Los Pinos Azules/Federico Reyes Heroles
Reforma, 16 febrero 2010;
Dignidad o capricho. Principios o protagonismo. Frío cálculo o desplante. La renuncia de Gómez Mont a su militancia partidista ha generado debate. Me inclino por la primera posición y expongo mi alegato.
Una de las críticas más comunes al antiguo régimen se centraba en el hecho de que sus miembros eran capaces de tragarse un pantano de porquería con tal de conservar la chamba. Principios, convicciones caían en el olvido por mantenerse en la nómina. Renunciar al partido gobernante estando en el gabinete era un acto suicida. Más aún si se trataba de alguien mencionado para la sucesión presidencial. Los opositores se burlaban de esa obsecuencia con el jefe que podía llevar a niveles de sumisión -por no decir de ignominia- aberrantes. Si los vientos de Los Pinos cambiaban, los malabarismos verbales aparecían. Un servidor público nunca se confrontaba con la línea del Presidente y si lo hacía era la muerte. Esa sumisión exhibía un presidencialismo sin límites que llevaba a la farsa, a la indignidad, al oprobio. Que alguien se atreviera a tener una posición propia equivalía a la muerte política, como la civil del XIX.
Del antiguo régimen se criticaba la indefinición de los colaboradores presidenciales frente a los temas nacionales. Nunca arriesgaban una posición que no fuera producto de las consideraciones de la casa presidencial. Todos se mimetizaban, desaparecían su expediente personal con tal de no contradecir al JEFE. No podían tener una convicción propia que no embonara a la perfección con el discurso oficial elaborado en la cúspide del politburó. Era uno de los signos distintivos del autoritarismo, del régimen de un solo hombre. En la orquesta del autoritarismo nadie desentonaba, la tripulación obedecía todas las órdenes aunque la embarcación fuera a encallar sin remedio. El silencio era señal de obediencia, la voz propia no podía emitir un solo sonido porque éste era equivalente a la irreverencia y ésta era signo de traición que merecía el patíbulo político.
Gómez Mont había manifestado públicamente desde hace meses su desacuerdo con las alianzas. Opciones, lo hizo por convicción partidaria o por los deberes de su trabajo o por las dos. Nadie desconocía su posición, cosa rara, contraria a la del presidente de su partido y, por deducción, a la del presidente Calderón. Porque resulta que, como en la mejor época priista, hay la sospecha de que la jefatura partidaria sigue los dictados de Los Pinos Azules, basta ver las designaciones al frente del PAN, primero un miembro del gabinete, después un ex secretario particular, vamos, ni las formas se cumplieron, digamos un gobernador, un senador, alguien con carrera, experiencia propias, con distancia de Los Pinos Azules. Como anécdota allí está el camino inverso, de la presidencia del PAN a la secretaría particular. Tampoco se puede cuestionar la cepa panista de Gómez Mont, sus orígenes familiares, sus desempeños previos a su actual gestión. Se suponía además que la doctrina panista, a diferencia del priismo, no se reformula sexenio tras sexenio ¿o sí?
Pero también está ahí su misión como secretario de Estado, encargado de la delicada promoción de reformas de índole nacional que fomenten una convivencia política más armónica, recordemos el caótico y riesgoso parto sexenal. Pero hay otras reformas en curso para procurar mayor crecimiento, mayor justicia fiscal, mayor recaudación, salud financiera, mayor productividad. Reformas de las cuales depende la prosperidad de decenas de millones de mexicanos. Él (y suponemos que el Presidente) debe subsumir otras inquietudes menores y vanidades partidarias a un propósito mayor: se llama la República. Sabía el Presidente el orden jerárquico de su secretario, por supuesto. Sabía de los ímpetus de Nava, por supuesto. De quién es la decisión.
La renuncia de Fernando Gómez Mont a su militancia partidaria no es un asunto menor. Si queremos ampliar los márgenes de tolerancia, si de verdad queremos alejarnos del presidencialismo vertical, si se quiere fomentar la diversidad de criterios y posiciones, no debería llamar la atención que Gómez Mont opte por defender su encargo nacional. Si con estas cuitas se arma un escándalo, imaginemos el régimen parlamentario o semiparlamentario que algunos promueven. Es una cuestión de prioridades y de quién las define. Calderón gobierna a México o quiere conquistar Durango, Oaxaca, Hidalgo, etcétera. Por cierto, en ninguna de las entidades la suma aritmética de votos de la oposición da una victoria, así que más que un cálculo es una apuesta, un latido, una corazonada, un capricho.
Pero, claro, lo más fácil es reproducir la cultura autoritaria: desobediente, malcriado, irreverente, ¡qué falta de disciplina! Pero ¿no era esa disciplina la que nos estaba fastidiando la libertad? No es anécdota. Queremos hombres de Estado o robots presidencialistas. Queremos alfiles o peones. Gómez Mont es hoy un servidor mucho más sólido. Habemus secretario.
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