25 sept 2017

La verdadera historia de las noticias falsas

La verdadera historia de las noticias falsas/Robert Darnton es profesor emérito de Harvard y experto en el siglo XVIII francés, autor de obras como ‘El diablo en el agua bendita o el arte de la calumnia de Luis XIV a Napoleón’.
Siglos antes de las redes sociales, los bulos y las mentiras alimentaban pasquines y gacetas en Europa. Las informaciones infundadas corrían por los parques hasta llegar a primera página
El País, 30 ABR 2017 
La prensa amarilla, de M. Slack
ens, en el que se muestra a W. Randolph Hearst como un bufón que reparte periódicos. Publicado por Keppler & Schwarzmann en 1910.  BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE EE UU
En la larga historia de la desinformación, el estallido actual de noticias falsasocupa ya un lugar especial, con una asesora presidencial, Kellyanne Conway, que llegó a sacarse de la manga una matanza en Kentucky para defender que se prohibiera la entrada en el país a viajeros de siete países musulmanes. Pero la invención de verdades alternativas no es tan infrecuente, y se pueden encontrar equivalentes a los mensajes de texto y los tuits llenos de veneno de hoy en casi todos los periodos de la historia, incluso en la Antigüedad.

Procopio, el historiador bizantino del siglo VI, escribió un libro lleno de historias de dudosa veracidad, Historia secreta (Anécdota en el título original), que mantuvo en secreto hasta su muerte, para arruinar la reputación del emperador Justiniano después de haberle mostrado su adoración en las obras oficiales. Pietro Aretino trató de manipular la elección del pontífice en 1522 escribiendo unos sonetos perversos sobre todos los candidatos menos el preferido por sus patronos, los Médicis, y colgándolos, para que los admirara todo el mundo, en el busto de una figura conocida como Il Pasquino, cerca de la Piazza Navona, en Roma. Los pasquines se convirtieron en un método habitual para difundir noticias desagradables, en su mayoría falsas, sobre personajes públicos.
Aunque los pasquines nunca desaparecieron del todo, en el siglo XVII fueron sustituidos en gran parte por un género más popular, el del canard, la gacetilla llena de bulos y falsas noticias que corrieron por las calles de París durante los siguientes 200 años. Los canards eran periódicos impresos de gran tamaño, a veces ilustrados con llamativos grabados para atraer a los más crédulos. Uno de los más exitosos, en la década de 1780, anunció la captura en Chile de un monstruo que, al parecer, estaba siendo trasladado en barco a España. Tenía cabeza de Furia, alas de murciélago, un cuerpo gigantesco cubierto de escamas y cola de dragón.
La muerte de María Antonieta es un ejemplo de las consecuencias desastrosas de la difamación
Durante la Revolución Francesa, los grabadores pusieron el rostro de María Antonieta en las planchas de cobre y el canard cobró nueva vida, como propaganda política deliberadamente falsa. Aunque no es posible medir su repercusión, desde luego contribuyó al odio patológico a la reina, que desembocó en su ejecución el 16 de octubre de 1793.
Le Canard Enchaîné, un semanario parisiense especializado en exclusivas políticas, hoy evoca esta tradición en su propio título, que podría traducirse figuradamente como “los bulos controlados”. Este invierno publicó una noticia sobre la mujer de François Fillon, el candidato del ­centroderecha que era el favorito en la campaña presidencial de Francia. Al parecer, Penelope Fillon había recibido un elevado salario de la Administración durante muchos años por ser “ayudante parlamentaria” de su marido. Aunque Fillon no dijo que la noticia fuera un bulo —­reconoce que contrató a su esposa y sostiene que eso no es ilegal—, el Penelopegate logró apartar a Donald Trump de las primeras páginas y seguramente destruyó las posibilidades de Fillon en la elección, en beneficio del Frente Nacional, lo más parecido que tiene Francia al presidente estadounidense.
La elaboración de noticias falsas, semifalsas y verdaderas pero comprometedoras tuvo su apogeo en el Londres del siglo XVIII, cuando los periódicos aumentaron su circu­lación. En 1788, la ciudad tenía 10 diarios, 8 periódicos que salían tres veces por semana y 9 semanarios, y las noticias que sacaban solían consistir en un solo párrafo. Los “hombres del párrafo” se enteraban de cotilleos en los cafés, escribían unas cuantas frases en un papel y se lo llevaban a los impresores, que eran también editores y que normalmente lo incluían en el primer hueco que tuvieran disponible en alguna columna de la piedra litográfica. Algunos gacetilleros recibían dinero por los párrafos; otros se conformaban con manipular la opinión pública a favor o en contra de un personaje, una obra de teatro o un libro.
En 1772, el reverendo Henry Bate (capellán de Lord Lyttleton) fundó The Morning Post, un periódico que era una sucesión de párrafos sobre noticias distintas, casi todas falsas. El 13 de diciembre de 1784, por ejemplo, ese diario publicó un párrafo sobre un prostituto que prestaba sus servicios a María Antonieta: “La reina gala tiene querencia por los ingleses. De hecho, la mayoría de sus favoritos proceden de este país; pero a quien más prefiere es al señor W. Es sabido que este caballero tenía su cartera dérangé cuando llegó a París y, sin embargo, ahora lleva una vida llena de elegancia, buen gusto y moda. Mantiene sus carruajes, sus uniformes y su mesa sin escatimar gastos y con todo el esplendor”.
Bate, al que apodaban Reverendo Matón, fundó posteriormente otro periódico sensacionalista, The ­Morning Herald, mientras que el Post contrató a un director todavía más repugnante, también capellán, el reverendo William Jackson, conocido como Doctor Víbora por “el tremendo ensañamiento de sus invectivas… en ese género de escritura denominado párrafos”. Los dos clérigos, el Reverendo Matón y el Doctor Víbora, se pelearon sin parar desde sus periódicos y crearon un modelo de prensa sensacionalista que deja pequeña a la de Murdoch.
En Francia era imposible publicar noticias de este tipo —de cualquier tipo, en realidad— antes de 1789, pero viajaban por el boca a boca y en las gacetillas clandestinas gracias a los nouvellistes, que cumplían la misma función que los hombres del párrafo. Estos cuentistas recogían noticias en los centros de chismorreo, como determinados bancos de los Jardines de las Tullerías o el Árbol de Cracovia en el Palais Royal. Luego, a veces por el puro placer de contar, escribían lo que habían oído en trozos de papel que se intercambiaban en cafés o (a falta de una red de Internet) dejaban en los bancos para que los descubrieran otros.
La policía hacía todo lo posible para reprimir a los nouvellistes, pero la demanda de informaciones privilegiadas sobre las costumbres secretas de les grands (los poderosos) atraían sin cesar a nuevos “reporteros”, como se autodenominaban. Cuando detenían y llevaban a los nouvellistes a la Bastilla, los registraban y a veces descubrían notas en los bolsillos de sus chalecos. He encontrado ejemplos de esas pruebas incriminatorias en los archivos de la prisión, papeles arrugados, todos escritos, que son el testimonio de un periodismo primitivo dos siglos antes de los smartphones.
La policía perseguía especialmente a los semiprofesionales, esos que mezclaban noticias, normalmente de un párrafo cada una, en unas gacetas manuscritas llamadas “novelitas a mano”. Algunos de esos periódicos clandestinos llegaban a imprimirse. Un ejemplo típico de La Chronique Scandaleuse sería: “El duque de… sorprendió a su mujer en los brazos del profesor de su hijo. Ella le dijo, con la impertinencia propia de una cortesana: ‘¿Por qué no estaba usted aquí, monsieur? Cuando no tengo a mi caballero, me apoyo en el brazo de mi vasallo”.
Uno de los periódicos más vendidos de este tipo era Le Gazetier Cuirassé (el gacetillero acorazado), editado en Londres y probablemente inspirado en el estilo de la prensa sensacionalista de la capital británica, aunque todas sus noticias eran francesas. Eran típicas las informaciones de una sola frase: “Se dice que el cura de Saint-Eustache fue sorprendido in fraganti con la diaconisa de las Damas de la Caridad de su parroquia, lo cual debería enorgullecerles, porque ambos tienen ya más de 80 años”.
Por supuesto, muchas de las denuncias escandalosas se referían a poco más que a los pecadillos sexuales de los poderosos, pero algunas tenían connotaciones políticas, igual que hoy pudieron tenerlas las noticias falsas sobre las supuestas orgías organizadas por Hillary Clinton. La muerte de María Antonieta es el ejemplo más extremo de las desastrosas consecuencias que puede tener la difamación, pero hubo más casos. Como expliqué en mi libro Poesía y policía: las redes de comunicación en el París del siglo XVIII, la difusión de rumores falsos, muchas veces en canciones y poemas no más extensos que los tuits actuales, provocó la caída del conde de Maurepas como ministro y la transformación del panorama político en abril de 1749.
Ahora bien, aunque estas noticias podían agitar la opinión pública, los más enterados sabían que no debían aceptarlas tal cual. En su mayoría eran bulos, y a veces ni siquiera lo disimulaban. En una noticia escandalosa de Le Gazetier Cuirassé se incluyó una nota al pie que decía: “La mitad de este artículo es verdad”. El lector debía decidir qué mitad.


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