5 sept 2015

Ver la muerte/Jorge Volpi

La otra imagen resulta aún más intolerable: un niño sirio ahogado en una playa turca cuando intentaba cruzar con sus padres hacia Grecia. De nuevo, algunos han exigido que la imagen no sea publicada y compartida, que no sea vista. Y otra vez, a mi parecer, se equivocan: nada prueba que una sola imagen pueda modificar la realidad, pero al menos durante los veinte o treinta segundos en que los políticos estarán obligados a verla..

Ver la muerte/Jorge Volpi
Rforma, 05 Sep. 2015

 Sabemos que algo obsceno, procaz, se extiende sobre nosotros cuando nos atrevemos a contemplar la muerte. En el momento en que no conseguimos vencer nuestra curiosidad y nos asomamos a un accidente en la carretera o levantamos la tapa de un féretro nos invade una sensación de vacío, como si no pudiésemos desterrar de nuestras mentes la idea de que cometemos un sacrilegio o de que nos internamos en un territorio vedado. Ver la muerte nos recuerda, por supuesto, nuestra propia condición mortal: de allí el escalofrío, pero también la secreta urgencia de mirar lo que no ha de mirarse, de observar ese cadáver en el que habremos de convertirnos.

 Hasta hace poco, las reglas para ver a los muertos resultaban tan precisas como severas en todas las culturas: obsesionadas con la vida ultraterrena, las religiones prescribían que los vivos debían acompañarlos en su trayecto. Fuera del espacio sagrado de la cremación, el enterramiento o el sepelio -del duelo-, sólo los cadáveres de los criminales podían ser exhibidos: de allí que Antígona estuviese dispuesta a condenarse con tal de darle digna sepultura a su hermano. Los cuerpos putrefactos de asesinos, asaltantes o revolucionarios debían servir como ejemplos de lo que podía pasarle a cualquiera que osase romper las normas del Estado.
 A partir de la invención de la fotografía en el siglo XIX, la posibilidad de ver a los fallecidos se multiplicó, al grado de que pronto hubo quienes se enriquecieron retratando cadáveres. Desde entonces nos hemos acostumbrado a observar la muerte a diario, no sólo a través del caudal de imágenes que nos la presentan en los diarios, el cine, la televisión o Internet, sino incluso en la manera como acostumbramos a nuestros hijos a matar a cientos de personajes de videojuegos y a contemplar, sin el menor dejo de pudor, a sus víctimas virtuales.
Y, aun así, de vez en cuando la muerte consigue volver a estremecernos e indignarnos, arrebatándonos de nuestra indiferencia por unos segundos. En las últimas semanas, dos de estas imágenes han provocado un sinfín de polémicas. Apenas extraña que algunos prefieran no mirarlas y que otros, en teoría perturbados por sus efectos, exijan que no se difundan y no sean contempladas, demasiado conscientes de la obscenidad de la que hablaba al principio, pero sin darse cuenta de que sólo ellas podrían trastocar las condiciones que las provocaron.
En el primer caso, un periodista negro, quien supuestamente habría sido discriminado por sus compañeros de trabajo, no sólo asesinó a dos de sus antiguos colegas, sino que, llevando al extremo su vocación de reportero, se atrevió a filmar los homicidios y subir su hazaña a YouTube, ese inagotable receptáculo de nuestro exhibicionismo. Hay quien se empeña en decir que se trató del acto de un demente y que no habría que extraer otras conclusiones de su caso. Pero, como siempre ocurre con las imágenes, y en particular con las imágenes de muerte, lo que no se ve es acaso lo más relevante y lo más terrible.
En una nuez, el video de los asesinatos muestra, exacerbada, el ansia contemporánea por filmarlo y documentarlo todo, por "inmortalizar" cada instante más que por vivirlo, así como la obsesión por alcanzar uno o dos minutos de fama -en este caso muchos más- propia de nuestra segunda sociedad del espectáculo, en el que el espectáculo somos nosotros mismos. Resulta imposible no atender al componente racial del caso: el negro que asesina a dos blancos, en teoría para vengarse de agravios tanto personales como comunitarios -los recientes homicidios de Charleston-, deviene así un extraño microcosmos en el que, si bien los papeles tradicionales se invierten, volvemos a enfrentarnos a la cuestión de las armas de fuego en Estados Unidos y a una discriminación que no cesa.
La otra imagen resulta aún más intolerable: un niño sirio ahogado en una playa turca cuando intentaba cruzar con sus padres hacia Grecia. De nuevo, algunos han exigido que la imagen no sea publicada y compartida, que no sea vista. Y otra vez, a mi parecer, se equivocan: nada prueba que una sola imagen pueda modificar la realidad, pero al menos durante los veinte o treinta segundos en que los políticos estarán obligados a verla -así como los votantes del sinfín de partidos xenófobos y racistas que proliferan en Europa- puede haber un mínimo atisbo de empatía capaz de convencerlos de que sus políticas son lamentables e inhumanas. Hay veces, sí, en que estamos obligados a mirar a los muertos.


@jvolpi



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