17 abr 2010

Los Siete Magníficos

El Espectador de Bogota, 3 de abril de 2005
Comenzó la batalla por la sucesión
Pulso de poder en el lecho/Gordon Thomas *
El final de Juan Pablo II estuvo reducido a esto: una habitación de 6 x 7 metros con un tapete de color pastel, un pie de cama que había traído de su Polonia natal hace muchos años y unos muebles que no serían admitidos, ni siquiera, en un hotel de tres estrellas.
La ventana más cercana a su cama fue herméticamente cerrada frente a los ojos de billones de católicos que oraban por su alma y de los curiosos lentes de las cámaras de los medios de comunicación de todo el mundo, que se apostaron a la entrada de la Santa Sede.
Pero ni siquiera el más poderoso micrófono hubiera podido recoger la lucha de poder que comenzó alrededor del lecho de enfermo del Papa. Los “Siete Magníficos”, como son conocidos en el Vaticano, se turnaron para estar en la cabecera papal y asegurarle que podía morir con la seguridad de que sus deseos, de ver el regreso del conservatismo religioso a la Iglesia, se cumplirían.
Cada uno, a su manera, le dijo que estaba rezando para disminuir las profundas divergencias de la Iglesia, las convicciones liberales y la fuerza de cambio que habían dejado a la institución seriamente dividida.
A cada Cardenal se le permitió permanecer solamente unos pocos minutos al lado de la cama. La costumbre del médico personal del Pontífice, el doctor Renato Buzzonetti, no toleró cambios. Ningún prelado se atrevió a pedirle momentos de más para susurrarle otras cosas al oído de Juan Pablo II.
Mientras tanto afuera, para la multitud que esperaba en la Plaza de San Pedro, sólo existía un nombre conocido. El de Joseph Ratzinger, guardián de la ortodoxia católica y mano derecha de Wojtyla. Los dos pusieron una puerta de hierro en la mente de todos aquellos que trataron de desviarse de la doctrina católica y de los estándares del comportamiento. Ratzinger fue el último en entrar a la habitación.
El primero fue el secretario de Estado, el cardenal Ángelo Sodano, quien siempre fue distante en el trato, pero que poco a poco se convirtió en uno de los más fieles sirvientes del Papa. Sodano era el equivalente al Ministro de Relaciones Exteriores, quien tenía la misión de hablar con los presidentes y primeros ministros de varios países y explicarles la visión papal en temas sensibles. Él también creía que podría servir mejor a la Iglesia si era elegido como el sucesor de Juan Pablo II en el trono de San Pedro. Estaba inquieto. Iba y venía, mientras alrededor del lecho papal la maquinaria de la Iglesia trabajaba constantemente para activar las medidas necesarias ya así mantener la muerte del Papa aislada.
Solamente una pantalla importaba: la del monitor que exhibía las señales de su corazón. El aparato mostraba que poco a poco Juan Pablo II se iba debilitando más y más y su fuerza quedaba reducida a apenas una débil señal de vida. El equipo de respiración artificial también estaba mostrando lo mismo. Los sensores que tenía pegados a su pecho y los líquidos que corrían por los tubos y agujas que tenía en cada brazo, corrían cada vez con más lentitud.
Para ambos, Ratzinger y Sodano, siempre hubo un escollo hacia el papado. Detrás de tanta cortesía externa existía una aversión mutua. A Sodano no le gustaban las maneras bruscas del cardenal bávaro. Y Ratzinger habría dicho en reiteradas oportunidades que Sodano teológicamente “se raja”.
Después de que Sodano se marchó de la habitación, su delegado, el arzobispo Leonardo Sandri, se coló en el dormitorio. Él es un sacerdote que durante mucho tiempo manejó las sutilezas del poder papal. Llegó en el momento justo, cuando podía unirse a la lectura de los 14 pasos del Vía Crucis, que el Papa pidió que le leyeran. Si Ratzinger es el “portero” del Vaticano, Sandri ha sido descrito por sus colegas como “el vigilante nocturno del lugar”.
En los corredores del poder en el Vaticano se susurra que Sandri votaría por Ratzinger para que fuera el próximo Papa. Otros menos amables dicen que lo hará, pero porque quiere quedarse con el cargo de Sodano.
Después de que Juan Pablo II escuchó el recital de la Tercera Hora de la liturgia, el cardenal Camillo Ruini llegó hasta su cama. El cura italiano, de 74 años, se ganó a pulso su rol de hombre de paz dentro de los dispares grupos del Colegio Cardenalicio. Él, después de renunciar a la esperanza de convertirse en Pontífice, se dio cuenta de que podía asumir el mismo rol que el cardenal Franz Koenig jugó en la sorprendente elección de Juan Pablo como Pontífice. No sería Papa, pero podría influir en la decisión.
Hay rumores de que, cuando el tiempo llegue en el próximo Cónclave, Ruini podría formar una alianza con Sandri, el cardenal de 62 años. En los últimos diez años, la suave voz de Sandri ha subido de tono rápidamente en la Curia bajo la tutela de Ruini.
El arzobispo Giovanni Lajolo precedió a Ratzinger, su aliado de mucho tiempo, en el cuarto papal. Lajolo no es visto como papable, pero sí es reconocido como el estratega de Juan Pablo II en la Curia. Él fue quien la rediseñó y quien en últimas ejercería la influencia más grande sobre todos. Éstos, entonces, fueron los hombres del genuino poder durante la agonía del Papa. A ellos específicamente fue los que pidió ver el Pontífice
“No vinieron juntos, pero sí llegaron en varios momentos”, dijo el vocero del Vaticano, Joaquín Navarro-Valls. Detrás de sus palabras hay, sin duda, un rico significado: el comienzo de la lucha por el poder, que se intensificará en los próximos días.
A las puertas del cielo
A medida que se aproximaba su fin, sus doctores se retiraron brevemente de la cama mientras el confesor del Vaticano administraba los santos óleos al Pontífice. El cura tomó de su ropa un delgado recipiente que contenía aceite santo, le quitó la tapa y lo presionó contra su dedo pulgar. Luego puso su dedo sobre la frente del Papa, mientras murmuraba algunas oraciones. Un número no precisado de católicos han experimentado el mismo final para la absolución de sus pecados.
“Tiempo atrás el Santo Padre reconoció que no había que temerle a la muerte. Que más allá había vida. Él a menudo me decía que cuando el tiempo llegara, él moriría en paz”, me comentó Emery Kabongo, el primer cura negro en servir como secretario personal del Papa. Entonces como ahora, en esos momentos finales, Juan Pablo II estuvo totalmente calmado y en paz.
Después de la administración del sacramento, el equipo médico reasumió sus posiciones. Dos doctores, especialistas en resucitación, permanecieron cerca del carro que tenía el equipo de choque. Las medicinas que estaban ahí habían ayudado, la noche anterior, a aliviar la dolencia cardíaca que había marcado el principio del final de Juan Pablo II.
Dos especialistas en cuidados intensivos permanecieron al otro lado de la cama chequeando los monitores. Las señales parecían más lentas y débiles después del ataque cardíaco. De cuando en cuando, otro de los doctores se arrodillaba cerca del Pontífice para escuchar los sonidos de la menguante vida que llenaban su estetoscopio.
Entre tanto, el equipo médico había sostenido susurrantes conversaciones al otro lado de la cama. Las enfermeras, como los doctores, vestidos y enmascarados —para reducir el riesgo de infecciones—, esperaron la siguiente orden. De los bolsillos de sus batas sacaron rosarios para rezar.
Las miradas se concentraron entonces en el ayudante más viejo del Papa, el aparentemente infatigable y ciertamente el más poderoso hombre del Vaticano, el cardenal Stanislaw Dziwisz, principal secretario privado del Pontífice.
Su mirada destellante podría ser sólo vista a través de su máscara de cirugía. Cuando los labios de Juan Pablo II apenas se movieron, fue Dziwisz quien se arrodilló a su lado, e intentó descifrar lo que el Papa estaba tratando de decir.
Fue Dziwisz quien firmó los comunicados sobre el estado del Papa, que fueron enviados a todos los medios del mundo. En ellos el secretario privado aceptaba que la salud del Papa, que por tanto tiempo evitó comentar, inevitablemente declinaba. Sin embargo, los medios no quedaron satisfechos y los rumores sobre su muerte se hicieron cada vez más intensos en la prensa italiana.
Una vez que los doctores dijeron que la muerte se estaba aproximando, Stanislaw Dziwisz se mantuvo en la habitación del Papa, asumiendo que sería él quien daría la aprobación de apagar las máquinas cuando el tiempo hubiera llegado. Cuando las maravillas de la ciencia médica se agotaron, comenzó el otro ritual. Esa fue la forma en que el Vaticano preparó a Juan Pablo II para el mundo más allá de su dormitorio.
Una de las paredes estaba adornada con un impactante retrato de La Madonna, que fue puesto sobre el reclinatorio del Papa. Se lo habían regalado cuando se convirtió en sacerdote y él, a su vez, se lo heredó a Stanislaw Dziwisz.
Así como cuando murieron sus predecesores, la frente de Juan Pablo II sería golpeada, como es tradicional, con un pequeño martillo de plata. Tres veces antes de cada golpe, una pregunta será hecha en voz alta: “¿Juan Pablo II murió de acuerdo con los ritos de la Santa Iglesia Romana, Católica y Apostólica?”.
El obispo de Irlanda, John Magee, quien como secretario papal fue testigo del ritual del Papa Pablo VI y de su sucesor por corto tiempo, Juan Pablo I, alguna vez me dijo que encontraba ese ritual “profundamente conmovedor”.
Con la muerte formalmente establecida de acuerdo con los rituales de la Iglesia, las cortinas de la habitación se cerrarían, señalando el fin del primer Papa no italiano en 455 años.
¿Sería Juan Pablo II embalsamado para trasladarlo a la Basílica de San Pedro? Si así fuera decidido, ¿quién haría esa tarea? Sería Zega, la más grande funeraria de Roma, que ha hecho este ritual antes? O, ¿será una firma menos conocida? Más cierto es que la Casa de Gammerelli, la tienda de la ropa papal por más de dos siglos, vestiría a Juan Pablo II para su funeral.
Luego, vendrá el Cónclave para elegir a su sucesor. Pero para eso, el austero cardenal-secretario aseguró: “Mañana será otro día”.
* Thomas ha escrito más de cuarenta libros. Entre otros el best-seller “Pontífice” y “La conspiración de Jesús”.
***
Posted on Mon, Apr. 04, 2005

Los 'Siete Magníficos' por la sucesión papal
Agence France Presse
BOGOTA
Un grupo de altos prelados, conocidos en el Vaticano como ''los Siete Magníficos'', comenzó la carrera por la sucesión de Juan Pablo II desde el mismo lecho del Pontífice enfermo, aseguró ayer en un periódico colombiano el escritor irlandés Gordon Thomas, autor de best sellers sobre intrigas en la curia romana como Pontífice y La Conspiración de Jesús.
''Los Siete Magníficos ... se turnaron para estar en la cabecera papal y asegurarle que podía morir con la seguridad de que sus deseos, de ver el regreso del conservadurismo religioso a la Iglesia se cumplirán'', sostuvo Thomas en un artículo exclusivo en la edición de El Espectador de ayer.
Thomas cita fuentes del Vaticano, entre ellas al portavoz papal Joaquín Navarro Valls, quien reconoció que los prelados mencionados por el escritor visitaron al Papa en las horas previas a su muerte.
Según el relato, ``a cada cardenal se le permitió permanecer solamente unos pocos minutos al lado de la cama. La costumbre del médico personal del Pontífice, el doctor Renato Buzzonetti, no toleró cambios. Ningún prelado se atrevió a pedirle momentos de más para susurrarle otras cosas al oído de Juan Pablo II''.
Los cardenales mencionados por Thomas son el alemán, Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el secretario de Estado del Vaticano, Angelo Sodano, y el vicario de Roma, Camilo Ruini.
Junto a ellos, Thomas mencionó como miembros de los ''Siete Magníficos'' al arzobispo argentino Leonardo Sandri, al secretario privado del Papa, Stanislaw Dziwisz, y al arzobispo Guiovanni Lajolo, secretario para las Relaciones con los Estados.
Thomas entregó además detalles de las últimas horas de Juan Pablo II y aseguró que el Papa tenía junto a su lecho ''un impactante retrato de La Madonna'' que le habían regalado cuando se convirtió en sacerdote y un pie de cama que había traído de Polonia.
''Una vez que los doctores dijeron que la muerte se estaba aproximando, Stanislaw Dziwisz se mantuvo en la habitación del Papa, asumiendo que sería él quien daría la aprobación de apagar las máquinas cuando el tiempo hubiera llegado. Cuando las maravillas de la ciencia médica se agotaron, comenzó el otro ritual. Esa fue la forma en que el Vaticano preparó a Juan Pablo II para el mundo más allá de su dormitorio'', concluyó.
Código: ZS05040404

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