27 oct 2009

John Boyne

John Boyne: "Soy un escritor con gustos anticuados"
JESÚS RUIZ MANTILLA entrevista a JOHN BOYNE
Publicado en El País Semanal, 25/10/2009;
Triunfó con 'El niño con el pijama de rayas', sobre el Holocausto. Ahora aborda la Rusia de los zares. Historia y entretenimiento son sus recetas. Aunque le tilden de anticuado.
John Boyne posee una enfermiza obsesión por colarse en la historia con mayúsculas. Lo hizo una vez y se convirtió en un autor mundialmente reconocido. Fue cuando, de la mano de Bruno, un chiquillo curioso, se empeñó en husmear las compuertas del Holocausto y parió un libro ejemplar: El niño con el pijama de rayas (Salamandra). Aquella aventura que podía comenzar como un cuento de fantasía y terminaba en un relato de terror estaba dirigida a un público más o menos preadolescente, entre infantil y juvenil, pero acabó cautivando a lectores de todas las edades en casi 40 idiomas y con cinco millones de copias vendidas.
Aunque no sólo de historia viven los héroes inventados por este autor irlandés (Dublín, 1971), sensible e imaginativo, humilde y en cierto modo arriesgado, que busca romper barreras entre esa manía editorial de clasificar los buenos relatos por edades. También se empeña en jugar con temas eternos, como la lucha del bien contra el mal y en otros asuntos polémicos como la redención literaria.
En El niño con el pijama de rayas bordó esa visión de la barbarie con la mirada del hijo de un nazi tan familiar y cercano para los suyos como sangriento y cruel en su trabajo exterminador. Después quiso santificar a un personaje crucificado por Hollywood: el capitán Blyth, ese villano interpretado por Charles Laughton y Trevor Howard que logró acabar con los nervios de Clark Gable y Marlon Brando en Rebelión a bordo. Boyne lo rescató del infierno para lavarle ante el imaginario popular en su anterior libro, Motín en el Bounty.
Ahora le toca al ocaso de la Rusia de los zares. Es el escenario elegido por Boyne para La casa del propósito especial, su nueva novela, que también editará en España Salamandra. Y ahí está la polémica, porque la visión de buen padre de familia que el autor propone para Nicolás II no casa con la historia oficial. Quizá se le haya ido un poco la mano con eso. Aun así, el libro no cuenta la peripecia del hombre que reinaba antes de Lenin, sino la de Gueorgui Danílovich, el joven campesino que fortuitamente acaba protegiendo a Alexis, el heredero hemofílico del trono. También la de Anastasia, la menor de las princesas. Aquella que, según una leyenda no probada, consiguió huir de la ejecución que acabó con toda su familia.
Boyne pasea por San Petersburgo haciendo fotos y resguardándose de la traicionera corriente del Báltico. Ha escrito el libro al natural. Como aquellos pintores que sacaban el caballete al campo y trataban de captar la luz, el paisaje y el movimiento de la vida, el escritor se fue a la capital de los zares para narrar allí donde ocurrían los capítulos de su novela. En la biblioteca del zar, dentro del Ermitage, Boyne se emociona pensando en que las criaturas inventadas y reinventadas por él según fueran históricas o no pululan todavía por el lugar, como fantasmas.
Por la plaza, en los puentes que atraviesan la desembocadura del Neva frente al palacio de invierno, Boyne revive los encuentros furtivos de Gueorgui y Anastasia, igual que recuerda la residencia de Felix Yusupov, el Molka, donde fue asesinado el truculento Rasputín. Venía por aquí, me sentaba en una esquina y escribía o reescribía algunos capítulos donde se desarrolla la historia. Ésta es la ciudad más hermosa que he visto en mi vida, afirma Boyne mientras pasea por la suntuosa avenida de Nevsky.
La experiencia ha sido tan intensa que hoy es el día que lamenta no haber acudido a Auschwitz para haber escrito su mayor best seller. "Entonces no me podía permitir ciertos lujos, aunque puede que el libro hubiese perdido en inocencia", comenta el autor. Ahora sí viaja. Y lo agradece profundamente porque ni se le ocurre renegar de su éxito. Lo disfruta y lo aprecia. Es el fruto de una decisión sin red. Quería más que nada en este mundo ser escritor. Dejó su empleo con futuro en una cadena de librerías de Dublín y se marchó junto al mar para encerrarse a crear a tiempo completo. Hoy es uno de los literatos más reconocidos de su país, aunque escribe de todo menos de Irlanda. Porque no se considera un autor irlandés, sino un escribidor profesional, en los términos de Vargas Llosa, que trata de llegar al máximo número de lectores sin fronteras. Alguien que no desprecia un interlocutor dispuesto a emocionarse con alguno de los ingredientes que va posando estratégicamente en sus novelas: una aventura, una triste historia, una amistad de hierro, un viaje a lo desconocido.
Ahora trama un cuento de hadas del que no quiere desvelar ni el título. Vuelvo al público más infantil, comenta Boyne. Pero en su caso habrá que ver. No puede uno fiarse. Probablemente, ese cuento de hadas acabe leyéndolo hasta el abuelo de la casa y encuentre en él la misma intensidad que sus nietos.
-¿Qué le ocurre a usted con la historia? ¿Es de los que piensan que está llena de clichés apetecibles a la hora de desmontar?
-Creo que sí, que nos apresuramos demasiado a juzgar según qué personajes. Lo que sabíamos de un marino histórico como el capitán Blyth nos llegaba a través de tres películas, nadie conocía su verdadera versión de los hechos. Si miramos al zar Nicolás, observamos a un villano y no es algo tan simple de definir. No creo que en esta vida seamos sólo una cosa. Si sacamos a estos personajes de los contextos históricos en que se juzgan y los metemos en territorios más íntimos, nos dan otros rasgos de su personalidad. Es decir, si los alejamos de la parafernalia de la autoridad y los llevamos a sus habitaciones, a sus lugares pequeños, encontramos rasgos muy diferentes y no menos reales.
Sobre Nicolás II hay que decir que no lo ha tenido fácil. A través de él se juzgó quizá lo que representaba el zarismo en carne. ¿Cree que él ha pagado esa cuenta así con la posteridad?
Creo que sí. Él se encontraba en la cresta de un sistema totalmente corrupto. Puede que incluso desde arriba intentara arreglar las cosas, pero los personajes a los que se enfrentaba, toda la aristocracia, todos los nobles y el Gobierno que le rodeaba se encontraban absolutamente podridos.
Los casos del amigo Rasputín, la propia zarina. Una mujer dura.
Muy dura.
La cosa es poner el sistema en su sitio. Pero ¿es difícil?
No se trata de hacer un juicio sumarísimo al sistema y las circunstancias que rodean las novelas. Quien lo plantea así ha criticado El niño con el pijama de rayas. Dicen que no fui demasiado cruel al describirlo. En este caso, lo irónico es que quien pudo dar al traste con ello, la cabeza visible, el zar, fue demasiado débil, muy blando como para enderezar las cosas.
Lo que parece que no encaja con el presente es la psicología de ciertos personajes. Los protagonistas son demasiado zaristas. Esa falta de distancia ¿puede despistar al lector?
Bueno, esas personas, un soldado como Gueorgui realmente pensaba, creía de verdad, que el zar era una especie de encarnación divina, un expreso deseo de la voluntad de Dios, y no se planteaban otra cosa. Muchos bolcheviques no trataban de cargarse el sistema, simplemente pretendían cambiar a quien estuviera en el trono.
La figura del zar tiene que ver con una manera de concebir el poder, una encarnación que dura hasta hoy. Los rusos continúan con esa concepción casi absoluta, despótica, desde entonces hasta ahora, con Putin. ¿Por qué será?
Las cosas no cambiaron con la revolución. Continuó siendo una autocracia hasta la llegada de la glásnost con Gorbachov, en los ochenta. Incluso ahora. Nunca se ha cuestionado debidamente la autoridad del poder.
¿Qué le hizo fijarse en Anastasia?
El misterio. La leyenda. Seguro que fue asesinada y murió junto a su familia. No como cuentan algunos por ahí, pero era un personaje muy interesante para recrear muchas cosas, para la especulación. Muchas se han hecho pasar por ella, pero ¿y si de verdad anduviera por ahí sin querer que nadie se enterara? Es sugerente, muy sugerente.
El episodio de la ejecución de la familia real también tiene importancia en el libro. ¿Qué le atrae de eso? ¿Algo morboso?
No sé si eso es lo que me atrae más. Leí un libro a los 15 años en el que el episodio suponía un clímax total. Me impactó y me fascinó. Supongo que hay algo dramático y violento que me conmovió, vale la pena como historia en sí misma. Me dediqué a ello porque quise profundizar, saber más cosas.
De las teorías sobre Anastasia, ¿cuáles, entre las que ha manejado, son las más disparatadas?
Ninguna, porque no son relevantes. Sé más o menos quiénes son y qué han hecho en la vida. Pero Anastasia, como personaje, muere aquel día en la historia. Leí la vida de Anna Anderson, una de las personas que anunciaron ser Anastasia, pero no había nada que me sirviera de ayuda para lo que yo quería.
Y Gueorgui, ¿de dónde sale?
Necesitaba una voz madura, alguien mayor para una de las mitades de la novela. Debía hablar desde una postura calmada, serena. Más después del narrador que utilicé en Motín en el Bounty, joven, enérgico, contagioso, poco instruido y un tanto salvaje. Para esta historia debía definir otra distinta y me costó mucho hallar el tono en los primeros capítulos. Cuando lo encontré y supe quién era, su dignidad, su modestia, su amor y su honradez, seguí hacia delante. También debía mezclarla con la otra mitad y que no chirriaran. Lo que no quería era repetir las fórmulas anteriores.
Pero aquí también hay una voz joven.
Sí, pero equilibrada con la otra. Era un reto. Para mí ya resultaba muy fácil narrar una historia a través de un muchacho. Quería encontrar otro camino. Por eso también lo estructuré del final al principio hasta que ambas voces se encuentran en el tiempo. Era una cuestión creativa muy importante como prueba para mí, lo que más me ha costado en esta novela. Me he hecho mayor y más ambicioso.
He ahí el riesgo. ¿Ha querido dar dos lecturas a la historia a través de dos edades?
Bueno, ese riesgo existe también para los lectores. Los jóvenes que se acerquen a él se sentirán atraídos por lo que le ocurre a Gueorgui en su vejez y puede que disfruten de su lenguaje y su forma de ver la vida. Por otra parte, los más mayores quizá quieran divertirse con las aventuras del Gueorgui joven.
Ha escrito esta novela al natural. ¿Por qué?
San Petersburgo es un lugar apartado hasta de su pasado incluso. No te cuesta mucho llegar, pero es un sitio alejado en el tiempo real, en su propia dinámica. Es el lugar más bello que conozco. He escrito siete novelas, pero ésta ha sido la experiencia mejor. Sentarme en los lugares, tratar de reflejarlos en el momento, en el sitio exacto. Miraba alrededor y trataba de atrapar los fantasmas en el escenario real, en el palacio Yusupov, donde tiraron a Rasputín al río, en los puentes, las fuentes, los canales. Sentía que podía oler la presencia de la gente que describía. Estos lugares emanan una tragedia, no son como Buckingham Palace. Llevan una sombra muy dramática dentro. Me gustó tanto, que creo que en el futuro podría escribir otro libro sobre Rusia. No me ha pasado con ningún otro.
¿Qué cree que opinarán los rusos de su libro?
No lo sé. Me lo pregunté también con El niño con el pijama Lo que los alemanes y los judíos pensarían: ¿qué tiene que hacer un irlandés hablando del Holocausto?, seguramente se preguntaron muchos. ¿Cómo coger una historia de otros y convertirla en narrativa? Mientras tengas una idea y la lleves con tacto y cuidado, creo que todo es legítimo y se puede aceptar.
¿Escribe para todos los públicos a conciencia?
No es algo premeditado, pero siento que mis libros deben ser leídos por todo el mundo, sin pensar en edades. Pienso en los autores que siempre me han fascinado, de Dickens a Stevenson, y lógicamente pretendo emularlos. La gente de mi generación no escribe historias. Creen que esa palabra, historia, es un taco, una ofensa, algo sucio. No lo tienen en cuenta, y para mí, además de un lenguaje bonito y acertado, la historia es lo que debe primar.
¿En todos los niveles?
Absolutamente en todos. Hay muchas familias que han discutido El niño con el pijama de rayas con la visión que dan tres generaciones en una casa. Para mí, Bruno es equiparable al Jim Hawkins de La isla del tesoro. Podía hablar con mis padres sobre él. Hay libros que además puedes volver a ellos en cualquier edad y encontrar grandes cosas. Ahora he hecho un club con mis sobrinos. Cada uno de nosotros elige un libro y los demás deben leerlo. Después lo discutimos. Yo elijo los que creo que deben estar en las estanterías de clásicos, como Oliver Twist, o hemos leído lo más reciente de Mark Haddon, Un pequeño incidente. Cosas así. Incluso me han obligado a meterme en Crepúsculo; pues muy bien, lo leí, nos divertimos.
Es crucial pensar en el lector.
Yo jamás incluiré en mis novelas elementos que puedan excluir a un posible lector. Está bien que existan libros sórdidos o historias de drogas, alcoholismo y perdición. Está muy bien. Yo leo esos libros, pero como escritor no me interesan.
¿Qué le interesa?
Cosas anticuadas. Reconozco que lo soy en mis gustos y en mi escritura. Pero es que estas cosas son las que han durado siglos. No es malo ni me avergüenzo.
Bueno, sobran los malditos, alguien tiene que hacer el trabajo bonito, ¿no cree?
Ya, pero es que para mucha gente de mi generación eso no se acepta.
No tanto. Por ejemplo, sus amigos, ¿le leen?
Bueno, mis amigos, sí. No tengo que excusarme por ello. Hay cada vez más escritores como yo. Españoles de mi generación, como Carlos Ruiz Zafón, sólo escriben pensando en la historia. Somos muchos aquellos que amamos las novelas decimonónicas. Ya hay demasiados adoradores de lo que se ha hecho en el XX y en el XXI, también necesitamos escritores que cuenten historias como se hacía en otros tiempos. De hecho, en el XIX se construyó un canon que sigue vigente. Un canon en el que lo que importa es lo que les ocurre a los personajes.
Muchos están volviendo a beber en ese canon, conscientemente, y tratando de adaptar las reglas a nuestro tiempo. ¿Hemos perdido caminos y volvemos a las fuentes originales? ¿Estamos en crisis creativa?
Creo que hay muchos escritores que se frustran con lo que leen actualmente. Me acerco a muchas primeras novelas, pero observo que los escritores jóvenes no entienden lo que es formalmente un relato, sus estructuras y sus complejidades. Se pierden en cosas triviales. Eso no es la novela. Eso es insultante para una novela. Me gusta, al empezar, buscar la forma, resolver el puzzle. Cuando estás metido en el fondo, cuando estás perdido, lejos del final para dejarlo y lejos del principio para volver a empezar y comprender cómo vas a resolverlo todo. Cuando estás metido de lleno en el trabajo, 24 horas, sin descansar ni pensar en otra cosa. Cuando tratas de comprender cómo reaccionan los personajes. Yo no quiero saber qué les va a ocurrir, me gusta descubrirlo mientras avanzo, ver cómo crece ese mundo delante de tus narices, cuando la novela te va diciendo de qué va, hacia dónde va.
¿Eso es lo más puro en la literatura? ¿Dejarse llevar? ¿Dejar que te guíe la acción, las motivaciones de quienes andan dentro?
Sí, claro, y luego descubrirlos, reconducirlos un poco. Arreglarlo. Inventar es agotador. Limar, editar, es lo que te hace consciente de que puedes arreglar algo en dos o tres versiones.
Aun así, ¿no salva a nadie entre sus contemporáneos anglosajones? ¿No será también que esa trivialidad viene dada por las demandas editoriales?
Las editoriales buscan el impacto rápido, el éxito inmediato, y no las carreras lentas, a largo plazo. De eso son responsables. Hoy sería muy difícil dejar desarrollarse a un Ian McEwan, alguien a quien hay que dar su tiempo para que logre la grandeza total. Lo digo porque conozco a muchos escritores de mi generación que se han rendido por eso, que sus novelas no han resultado éxitos y no encuentran editor. La ambición literaria no se premia. Es una pena. Los escritores que me interesan son aquellos en los que se nota la ambición por perdurar. No quiero parecer pretencioso, pero debemos escribir con esa intención. De todas formas, sí hay escritores de mi generación o más mayores que admiro en mi lengua, desde el mismo McEwan o Ishiguro, por supuesto a Jonathan Coe, Colum McCann o David Mitchell, otro de esos escritores completamente centrados en las historias que cuentan.
En su caso, ¿qué fue crucial, la suerte o la cabezonería?
No tuve suerte. Me costó mucho llegar hasta aquí. Antes de El niño con el pijama de rayas había escrito cuatro novelas que no vendieron suficiente y no habrían podido sostener una carrera. La vida que llevo hoy no tiene nada que ver con mis primeros años, muy difíciles, muy estresantes, siempre arruinado, convencido de que mi escritura no interesaba a nadie.
¿Llegó a agobiarse por el fracaso?
Lo sentía profundamente, creía que estaba fracasando realmente. No tenía ninguna fortuna, trabajaba todos los días, a lo bestia, en la librería y en mis obras. Pero decidí dejar mi puesto de vendedor porque no me permitía afrontar a tope la literatura. Un día dije que me iba. Me bajé al pub con mis compañeros y les oía quejarse de su trabajo, de lo infelices que les hacía. Me vi ahí en medio, yo era su jefe, atrapado, y decidí dejar las llaves de la tienda sobre la mesa. Me largué a dedicarme por entero a esto. En cuatro días desaparecí de Dublín con la idea de que si mi carrera literaria iba a salir bien, necesitaba dedicarme exclusivamente a ello. A los 18 meses apareció ese libro y todo cambió. Mi éxito se lo debo a haberme negado a aceptar lo que las editoriales me tenían reservado. Un no que se iba a producir en cualquier momento. La clave fue demostrarles a las claras que no estaba acabado. Es lo mejor que he hecho en mi vida.
Debió de temblar entonces. ¿Sintió caer en el vacío?
No hacía más que llorar y pensar: ¡qué he hecho! Pero al segundo día me fui a Wexford, el lugar donde pasaba los veranos de mi infancia, y me puse a trabajar. La enseñanza fue definitiva. Si tienes una historia en la cabeza, déjalo todo y escríbela. Primero hice Next of kin, y mientras editábamos eso escribí El niño Antes de que saliera ya sabíamos el interés que había suscitado, y mi agente y yo nos olimos que podía funcionar, que cambiaría mi suerte.
El que resiste, gana.
Efectivamente.
¿Hoy es el día en que usted no se arrepiente de su libro, como esos escritores pretenciosos que intentan hacernos creer que les molesta el éxito? Usted es normal, ¿no?
No podría arrepentirme. Estoy muy orgulloso de mi libro. Me pregunto qué clase de persona despreciaría la experiencia que yo he tenido con los lectores de mi obra. Lo que espero es que el público sea comprensivo conmigo y me deje probar otros caminos.
DEL HOLOCAUSTO A LA REVOLUCIÓN RUSA
John Boyne
era un librero atento en el Dublín de los años noventa. Su pasión por la literatura se había forjado en el Trinity College de la capital irlandesa. Empezó a escribir muy joven, pero el éxito no le llegaba y decidió dejarlo todo por un libro. Así es como inventó El niño con el pijama de rayas, un cuento que se convirtió en un éxito universal. (En la imagen, hace un año con Asa Butterfeild, el niño que protagonizó la película basada en este libro). Antes había publicado cuatro obras que no han sido traducidas al español: The thief of time, The congress of rough riders, Crippen, Next of kin.
Su quinta obra le proporcionó el Irish Book Award y el British Book Award, además de durar en las listas de los más vendidos todo un año. Después abordó una leyenda como la del Bounty desde otra perspectiva y ahora publica La casa del propósito especial, con la Rusia de los zares de fondo.

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