15 may 2014

Thomas Piketty: el último marxista (por ahora) ...pero no leninista


 El último marxista (por ahora)/José María Carrascal, periodista.
ABC | 15 de mayo de 2014

Hasta hace no mucho, el éxito de un libro se medía en la lista de bestsellers del «New York Times Book Review». Aparecer en ella era un triunfo. Permanecer una semana, la gloria. Un mes, la inmortalidad. Pero los tiempos cambian y el éxito lo determina hoy Amazon, una distribuidora a través de internet. Si Amazon anuncia que no le quedan existencias de un libro, estamos ante un acontecimiento editorial de tipo planetario.
Eso es lo que ha ocurrido con «Capital in the Twenty First Century», de Thomas Piketty, que está barriendo en ventas y comentarios, obligando a Amazon a ordenar seis nuevas ediciones. Y no crean que se trata de un libro fácil. Sus cientos de páginas están llenas de fórmulas matemáticas y palabras exóticas para el lego en economía. O sea, que ha tenido éxito pese a ser un mamotreto. Antes de intentar explicarlo, dos palabras sobre su autor.
Thomas Piketty, 43 años, pese a su nombre típicamente inglés, es un francés de los pies a la cabeza, quiero decir racionalista cartesiano, claro de planteamientos y rotundo en las conclusiones. Alumno, como no podía ser menos, de la «École Normale Supérieure», completó su formación en «The London School of Economics» y enseñó en el «Massachusetts Institute of Technology», cumbre de la educación norteamericana, que une la técnica y la filosofía. El resultado de tal consorcio, no siempre feliz, ha sido esta vez excelente, y ahí está el éxito de su libro para demostrarlo.

Nos acercamos a él con tantas expectativas como recelos, dados los chascos tenidos últimamente con los bestsellers, y si bien la lectura no resulta tan laboriosa como temíamos, la terminamos –eso sí, dejando aparte las farragosas estadísticas que la atiborran– con una sorpresa: Thomas Piketty no nos dice nada nuevo. De hecho, se limita a repetir lo que Karl Marx dijo con su libro del mismo título. A saber: que los ricos se hacen cada vez más ricos, y los pobres, cada vez más pobres. Naturalmente, el capitalismo del siglo XXI es distinto al del siglo XIX, su proceso de gestación, administración y conclusión es distinto, pero el espíritu que lo anima es el mismo y no puede considerarse precisamente social. Es donde a Piketty le sale la vena jacobina y vuelve a coincidir con Marx. Estamos, pues, ante un «Das Kapital» puesto al día.
Para Marx, el capital tiende a ampliarse sin ningún tipo de principios, como una fuerza de la naturaleza. Contemplando la industrialización de la Inglaterra decimonónica, nos describe con patetismo poético cómo los artesanos tenían que deshacerse de sus talleres para convertirse en obreros, anónima mano de obra al servicio de una empresa cada vez más grande, cuyo único objetivo era el beneficio y, a la postre, el monopolio o control de un sector del mercado, para imponer los precios, salarios y condiciones.
Todo ello fue verdad en la época del «capitalismo salvaje» en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Lo que no supo prever Marx fue que, llegado a su cúspide, con el capital, el mercado y los trabajadores controlados, los «barones ladrones» habían empobrecido de tal forma a la población que no tenían a quien vender sus productos. Marx lo llamó «las contradicciones internas del capitalismo, que acabarían con él para dar paso al comunismo». Con lo que don Carlos no contó fue con la inventiva humana, capaz de sacar provecho hasta de las mismas piedras. Visto que no tenían compradores, a los capitalistas se les ocurrió venderlos a sus propios trabajadores. Para ello, naturalmente, tenían que subirles los salarios, pues en otro caso no tendrían dinero para pagarlos. Tras los salarios siguieron otra serie de beneficios, origen de la «sociedad de consumo», también llamada «opulenta», vehículo hacia el Estado del bienestar, al que se apuntó la socialdemocracia tras enviar a Marx a las bibliotecas. Los sindicatos contribuyeron, sin duda, pero la verdadera causa es la apuntada. Con lo que podríamos decir, desconsideradamente, que la izquierda es el auxiliar de la derecha.
Es lo que hemos vivido hasta ayer, como quien dice, con prosperidad creciente y, pensábamos, indefinida. Pero la crisis ha pinchado la burbuja financiera e inmobiliaria, dejando a todos, Administración, particulares, bancos incluso, empeñados hasta las cejas. Gastábamos más de lo que producíamos. El Estado del bienestar estaba en bancarrota.
Es cuando aparece el nuevo Marx, Thomas Piketty, con su nuevo «Capital», en el que se detalla cómo en los países desarrollados la diferencia entre ricos y pobres se ensancha y la clase media se estrecha. La explicación que da no es la de su predecesor –la explotación de los trabajadores por parte de sus patronos–, sino otra mucho más perversa: la plutocracia –formada por multimillonarios y multinacionales– ha terminado controlando los estados y las instituciones. Las diferencias ya no vienen de las clases sociales, sino de la educación –que permite a los hijos de la élite obtener los mejores puestos, con los mejores salarios– y obtener ventajas fiscales a través de sociedades interpuestas. A lo que hay que añadir que este capitalismo no se dedica a la producción, sino a la especulación, mucho más rentable y bastante más estéril. «Todo ello supone una corriente hacia la oligarquía que no augura nada bueno para la democracia». Con esta advertencia se despide el nuevo Marx.
Personalmente, el análisis de Piketty me parece correcto e incluso brillante. Tiene, sin embargo, un fallo que a la postre es su perdición. Si Marx olvidó la capacidad de evolución del capitalismo, su último discípulo olvida el nuevo personaje en escena: la globalización. Es verdad que la clase media disminuye en Estados Unidos y Europa. Pero crece en los países emergentes. Basta ver a los turistas chinos que llegan a Nueva York cargados de dólares o los rusos a la Costa del Sol cargados de euros. Pronto serán los indios, tailandeses o nigerianos. El desequilibrio social que crece en el Primer Mundo disminuye en el hasta hace poco Tercero. Si Piketty fuese un científico, como pretende, y no el ideólogo que es, tendría que haber terminado su libro diciendo que el capital no conoce fronteras, lo que le permite sobrevivir eternamente. Tampoco es blanco ni rojo, como decía Deng Xiaoping a Felipe González, ni de derechas ni de izquierdas. Es, en realidad, el afán del hombre de hacerse rico explotando la naturaleza y a sus semejantes lo más rápida y eficazmente posible. Con todo tipo de injusticias, desde luego. Hasta que él mismo las corrige cuando ve que empiezan a hacerle daño. Con lo que, sin ser la justicia su primer objetivo, hace avanzar a la Humanidad. Pero Thomas Piketty se ha quedado en el último cruzado de una izquierda que, hoy por hoy, naufraga.
Puede que nos lo explique el tercer Marx, cuando la segunda ola del capitalismo se agote. Yo ya no estaré aquí, pero el mundo será un poco mejor. Solo un poco.

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