16 abr 2011

Los maestros impuros

Los maestros impuros/Vicente Molina Foix, escritor
Publicado en EL PAÍS, 15/04/11):
Ningún otro país del mundo ha dado en el siglo XX tantos maestros como Francia. Maestros que no siempre impartían lecciones ni sentaban cátedra, pero cuya enseñanza marcó tendencias, ismos, movimientos de cambio y ruptura, dejando -al menos durante las seis décadas que van desde 1920 a 1980- una profunda huella en sucesivas generaciones, dentro y a veces con más vigor fuera de Francia. Esta es mi lista incompleta aunque objetiva: Bergson, Breton, Dumézil, Lucien Febvre y Fernand Braudel, Bachelard, Camus, Simone Weil, Bataille, Raymond Aron, Lévi-Strauss, Sartre, André Bazin, Malraux, Althusser, Deleuze, Lacan, Ricoeur, Barthes, a la que podrían añadirse, siempre de modo no-exhaustivo, escritores de creación que ejercieron un influjo en algunos casos aún vigente: Valéry, Artaud, Gide, Proust, Genet, Beauvoir, Ionesco, Robbe Grillet.
, Derrida, Julia Kristeva, Foucault, Baudrillard
Han salido recientemente dos interesantes libros que, lejos de ocuparse en el estudio erudito o la biografía pormenorizada de dos de esos notables maîtres-à-penser de la cultura francesa, ofrecen el testimonio del alumno, del oyente, del amigo que aprendió a vivir en la intimidad de su respectiva figura magistral. El de Tahar Ben Jelloun, Jean Genet, menteur sublime (Jean Genet, mentiroso sublime, editado por Gallimard), coincide con la oleada de publicaciones que han celebrado en el 2010 el centenario del nacimiento, y el próximo abril señalarán el 25º aniversario de la muerte del autor de Las criadas. En 1974, cuando el marroquí tenía 30 años y empezaba su carrera de novelista, recibió una mañana del mes de mayo una llamada telefónica en la que Jean Genet, a quien nunca había visto antes pero sí leído con admiración, le proponía comer juntos. Ese almuerzo fue el inicio de una intermitente relación amistosa en la que el consagrado escritor francés, tomando desde muy pronto confianza con su joven colega, se manifestaba ante este sin miramientos, en toda la gama de sus caprichos y sus rudezas, su modestia y su desprendimiento material, sus trampas, sus maximalismos políticos, sus juicios sumarios sobre otros escritores, incluyendo en su displicencia a quienes, como Cocteau, Sartre o Juan Goytisolo, le habían ayudado estando en la cárcel, le exaltaron hasta la santificación o le admiraron y acompañaron.
A lo largo de 12 años, Ben Jelloun visita y escucha a Genet en los humildes hoteles de paso donde casi siempre vivió, colabora con él (a menudo como aliado en la defensa del pueblo palestino, objetivo real de aquella primera llamada de 1974), le lee con gran apego y aprecio pero sin reverencia, advirtiendo sus incongruencias y sus falacias. Polemiza con él en privado, aun condenando el linchamiento público que Genet sufrió por el artículo exculpatorio de la banda Baader-Meinhof publicado en Le Monde en 1977, y, como heterosexual, se escandaliza de saber a su amigo mayor tan anti-gay, tan ajeno a la suerte de los homosexuales perseguidos en Cuba, en la Unión Soviética, en Irán, como si la manera agreste y pasional en la que Genet practicó su homosexualidad desde la adolescencia fuera un modo de salvación individual que no toleraba a su lado capillas ni facciones. Defensor militante de los Panteras Negras y de los refugiados palestinos (a quienes no se priva de describir en una belleza física que le atrae tanto como su valor en la lucha), Genet se permitía sin embargo desacreditar la figura de Foucault o acusar absurdamente a Gide de haber viajado al norte de África solo con la intención de acostarse con los muchachos locales, “a los que pagaba mal”. Ben Jelloun acaba su libro relatando los sueños filiales que tuvo con Genet tras su muerte; veía al escritor, al igual que a su propio padre también fallecido, como un hombre irónico y colérico, cuya última transparencia, la razón que su espíritu tornadizo nunca traicionó, fue la tragedia de los palestinos, motivo de la póstuma y gran obra maestra genetiana, Un cautivo amoroso.
Michel Foucault es el retratado de cerca por el novelista Mathieu Lindon en su fascinante Ce qu’aimer veut dire (Lo que amar quiere decir, P. O. L.). En el arranque, Lindon afirma haber tenido gracias al filósofo una vida mejor. Una vida mejor es el mejor don que un maestro le puede hacer a un discípulo, y en la intensa amistad que un grupo de incipientes escritores tuvo en los años setenta con Foucault se manifiesta el cauce peculiar de esas relaciones de aprendizaje por proximidad: el maestro irradia orgánicamente, sin didáctica, sus saberes, a la vez que se iguala en la complicidad, en la farra, en la escucha del cercano aprendiz. Cuando le conoció, Lindon, con la sinceridad frontal tan notable en el libro, reconoce que Foucault solo era para él “un hombre con un magnífico piso”, en referencia al apartamento de la Rue de Vaugirard que aquel ocupaba junto a su amante Daniel, dejándolo abierto, con una generosidad inaudita, a sus nuevos amigos. “Yo tenía 23 años y él me educó”, dice Lindon.
Pese a su alta posición académica y su vasta obra, a Foucault le envolvía entonces un aura maligna. En cierta ocasión, el joven Mathieu reencuentra a una muchacha con la que había tenido un pequeño affaire, y esta le confiesa que su novio actual, al saber de esos pasados amoríos, le reprochó haber estado con un tipo “marica, drogadicto y amigo de Michel Foucault”. Cuando la frase llegó a sus oídos, el autor de Las palabras y las cosas dijo sentirse halagado de que alguien le considerase por sí solo un vicio tan establecido como la droga o la homosexualidad. A la inversa que Genet, Foucault revela en privado un espíritu humorístico, locuaz y confiado, proclive a la promiscuidad sexual y las largas noches con abundante presencia del LSD, el alcohol y las películas de los hermanos Marx, aún más dislocadas de lo normal vistas en vídeo bajo el efecto del ácido. Raramente se discutía el formidable corpus ensayístico que Foucault, con un empleo del tiempo envidiable, iba produciendo entre orgía y orgía.
En 1984, cuando Mathieu Lindon no ha cumplido los 30 y ha publicado (bajo seudónimo) su primer libro, muere a los 57 años Foucault, víctima del sida. La última parte de Ce qu’aimer veut dire es un original y bellísimo elogio fúnebre a los ausentes, que incluye al novelista Hervé Guibert, amigo íntimo y miembro también del grupo de la Rue Vaugirard, y a sus dos padres, el simbólico Foucault y el natural Jérôme Lindon, creador del sello literario Minuit, amigo y albacea de Samuel Beckett y uno de los grandes editores del siglo XX. Estableciendo una ocurrente comparación con la criada de Proust, Céleste Albaret, Mathieu se considera a sí mismo “el chico de la casa” de Foucault, tan entregado y servicial como Céleste, aunque más destrozón, y, al igual que ella, responsable de un libro que quiere rendir homenaje al señorito. “Haberle conocido era todo lo que me quedaba de Michel”, escribe Lindon, satisfecho de leer lo que la prensa mundial publicó sobre su amigo íntimo: “Me ayuda que otros le conozcan, aun nacidos después de su muerte, y sin tener con él más intimidad que su lectura feliz (…) ellos no lo saben, pero son mis hermanos imaginarios”.
Lindon asume como parte de su filiación foucaultiana la infidelidad amatoria del maestro, un asiduo de los bares de ambiente sadomasoquista, sobre todo cuando enseñaba en Norteamérica, donde su prominente cráneo calvo y su uniforme de cuero llamaban menos la atención que en París. Inclinado en su propia vida de pareja a mantenerse fiel, Lindon no puede borrar de su conciencia el legado impuro de su amigo Michel: “La posibilidad de crear relaciones inimaginables y acumularlas sin que la simultaneidad sea un problema”.

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