir la experiencia de haber nacido en un país pobre o desarrollado que el sexo; aunque ha declarado que toda mujer, por el hecho de serlo, es feminista. La vida de Lessing está relatada en dos tomos autobiográficos y en una de sus mejores novelas, ‘El sueño más dulce’, así como en las novelas cortas protagonizadas por Martha Quest. El itinerario de esta indomable que nunca ha renunciado a su independencia está presente en toda su obra, aunque en un reciente reportaje sobre las tendencias de la novela actual y la autoficción, al que un suplemento literario dedicaba portada y dos páginas, no aparecía entre cerca de 40 nombres contemporáneos y de referencia. No aparecía ni siquiera una mujer de muestra. Todos hombres.
Como en tantas otras parcelas de la vida hay un abrumador dominio masculino en la literatura: muchos más criticos y jurados hombres que mujeres, muchos más escritores que publican que escritoras. Salvo en facetas de aprendizaje: alumnos de talleres, autores inéditos Ahí sí hay muchas mujeres. Y la simple observación de esa biblioteca móvil que es el transporte público nos dice que como lectoras las mujeres somos mayoría. Además, los hombres son reticentes a leer títulos firmados por mujeres: parecen asociar literatura femenina con puntillitas y sentimentalismos, como si no existieran George Eliot, Patricia Highsmith, Jane Austen, Ruth Rendell, Carson McCullers, Martín Gaite, Szymborska, Doris Lessing
Esta escritora preocupada en escribir la verdad de lo que ve está entre los más grandes autores del siglo XX con todo el derecho, como lo estuvieron tantas otras no reconocidas por la lista Nobel: Iris Murdoch o Marguerite Duras, por citar sólo dos; y otras con las que la Academia Sueca aún puede remediarlo, como Margaret Atwood o Ana María Matute. Quién sabe si los lectores del Siglo XXI no se nutrirán exclusivamente de literatura masculina.

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Marguerite Yourcenar/Julio Llamazares, escritor
Publicado en EL PAÍS, 29/11/06;
“Demasiado pronto en la vida me di cuenta de que ya era demasiado tarde”. Así comienza Marguerite Duras El amante y así nos sentimos muchos cuando, con una edad, comprendemos que ya es tarde para muchas cosas: para escuchar a nuestros mayores, para conocer sus vidas, para saber qué ocurrió en nuestro propio país antes de que nosotros naciéramos o cuando todavía no teníamos edad para entenderlo… Algo que a todos nos ha sucedido, si bien que a muchas personas no parezca importarles demasiado.
A vueltas con la memoria histórica, que es como ha dado en llamarse, transgrediendo toda lógica lingüística (toda memoria es histórica, en uno u otro sentido), la que atañe a nuestra Guerra Civil y nuestra posguerra, uno siente que la frase de Duras es más profunda de lo que parece. Porque, efectivamente, si casi siempre es tarde para casi todo, mucho más lo será para conocer la historia de unos años y unos hechos cuyos protagonistas ya han desaparecido en su mayoría. Asunto éste demasiado grave, por cuanto, mientras vivieron entre nosotros, se les silenció o calló o nadie les hizo caso. Da igual que fueran famosos o anónimos ciudadanos.
Como tantas veces se ha dicho, durante la dictadura, en España la memoria se acalló, suplantada por la versión oficial, que poco o nada tenía que ver con lo sucedido. Treinta y seis años a los que habría que sumar otros quince o veinte -los de la transición política- en los que la memoria sufrió otra cancelación diferente, pero no menos efectiva, como fue la de su inconveniencia. Acertadamente o no, en aras de la reconciliación histórica y apelando a los peligros que podía suponer cualquier actitud contraria, se perpetuó el silencio, al menos oficialmente, ahora en forma de desmemoria. Lo que, como todos sabemos, significó una gran decepción para muchos que llevaban años y años esperando a poder hablar. Lo peor de todo ello fue, no obstante, que, por razones biológicas que a nadie se le escaparán, esos años coincidieron con el final de muchos protagonistas de la Guerra Civil y de la posguerra. De esa forma, se perdió un gran caudal de memoria indispensable para los historiadores, pero también para las demás personas. Porque todos somos hijos de nuestros padres y, si nuestros padres mueren sin que nosotros conozcamos sus historias de verdad, mal podremos saber de dónde venimos, que es algo tan necesario para poder vivir normalmente. A pesar de que mucha gente se obstine en lo contrario, bien sea por conveniencia o por acomodamiento.
Cuando, en la introducción a su estudio sobre la Guerra Civil y el franquismo en la novela española de la democracia (todavía sin publicar en España), la finlandesa Elina Liikanen utiliza el término posmemoria (tomado, al parecer, de Marianne Hirsch, quien lo aplicó sobre todo a la fotografía, a retratos familiares relacionados con el Holocausto), está poniendo el dedo en la llaga de una cuestión que aquí nadie se atreve a abordar directamente. Y que no es otra que, mientras discutimos sobre la oportunidad o no de la llamada Ley de la Memoria Histórica que está estudiando el Gobierno, mientras nos enredamos en larguísimos debates sobre la conveniencia o no de revisar nuestra guerra y nuestra posguerra, mientras nos dedicamos, en fin, a discutir qué es la memoria histórica y si es correcta o no la expresión lingüística (discusión que encubre muchas veces la resistencia de algunos a que se conozca nuestro pasado reciente), nadie se atreve a decir que tales discusiones son inútiles, no por su contenido, sino porque el tiempo de la memoria ya se ha pasado. Ahora es el tiempo de la posmemoria, que es la que nos corresponde a quienes, como la mayoría de los españoles vivos, conocimos la guerra y la posguerra a través de nuestros antepasados; o sea, tenemos una memoria de esas dos épocas modificada por el distanciamiento. Y es que, como dice Elina Liikanen, “la transmisión de la memoria de una generación a otra implica inevitablemente una transformación, ya que la persona que se apropia de esa memoria la completa y transforma mediante su imaginación”.
Así pues, oponer resistencia al ejercicio de esa memoria heredada, como ocurre todavía entre nosotros, no sólo es una injusticia, sino que constituye un absurdo técnico. Injusticia por lo que supone de negarles el derecho a recordar a unas personas que lo único que quieren es que se sepa lo que ocurrió de verdad, ni siquiera que se pidan responsabilidades a los supervivientes, y absurdo por cuanto lo que se rechaza no es la memoria de éstos, desaparecida ya o simplemente testimonial por desgracia, sino la de sus herederos, que somos todos, vengamos de donde vengamos y pensemos como pensemos.
Que en nuestro país haya habido un conflicto con la memoria propiciado por las circunstancias políticas que se prolongó en el tiempo más de lo que sería normal no significa que pueda prolongarse eternamente ni, mucho menos, que se vaya a arreglar por la vía de ocultarlo. Las heridas nunca curan por sí solas y la memoria, al final, se abre paso como el agua, como demuestra la experiencia histórica. Así pues, se equivocan quienes pretenden, por las razones que sean, incluso sin razón alguna, que la Guerra Civil y la posguerra sean un limbo en nuestra memoria, una página sin escribir en los libros de texto de los colegios, porque, primero, tarde o temprano alguien la rellenará, y no siempre para bien, como ya está sucediendo ahora, y, segundo, porque ninguna sociedad puede mirar tranquilamente al futuro sin conocer cuál fue su pasado.
Si los alemanes y los judíos lo han hecho ya, si los rusos del poscomunismo lo están haciendo también ahora, si hasta los argentinos o los chilenos revisan sus dictaduras a pesar de su proximidad histórica, no se entiende por qué los españoles nos enfrentamos aún a la hora de hablar de una época que, al fin y al cabo, pasó ya hace muchos años y que casi ninguno de los que vivimos vivió en directo.
Como no sea -y eso sería lo más terrible- que, como dicen algunos, la guerra aún no ha terminado y se prolonga precisamente a través de la memoria de la gente, aunque ésta sea ya una memoria heredada y transformada por la imaginación.
Marguerite Yourcenar/ Fanny Rubio, escritora y autora de El dios dormido
Publicado en EL PAÍS, 14/04/06;
La noticia, aireada en vísperas de esta Semana Santa con potente aparato mediático, relativa a la restauración de un nuevo códice denominado Evangelio de Judas, propone, tanto a investigadores como a creadores, una nueva hipótesis de trabajo, como viene sucediendo desde el hallazgo de los manuscritos del Mar Muerto o los de Nag Hammadi de 1945. Esta es traducción copta, al parecer única, de un original griego relativo al “traidor” por antonomasia.
Desde 1998, fecha en la que publiqué mi novela magdaleniana El dios dormido, compruebo en esta semana clave de la tradición católica la fascinación que produce el indagar literariamente en el rostro de los pecadores del Nuevo Testamento, en particular Magdalena y Judas, figuras tan importantes como recortadas en la tradición creyente. Ambos pertenecen al grupo de rebeldes utópicos, algunos de los cuales, como Judas, son zelotas, nacionalistas que pretenden expulsar por la fuerza de las armas a los romanos del territorio de Israel. Tanto el historiador antiguo Flavio Josefo como otros posteriores sitúan la muerte de Jesús en medio de multitud de problemas. Por una parte, el foco de nacionalismo judío a punto de explotar; por otro, los esenios, entregados al culto del agua y la naturaleza, rechazados por la sociedad de su tiempo.
Magdalena y Judas son los pecadores por antonomasia. La primera, la enferma psicosomática curada por el “sanador” de Galilea (de quien fue amante y compañera, aunque esta característica no ha sido aceptada por la Iglesia, pero sí transmutada en la imaginación popular en prostituta), representa el legado de la Resurrección. El segundo, la más descarnada representación de la traición.
El lector de textos evangélicos por puro interés literario, como es mi caso, comparte con el creyente la experiencia de conocer que tanto Judas Iscariote como María Magdalena llevan con sus nombres incorporadas sus ciudades: Carioth y Magdala. Se nos dice que Judas entregó a Jesús (Mateo, 10, 4) y que Jesús se apareció a Magdalena en el sepulcro (Marcos, 16.9). Ambos aparecen juntos pero enfrentados a propósito de los perfumes caros que utiliza María en la unción (Juan 12, 4). Una unción en Betania (Mateo, 6-16) que critica, precisamente, Judas.
Voy a recordar de manera esquemática algunos datos de referencia. Son rasgos que ambos pecadores, aún enfrentados por la función que cada uno de ellos representa, comparten. Creo necesario ilustrar este artículo con el contraste de sus figuras y alguna que otra coincidencia.
María es presentada como mujer poseída por siete demonios (Marcos, 16, 9), y también Judas es calificado como poseído por el maligno (Juan, 13, 2). El evangelista Marcos cuenta que Judas dijo Rabbí antes de besar a su Maestro, y es ése justamente el apelativo adjudicado por Magdalena en el sepulcro (Juan, 20, 16). En los textos religiosos leemos que tanto el traidor como la pecadora se arrepienten. Con relación al dinero que recibe Judas por su traición, dinero que pretende devolver a posteriori y arroja al Santuario al no hallar quien lo tome, observamos que Magdalena vende viñas para cubrir los gastos de alimentación del grupo. Dos misiones, pues, contrastadas y en estrecha simbiosis práctica. Un hombre y una mujer que muestran como arquetipos dos formas de entrega que culminan, en el caso de Judas, en pérdida, y en el caso de Magdalena, en logro.
Sin embargo, al margen de este breve mosaico referencial que creyentes o no compartimos, ¿cómo vamos a ignorar los “otros” textos? Si hoy leemos triples versiones de la historia en libros de entretenimiento banal, ¿por qué ignorar otras tradiciones esotéricas como el Evangelio de María (II) del cristianismo sirio-oriental y otras tradiciones que consideran a Magdalena primer testigo de la resurrección de Jesús; y ahora, este papiro que ha pasado de unos anticuarios a otros desde 1978, donde se habla de una conversación privada entre Jesús y el llamado “traidor”, quien es un atormentado por sentirse obligado por su líder al acto de la entrega?
Desde 1945, con los descubrimientos de manuscritos en el Alto Egipto, los primeros trece papiros encuadernados en cuero, depositados en el Museo Copto de El Cairo, se ofrecen datos que transforman en mucho la percepción que teníamos como lectores de aquellos seres patrimoniales. Discípulos como Felipe, Tomás, Magdalena y otros forman parte del medio centenar de traducciones coptas de manuscritos más antiguos, cuentan con su papiro y su correspondiente relato. Por eso, desde el siglo II, determinadas autoridades locales religiosas advertían de la existencia de estos textos, que ofrecían datos excluidos de la tradición ortodoxa. Eso ha hecho que investigadores como Elaine Pages, en Los Evangelios Gnósticos aseguren que la historia está siempre escrita por los vencedores y que tal vez el cristianismo podía haberse desarrollado en direcciones muy distintas. El dato de que en 337 el arzobispo de Alejandría ordenó destruir todos los libros heréticos es suficiente para darse cuenta de ese combate.
Tal vez porque no fue escrita esa historia apócrifa gotea desde tiempos inmemoriales en tradiciones orales y obras de creación. No voy a repetir la suma de ellas, de Yourcenar a Pasolini y Saramago, y la legión de pintores y músicos que han inmortalizado a estas figuras míticas. Como ejemplo personal, puedo asegurar que en la preparación para El dios dormido fue tanta la documentación sorprendente hallada que pude dedicar una extensa obra a la “pecadora” y una parte sustancial de un capítulo a las reticencias de Judas ante la opción de entregar al Maestro. El personaje Judas casa perfectamente en la piel de un zelota que creía en la revolución política y la movilización consiguiente tras la detención de su líder.
Si la teología ha de resolver el dogma, a la investigación histórica compete recuperar los elementos de verosimilitud de aquel importantísimo suceso, y a la literatura y el arte desvelar la potencia narrativa que poseen determinados personajes evangélicos, no por evangélicos, sino por arquetípicos de nuestra cultura, por configurar una parte nada desdeñable del patrimonio humano y, al margen de su carácter religioso, por nutrir esa fuente de inspiración paralela de la que hemos bebido gustosamente muchos narradores. Alguno, incluso, a juzgar por el ruido provocado, más que bebido.

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