30 jun 2023

Arturo Cano entrevista a Hipólito Mora para La Jornada

 Hipólito Mora, libre

El líder no trae escoltas de la PF; tampoco porta armas

Apoya a Hipólito Mora un pequeño ejército de pobres

No debía nada y tenía que salir, niega que le pusieran condiciones

Arturo Cano, enviado, La Jornada

Domingo 18 de mayo de 2014, p. 7

La Ruana, Mich., 17 de mayo.


Hipólito Mora, fundador de las autodefensas michoacanas, ha perdido la sonrisa socarrona con la que abrazaba a las esposas de los comunitarios presos y recibía a sus visitantes. En su primer día en libertad condicionada, tras haber pasado poco más de dos meses en el penal de Mil Cumbres, en Morelia, el productor de limón no está para fiestas.

–¿Qué condición le pusieron, don Hipólito?

–Ninguna. Sólo no debía nada y tenía que salir– dice de mañana, en medio de su huerta de limón, donde concede una larga entrevista a un canal de televisión, aunque no quiere saber de otros medios. Mañana platicamos, luego de la misa, cierra.

Los seguidores de Hipólito Mora le preparan, a pesar de todo, una fiesta, misa incluida. Pues dicen, pero yo no quiero nada, por eso me vine para acá.

Sin embargo, por la tarde llega al lugar donde alguna vez estuvo una capilla consagrada a San Chayo, el muerto viviente de los templarios, donde hoy se erige una capilla de la Virgen de Guadalupe y están inscritos los nombres de las víctimas locales del crimen organizado.

La familia de Mora anduvo consiguiendo los cohetes desde la tarde anterior, pues se esperaba la fiesta en cuanto llegara, pero el líder se resistió durante horas, hasta que sus seguidores lo convencieron de acudir al festejo.

Una manta y varios cartelones resumen el sentido de la bienvenida: Hipólito: en estos dos meses supimos lo que en verdad hacías, defendías y luchabas por tu pueblo.

 La ropa, los zapatos, las motocicletas que también marchan hacia el templo del lugar confirman que el de Hipólito sigue siendo, aun desarmado, un pequeño ejército de pobres.

 La banda toca música de fiesta y al paso del contingente la gente sale de sus casas y se suma a los aplausos y las vivas. ¡Sí se pudo, sí se pudo!, gritan las mujeres mayores y las muchachas.

 Los carteles están llenos de frases contra los H3, como se identifica al grupo de Luis Manuel Torres, El Americano, quien en marzo pasado cercó el cuartel de Hipólito, a quien acusaba de haber ordenado los asesinatos de Rafael Sánchez Moreno, El Pollo, y de José Luis Torres, El Nino, ambos identificados por habitantes de La Ruana como ex templarios perdonados.

Sabíamos que eras inocente, siempre confiamos en ti, se lee en otro de los carteles, mientras la breve marcha se acerca al templo, donde ha de oficiarse una misa.

Mañana no voy a estar, tal vez sólo en la misa, vuelve a disculparse Hipólito Mora, quien salió de prisión con el anuncio bajo el brazo de su incorporación a la nueva policía rural, pese a que una y otra vez, en los meses anteriores a su aprehensión, había dicho que no estaba en edad para andar en esos trotes.

No andamos buscando trabajo de policías, declaró muchas veces Estanislao Beltrán, Papá Pitufo, uno de los primeros en enfundarse en el nuevo uniforme.

La noche del viernes, decenas de miembros de las autodefensas de Apatzingán esperaron en vano un saludo del líder, pero Hipólito Mora pasó de largo rumbo a La Ruana. Ahí se escuchó la otra la versión sobre su libertad incondicional: Lo obligaron a leer ese papel, lo quieren callar, dijeron varios hombres sobre los elogios a la estrategia del gobierno a los que Mora dio lectura al salir de prisión.

 Al lugar llega el sacerdote Gregorio López, vicario de la diócesis de Apatzingán, recién retornado de dos meses en Roma, un viaje forzado por su protagonismo en el conflicto.

López viajó a Morelia a esperar la liberación de Mora. Lo acompañó en el camino, hasta Apatzingán.

¡Padre Gallo, no Goyo!, le grita un hombre, en señal de respeto.

¿Qué nos trajo de Roma?, pregunta otro.

Puras bendiciones, responde el sacerdote, que abraza a todos los presentes.

Se echa un discurso cuando ya es medianoche. Habla de su organización de nombre que evoca a los cristeros, del logo que identificará a su grupo (los rostros de los curas Hidalgo y Morelos, y el de Benito Juárez, aunque haya sido anticlerical).

Hace también un deslinde de su grupo y las otras autodefensas, digamos que las proclives a la estrategia del gobierno. Con fe, dice, habrá ética y espiritualidad, y así la policía civil que propone para Apatzingán no tendrá los problemas de otras autodefensas infiltradas por perdonados, no por buenos, sino por una lana, llenas de gente que va a reventar casas a ver qué agarro.

Por la mañana, mientras esperan hablar con Hipólito Mora, unos cuantos de sus seguidores conversan a la sombra de un árbol, mientras toman refresco y hablan de sus aventuras cuando subieron a la sierra a buscar a los templarios huidos. Mencionan los nombres de los mismos lugares donde en estos días tiene lugar el enésimo operativo en busca de Servando Gómez, La Tuta.

El hombre más parlanchín hace una broma macabra, con su esposa a un lado: Los soldados y los marinos hicieron una como T y disparaban para todos lados. Ahí quedaron muchos y ahí siguen. Yo le decía a mi mujer que si no quería que le trajera un dedito seco.

Recibe un golpe cariñoso, y sigue: Un capitán no nos hizo caso de que por ahí en un cerro que le dijimos andaba la gente de El Toro. Luego vino otro grupo de soldados, con el informe de ese capitán, se fue por ahí y les mataron a tres.

Una noche, sigue su relato, llegaron a Playitas, por el rumbo de Tumbiscatío. “Nos recibió una señora catrina y nos preguntó qué hacíamos ahí, que quiénes éramos. Le dijimos que éramos gentes de Hipólito y ella respondió: ‘Ah, de don Hi-pó-li-to Mo-ra’ y nos preparó una comilona, porque nos moríamos de hambre”.

Cuando terminan de acomodar una pequeña cámara que lo grabará al volante, Hipólito Mora despide a los otros visitantes de manera cortés. No trae escoltas de la Policía Federal. Tampoco pistola. Sus acompañantes están desarmados también. En lugar de la Grand Cherokee en la que solía trasladarse, trae una camioneta Ford algo traqueteada.

Las únicas armas que se ven camino al templo son las de un par de policías federales que hacen guardia frente a la tenencia municipal.

Las armas ahora están registradas, y guardadas, a la espera de que algún país pida la receta del exportable modelo de la fuerza rural, en palabras del comisionado Alfredo Castillo.

Rumbo a La Ruana, las barricadas de las autodefensas ha sido reemplazadas por otras, de mejor factura, que levantaron los militares.


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