Publicado en ABC | 1 de octubre de 2012;
En su trepidante novela Lituma e nlos Andes Mario Vargas Llosa refiere la trágica suerte corrida, a manos de Sendero Luminoso, por varios europeos, despreocupados paseantes por los Andes. En un caso, dos francesitos jóvenes, en busca de la más excitante aventura de su vida, viajan en desconchiflados autocares por carreteras de barrancos espeluznantes, rodeados de gallinas y chanchos, de campesinos calzados con ojotas.
Todo precioso: para contarlo en París, mostrar las fotos, alardear para los restos de un halo original y atrevido. Su peripecia —a todas luces sacada por el autor de la prensa de la época— termina peor que mal: apedreados hasta morir por los terrucos de Sendero. Más grave aún, si cabe, es el caso de la naturalista-ecologista-botánica de confuso origen europeo, pero afincada ya muchos años en el Perú, y sobre el cual había escrito numerosas obras sin enterarse de nada, de nada de lo fundamental: por su tozudez buenista hace perecer con ella a varios funcionarios peruanos cansados de advertirle cómo los estaba metiendo inermes y de puros cojudos en la boca del lobo. Momentos antes de enfrentarse a la lapidación, la irreducible gringa loca —aquí dirían guiri— no comprende lo que sucede, si ella ha decidido hacer la excursión sin escolta militar, si ella no está con el Gobierno, si ha escrito muchos y buenos libros para difundir sus estudios sobre plantas, paisajes, tesoros humanos… Si ella está con el pueblo, ¿por qué la matan?¿Por qué la odian? ¿Por qué no valoran la entrega de su vida al amor por el Perú y a proyectos para ayudar a los serranos? Desde la cruda objetividad del narrador o de nuestros ojos espectadores sabemos la respuesta: simplemente porque es ella. Y no es una de los suyos. Ni siquiera hay que acudir a la explicación pseudorracional del mesianismo maoísta, mezclado con el mito de Inkarri —vengativo restaurador del Tahuantinsuyo— por Abimael Guzmán y otros descerebrados; o a la utilización del terror como arma para desanimar y paralizar al adversario. Simplemente por ser ella.
Podríamos añadir una larga lista de casos similares en distintas latitudes, circunstancias y tiempos, desde algunos —por fortuna incruentos, aunque del todo baldíos—, como esos párrocos ilusos que piensan resolver la confrontación con el islam desarmando a las imágenes de Santiago Matamoros (v. g. en Nieva de Cameros, ver ABC, 03.08.08), o, si el cura es progre-progre, escondiendo al santo tras mil lienzos en la sacristía, hasta otros menos chuscos y más tristes, como aquella desgraciada actriz teatral italiana, con más sentimientos que ideas, quien, vestida de novia, en autostop y sola, se lanzó a las carreteras para detener la guerra de Irak, la de los Balcanes, todas las guerras. Naturalmente —y lo decimos con amargura— su ingenuo impulso terminó en una cuneta de Macedonia, violada y asesinada. También ella creía que la mera bondad de su causa sería parte suficiente para conjurar y derrotar a las fuerzas del Mal, y es ocioso extenderse comentando la inutilidad de las buenas intenciones si no van acompañadas de medios contundentes de convicción y/o coacción, la complejidad y duración de los procesos de cambio histórico y social, el componente de fe religiosa —personalísima— mal encauzada que late en todas estas acciones. Con proclamar su verdad, el mundo entero caerá de hinojos, comprenderá su error y mimará a las ballenas, mandará los tanques al chatarrero y confraternizará tiernamente y sin titubeos con los aborígenes de las antípodas, aunque no entiendan una palabra de su charla ni vayan a verlos jamás.
Han asesinado al embajador americano en Libia y —como es natural— nada podemos, ni debemos, opinar sobre sus motivaciones últimas, pues las desconocemos, al tiempo que respetamos el sacrificio de su existencia. Pero en términos generales, sí se debe recordar que fue uno de los impulsores de la supuesta Primavera Árabe y que su condición de arabista —en alguna medida lo era— pudo influir en su modo de entender las cosas. Porque eso que, de manera un tanto sumaria, denominamos «deformación profesional», en este caso un exacerbado sentido de identificación con el Buen Salvaje, o El Otro, induce a numerosos arabistas a verse como una prolongación del objeto de su estudio (en otras especializaciones con el suyo), redactando magníficos tratados y estudios sobre matices y aspectos de detalle en su materia de trabajo, pero tercos y ciegos en la negativa a replantear asunto alguno que afecte a las raíces de la cultura árabe o a sus relaciones con la nuestra. Tabú. Y a partir de ahí, profesionales serios, o analistas de medio pelo que vienen detrás, pueden incurrir en graves errores de bulto, por basarse en datos y valoraciones no pocas veces inexactas o incompletas, por decirlo educadamente. Que un conocedor del mundo árabe —como era el embajador Stevens— sobrevalore el poder de arrastre de sus buenas intenciones parece apuntar en el sentido que venimos indicando: como si a Sendero Luminoso, al-Qa‘ida, Boko Haram o los Hermanos Musulmanes les importasen un comino los miles de horas de estudio y dedicación, el cansancio de viajes y lugares inhóspitos soportados, las enfermedades contraídas —sé de lo que hablo— «en busca de la ciencia», dicho sea calcando la expresión árabe. Nada de esto redime al estudioso o al simpatizante arabófilo a los ojos del fanático de enfrente, que sólo quiere sumisión (o sea, islam); más bien lo vuelve del todo sospechoso, acreedor de reticencias y pesquisas: por algo lo hará…
En estos mismos días el Papa ha visitado el Líbano, tratando de coadyuvar, cuando menos, a un apaciguamiento de la violencia permanente que allá se vive desde tiempo inmemorial; se ha reunido en protocolarias ceremonias con dirigentes religiosos de diversas confesiones y ha lanzado sentidos llamamientos a la cooperación y unidad de cristianos y musulmanes. Ha demostrado preocupación y buenos sentimientos, testimonio de su misión y caridad por los que sufren. En suma, ha cumplido como máximo representante de la principal confesión religiosa del momento y de la historia. Pero es imposible que ignore —y por tanto no es él el Cándido de Bengazi— la dificultad ciclópea que entraña su exhorto. Los intentos de acercamiento pacífico a los musulmanes tienen larga trayectoria: desde que a mediados del siglo XV fray Juan de Segovia (con antecedentes en Ramón Llull) compusiera su obra de aproximación teórica ( De mittendo gladio Divini Spiritus in corda Sarracenorum), o a fines de la misma centuria fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada tras la toma de la ciudad, pretendiese la conversión de los moros locales por la vía de la dulzura persuasiva sin coerción ni presiones. El fracaso práctico de tan loables métodos (como años más tarde el de fray Bartolomé de las Casas en Cumaná) trajo el golpe pendular del cardenal Cisneros, su orden coactiva de bautismo y la primera rebelión de las Alpujarras. Justo lo contrario de lo pretendido.
Bien es cierto —y es una diferencia notable— que Benedicto XVI, siguiendo el respetuoso ecumenismo de la Iglesia actual, no pretende convertir a nadie, tan sólo coexistir en paz, cooperar y mantener el statuquo , tan menguado, de la fe en Oriente Próximo. Nada más. O, en otras palabras, salvar el cristianismo subsistente en la zona en espera de tiempos mejores. El problema —que sin duda el santo Padre tampoco ignora— es que eso también lo saben los dirigentes musulmanes, y saben que el tiempo siempre ha jugado a su favor, desde la caída de Jerusalén en el año 636. Tenemos, pues, ante nosotros un presente y un futuro en los que no cabe candidez alguna.
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