El Periódico |24 de junio de 2012
Un reciente y difundido libro de Daron Acemoglu y James Robinson -Why Nations Fail, cuya expresión «élites extractivas» ya va camino de convertirse en un mantra multiuso- ha puesto el tema de moda. El debate, recurrente en la sociología y la ciencia política, suscita al menos tres líneas de reflexión: ¿son las élites imprescindibles?, ¿por qué no tenemos las élites que nos convienen?, y ¿cómo conseguir producirlas? Es mucho más fácil plantear estos interrogantes que responder a ellos. Por eso, el lector que, atraído por el título, busque respuestas categóricas, hará bien en dejar el artículo aquí mismo.
La dificultad sigue un orden creciente en las preguntas formuladas. En realidad, salvo que se adopten posiciones igualitaristas, la primera podría ser contestada afirmativamente. En las democracias liberales occidentales, la existencia de élites políticas -surgidas del principio de representación- y económicas -decantadas por el funcionamiento del capitalismo- forman parte del paisaje. Esa constatación no elude debates de plena vigencia en nuestros días sobre la ampliación de la democracia, la limitación del poder, el desarrollo de las formas de participación y control social, la reducción de la desigualdad y la regulación de la competencia y los mercados.
Pero la percepción de que tenemos élites de muy baja calidad se ha extendido. En España, bastantes opiniones -las de López Burniol o César Molinas entre las más destacadas- han dado cuenta de esa preocupación. No hace mucho, el columnista del New York Times David Brooks coincidía en la percepción: las élites norteamericanas -decía- han perdido el compromiso con el interés general, se desentienden del papel que les correspondería como agentes activos del bienestar colectivo y el progreso social. Relacionaba el problema con la sustitución del modelo aristocrático por el meritocrático, como vía de acceso al poder político y económico. Con todos sus defectos, apuntaba, las viejas élites, que lo eran por razón de nacimiento, asumían un papel rector que implicaba en cierto modo el mandato de retornar a la sociedad parte de lo recibido. En cambio, las élites actuales, mejor formadas y más democráticas, han abjurado de su rol como tales. Cuando, tras competir y ganárselo, acceden al poder, no se perciben a sí mismas como parte de un grupo social con deberes colectivos.
Presenta Brooks una visión un tanto embellecida del viejo elitismo aristocrático. Ahora bien, la pregunta de por qué los arreglos meritocráticos que caracterizan a nuestras sociedades -el ascensor social, en otras palabras- no producen élites razonablemente responsables permanece viva e inquietante. Resulta siempre socorrido referirse a la crisis de los procesos de educación y socialización. Es probable, además, que la apoteosis irrestricta del capitalismo financiero y su conquista del sistema económico no solo haya creado la crisis, sino que haya reforzado también los arquetipos más individualistas y depredadores del modelo de éxito que la sociedad ha ido interiorizando. La obscena multiplicación de la desigualdad en el ingreso en los últimos 30 años parece al mismo tiempo efecto y causa del problema.
La pregunta más difícil es, desde luego, la tercera: ¿cómo pueden las sociedades dotarse de élites de calidad? Un anciano Norberto Bobbio, conmocionado como tantos italianos por la degeneración moral y política que había supuesto el régimen de Berlusconi, se reconocía, tras muchos años de intentarlo, incapaz de contestarla. Sin embargo, antes de fiar al azar algo tan trascendente, sería bueno seguir indagando. Para empezar, pese a lo extendido del problema, basta comparar, por ejemplo, el entramado socio-económico-político del berlusconismo con la estructura rectora de la sociedad en algunos países del norte de Europa para observar claras diferencias en el comportamiento de las élites. Su estudio podría, tal vez, suministrar algunas pistas.
En esta línea, el libro de Azemoglu y Robinson sugiere un marco analítico para interpretar esas diferencias: son el sistema político y su funcionamiento los que, determinando las instituciones económicas bajo las que la gente vive y actúa, acaban por configurar las reglas y los incentivos que modulan su comportamiento individual y colectivo. Para los profesores del MIT y Harvard, la clave está en la política. De creerlo, estaríamos ante una noticia buena y mala al mismo tiempo. Mala, porque nuestras instituciones políticas -parlamentos, partidos, magistratura, gobiernos, reguladores- mantienen un rumbo de acusado deterioro. Buena, porque nos ofrece, pese a todo, una palanca para concentrar la energía social disponible en un proyecto regenerador de largo alcance.
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