en REFORMA, 7 Ago. 2020
"Mi cuerpo es la parte del mundo que mis pensamientos pueden cambiar", escribió Lichtenberg en el siglo XVIII. He tenido presente esta frase desde que traduje los Aforismos del físico y escritor alemán en 1989, que detectó en su cuerpo 13 enfermedades perfectamente imaginarias y se consideró un "Colón de la hipocondría".
Tampoco fue ajeno a los malestares reales. Una espondilitis frenó su crecimiento y le afectó la columna. Lejos de quejarse de su silueta contrahecha, la entendió como una oportunidad de pensar de manera diferente: "En cuanto se padece un defecto se tiene una opinión propia".
Percibimos la salud cuando nos falta. El dedo meñique pasa inadvertido hasta que un pellejito le da insólito protagonismo: "¿Por qué nos duele tan poco un pulmón supurado y tanto un uñero?", pregunta Lichtenberg.
La salud del Papa o del Presidente les importa a sus seguidores y adversarios. La de un articulista no es noticia. De nada sirve saber que tuvo un cólico en este párrafo. El cuerpo del que escribe no interesa, pero su malestar puede ser buen tema, así sea para brindarles a los sanos el placer de no tenerlo.
Me he quedado sordo de un oído, deficiencia soportable porque abundan las cosas que uno no quiere oír. El mal recibe el nombre de "hipoacusia súbita"; sucede de repente y se puede deber a un tumor, un golpe, una explosión, un virus o, más gravemente, a una enfermedad autoinmune o neurodegenerativa. Cuando ninguna de estas causas se establece surge una franja fascinante de la condición humana: los padecimientos idiopáticos, espontáneos y desconocidos, tan azarosos y tan ajenos a los méritos individuales como sacarse la lotería.
Con la hipoacusia, la percepción se altera de inmediato: oyes del lado izquierdo lo que ocurre del derecho y el mundo parece mal mezclado (el ingeniero de sonido que calibraba en la cabeza los bajos y los agudos ha desa-parecido). Un espacio público se convierte en una confusión auditiva. De poco sirve inclinar la cabeza hacia el oído bueno, como hacen los perros para ver mejor.
Sergio Pitol perdió un oído por un accidente de automóvil y pasó buena parte de su vida escuchando a medias, lo cual acabó por ser una ventaja. En "El oscuro hermano gemelo", recrea una cena donde las conversaciones más interesantes le llegan del lado en que no oye. Capta palabras sueltas, de imprecisa relevancia, que poco a poco integra en un relato. La comprensión parcial le permite imaginar conexiones de sentido para construir una narrativa fascinante.
De manera parecida, cuando visita Venecia por primera vez, toma la precaución de perder sus anteojos. Recorre los canales y los puentes de una ciudad cuya magia emana del escenario, pero también de la incierta mirada del testigo. Al terminar el recorrido, Pitol encuentra sus lentes. Repetir el trayecto con buena vista puede llevarlo a paisajes de tarjeta postal, no al asombro fantasmagórico de quien reinventa lo que mira.
Los impedimentos despiertan otras aptitudes si se asumen con el temple del autor de El arte de la fuga.
La sordera parcial es una prueba de carácter. Lo más molesto es que queda un zumbido en el cerebro que recibe el nombre casi mitológico de tinnitus ("tintineo" en latín). Plinio el Viejo escribió al respecto en el primer siglo de nuestra era. Desde entonces, no hay cura para esa brisa cerebral: el mar de Ulises sin sirenas. Lo que más extraña el paciente es el silencio.
Los músicos de rock han sido víctimas propiciatorias del tinnitus. Pete Townshend y Roger Daltrey justificaron la separación de los Who por ese exasperante ronroneo y muchos otros lo padecen, de Sting a Bob Dylan, pasando por Bono, cuyo apodo, curiosamente, proviene de una tienda de aparatos auditivos de Dublín llamada Bonavox ("buena voz" en latín).
Los heraldos del alto volumen saben que la causa de su sordera está en los amplificadores. En cambio, para Rousseau, el tinnitus fue un enigma que interrumpió sus meditaciones filosóficas y no lo dejó en paz un minuto durante treinta años.
La enfermedad ilustra. Al saberse vulnerable, el cuerpo exige una respuesta de la mente. La literatura ha dependido menos de la belleza paralizante de las musas que de los malestares que reclaman elocuencia. Por su parte, la medicina rinde tributo al valor terapéutico de la escritura: el único género que aún se escribe a mano es la receta médica.
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