Las consecuencias del 7 de octubre/ Eva Illouz es socióloga y ensayista francoisraelí. Su último libro publicado en España es Modernidad explosiva (Katz).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País, Martes, 07/Oct/2025 Eva Illouz
Ya han ocurrido algunas cosas positivas. La primera es el golpe fatal que han asestado Israel y el mundo a Irán. Todo lo que se diga del papel pernicioso y criminal que ha desempeñado la República Islámica en el recrudecimiento de las tensiones en la región es poco. Ahora está por ver hasta qué punto el debilitamiento de este Estado patrocinador del terrorismo transformará Oriente Medio. El segundo hecho positivo es la participación de los países árabes vecinos. Por primera vez, los Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Arabia Saudí y Catar han asumido la responsabilidad de ayudar a negociar un alto el fuego entre Israel y los palestinos, lo que va a permitir que la resolución de este conflicto adquiera una dimensión regional y, tal vez, garantice una paz duradera.
Sin embargo, el 7 de octubre nos enseña otra lección: tanto las acciones de Israel como la opinión pública progresista mundial han sido deplorables.
El interés tan intenso que este conflicto ha despertado en los países occidentales debería sorprendernos: hasta ahora, una guerra y una catástrofe humanitaria en las que no hubiera soldados europeos o estadounidenses sobre el terreno nunca habían sacudido por igual a multitudes anónimas de manifestantes y a dirigentes como Pedro Sánchez, Maduro, Lula o Gustavo Petro, presidente de Colombia. Si todas esas personas y esos líderes se hubieran comprometido e indignado con la misma intensidad por la inmensa cantidad de tragedias que ocurren en Sudán, Congo, Etiopía, Kenia, Yemen y otros lugares, esa actitud habría sido una buena noticia para el mundo. Por desgracia, da la impresión de que los palestinos son el único pueblo del mundo cuya desgracia es capaz de conmover y cautivar a las masas. Se ha convertido en un resumen metonímico y condensado de todas las demás causas progresistas. Y sus defensores suelen mostrar un grado de conocimiento y comprensión de la región lamentablemente escaso.
El 7 de octubre ha dado pie a la aparición de dos izquierdas: la izquierda de Gaza y la izquierda del Holocausto, que coinciden aproximadamente con la distinción entre el izquierdismo y la socialdemocracia. En torno a Israel y Palestina han cristalizado y se han articulado varios debates más amplios sobre la (i)legitimidad de la violencia, la desaparición del universalismo debido a la política identitaria, la rivalidad entre la memoria del colonialismo y la memoria del Holocausto y la decisión de dar prioridad a la justicia frente a la reconciliación. El 7 de octubre señala la expresión externa de una redefinición previa de los mapas morales y políticos y ha agudizado estas transformaciones. Ha creado una profunda brecha entre estos dos tipos de izquierda, ha indignado a numerosos judíos que viven en democracias occidentales y ha fortalecido a la extrema derecha en casi todas partes.
La izquierda de Gaza ha fracasado estrepitosamente en su tarea y su vocación históricas. Una verdadera izquierda habría trabajado sin descanso para mitigar, mediar, moderar y servir de puente entre los israelíes y los palestinos, todos gravemente traumatizados. Pero pocas veces lo han hecho tan mal, tanto los políticos como la casta de opinadores que los acompaña. En lugar de ayudarnos a comprender, explicar y aportar complejidad y matices a la tragedia, muchos políticos, influencers, comentaristas, artistas, cineastas y novelistas de izquierda han avivado las llamas de un conflicto ya de por sí muy inflamable. En lugar de crear lazos de solidaridad con los grupos de la sociedad palestina y la israelí que desean la paz, en lugar de ayudar a que cada bando comprenda al otro, en lugar de ofrecer una alternativa a la retórica de la guerra, en lugar de reforzar el ideal de la paz, en lugar de reflexionar sobre los mecanismos e instituciones que ayudan a superar una hostilidad centenaria, muchos miembros de la izquierda han intensificado esa retórica belicista y han añadido una nueva capa de odio a la ya existente. Han abordado esta tragedia como si fuera una película de Hollywood, con las víctimas a un lado y los criminales al otro, con una pureza moral que no consigue ocultar el odio que verdaderamente los anima.
Netanyahu, por su parte, ha tenido un comportamiento tan espantoso que el extraordinario rechazo que solo él es capaz de generar se ha extendido ahora al propio Israel. Se negó a asumir la responsabilidad de la política que llevó a Hamás a cometer sus crímenes; se negó a reconocer que había habido señales de aviso sobre los ataques; insistió en la designación corrupta de personas leales al frente del ejército y los servicios secretos; ha librado una guerra sin importarle el desproporcionado número de palestinos muertos, la opinión pública internacional ni la desesperación de las familias de los rehenes israelíes. Netanyahu merece que la historia lo juzgue con severidad. Por su culpa, a Israel le será muy difícil recuperar la posición y la imagen que tenía. Aunque haya un alto el fuego, la tregua no bastará para que Israel deje de parecer un Estado irresponsable.
Como consecuencia de estos dos errores monumentales, la situación de los judíos en las democracias liberales ha cambiado drásticamente, como mínimo, en tres aspectos. El orden moral posterior a la Segunda Guerra Mundial supuso quizá la edad de oro de las comunidades judías en el Occidente democrático, puesto que, a pesar de que seguía habiendo un antisemitismo latente bajo la superficie, se podía decir que los judíos estaban protegidos por el recuerdo del Holocausto. Y ellos se sumaron con entusiasmo, en todo el mundo occidental, a los objetivos liberales. Pero ahora se sienten, si no extranjeros, al menos sí incómodamente desvinculados de unas sociedades en las que las expresiones de antisemitismo se han convertido en algo habitual bajo el disfraz del antisionismo de izquierdas. El largo matrimonio entre los judíos y distintas formas de universalismo, socialdemócrata, liberal, socialista, comunista, ha llegado a su fin. El segundo cambio es que, si bien el prestigio de Israel entre los judíos pasó gradualmente de ser casi hegemónico a controvertido después de la guerra de Yom Kippur de 1973, ahora se ha convertido en una fuente de profundas divisiones entre los propios judíos, entre aquellos cuya identidad está determinada por Israel y quienes dan cada vez más preferencia a su compromiso con el progresismo. La cuestión del nacionalismo e Israel divide a los judíos de una manera sin precedentes en la historia reciente. En una encuesta llevada a cabo por Pew en febrero de 2024, se observan las grandes diferencias de opinión sobre el Gobierno israelí entre los judíos estadounidenses en función de su partido: el 85 % de los judíos republicanos y simpatizantes tenían una opinión favorable, frente a solo el 41 % de los judíos demócratas y simpatizante. Para la mayoría de los judíos, sus ideas políticas condicionan la lealtad al Estado judío. Pero no son meras diferencias de opinión. Son dos caminos opuestos y dos definiciones esencialmente distintas de la identidad judía, algo que seguramente va a separar al pueblo judío en dos ramas independientes que tendrán poco en común.
En última instancia, también provocará un cambio en la política estadounidense. Ya se ve en la ciudad de Nueva York, donde la mayoría de los judíos están a favor de elegir a un alcalde propalestino. Y se nota no solo en los judíos demócratas, sino también en los republicanos en general. Nunca ha habido tantos republicanos escépticos e incluso contrarios a ayudar de manera incondicional al Estado israelí, lo que indica un cambio trascendental muy probable de la política de Estados Unidos respecto a Israel.
El tercer cambio, tal vez el más desconcertante, es que, en muchas democracias, la extrema derecha es la que más está hablando en contra del antisemitismo. Ocurre en Estados Unidos, España, Francia, Reino Unido y Alemania. El motivo es que muchos sectores de la izquierda han declarado vergonzosamente que el antisemitismo no es ningún problema y, por tanto, han dejado el campo abierto a la extrema derecha. Además, esta última se identifica con el modelo político de democracia étnica de Israel y apoya su guerra contra el terrorismo (Irán y sus aliados). Netanyahu se ha mostrado especialmente hábil a la hora de forjar alianzas políticas internacionales con miembros de ese lado del espectro, antisemitas o no (Orban, Trump, Modi, Milei y Duda, por ejemplo), y ha sabido presentar el conflicto entre israelíes y palestinos como una guerra de civilizaciones en la que Israel protege a Occidente.
Todo esto es malo. En la época moderna, la extrema derecha ha sido un semillero de antisemitas. Hoy, tras la deserción de la izquierda, los judíos encuentran respiro y consuelo en ella, pero es como cuando Otelo acepta los consejos y el cobijo de Yago. La bestia volverá a despertar. Su utilización por parte del Gobierno israelí y de Trump para acallar las críticas y vigilar, castigar y controlar las universidades dejará una mancha imborrable en la lucha contra el antisemitismo. El hecho de que muchos judíos sionistas consideren que los partidos de extrema derecha son sus amigos solo demuestra lo acosados que se sienten y lo caótica que se ha vuelto la esfera ideológica.
El 7 de octubre señaló el derrumbe de nuestras categorías semánticas: genocidio, resistencia, violencia, guerra, democracia, izquierda, derecha, racismo, colonialismo, antisemitismo; todas han perdido su significado. El 7 de octubre señaló la desaparición de nuestra esfera pública, cuya vocación, ahora, parece ser que las palabras pierdan su significado. El 7 de octubre elevó el galimatías a unas alturas sin precedentes. Tenemos que reconstruir el significado de las palabras y las ideas que han impulsado la socialdemocracia. Y eso exigirá paciencia y visión de futuro.
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Dos años de barbarie/ Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política.
El ataque del 7 de octubre de 2023 no fue un atentado terrorista al uso. No lo digo solo por el número de víctimas mortales (1.195, más 251 personas secuestradas, muchas de las cuales han muerto), una cantidad muy superior a lo que suelen producir los actos terroristas, sino sobre todo por cómo se concibió y desarrolló la operación. El 7 de octubre, una fuerza palestina invadió y ocupó territorio israelí, rompiendo las barreras defensivas y el muro de separación de Gaza. Para ello, tuvo que movilizar a más de 2.000 milicianos de las Brigadas Al-Qassam (el brazo armado de Hamás), sufriendo alrededor de 1.600 bajas durante los dos días que duró el ataque. Un ataque de ese alcance por parte de una fuerza no estatal nunca había ocurrido en la historia de Israel.
Una operación con estas características tan especiales debe entenderse como un acto de guerra y no como un atentado terrorista. No obstante, Hamás no ha tenido nunca la capacidad para poner en marcha un enfrentamiento bélico sostenido en el tiempo con Israel. El ataque del 7 de octubre, en realidad, bajo su apariencia de acción militar, no tenía como propósito principal iniciar una guerra a gran escala con Israel, sino demostrar la vulnerabilidad del Estado sionista, situar de nuevo la causa palestina en el centro de la atención mundial y reventar los acuerdos de Abraham, que suponían el reconocimiento de Israel por parte de numerosos países árabes.
En las contadas ocasiones en que Hamás ha intentado justificar el ataque del 7 de octubre, lo ha hecho mencionando dos logros. El primero sería haber conseguido que la cuestión palestina salte a los titulares de todo el mundo, convirtiéndose en el asunto global más relevante de nuestros días. El segundo logro habría consistido en provocar una respuesta de Israel tan brutal y desproporcionada que ha hundido la reputación de este país en todas partes. De hecho, en Estados Unidos, el país que siempre ha dado un apoyo más cerrado a Israel, una encuesta reciente de Pew Research Center mostraba que el 59% de los norteamericanos tiene una opinión negativa del Gobierno israelí y un 38% del pueblo israelí. El prestigio de Israel nunca había caído tan bajo.
Frente a estos logros, más bien magros, Hamás ha quedado fuera de toda solución de futuro, no podrá participar en el gobierno de Gaza y sus milicias están diezmadas. En un raro gesto de sinceridad, uno de sus líderes históricos, Mousa Abu Marzouk, reconoció en febrero de 2025 que de haber sabido de antemano el coste que tendría que pagar el pueblo palestino, no se habría producido el ataque inicial. Rápidamente Hamás matizó sus palabras, diciendo que se habían sacado de contexto.
El error de cálculo de Hamás es llamativo, sobre todo teniendo en cuenta los antecedentes. Hay un patrón recurrente en la historia de Israel que resulta fácilmente reconocible. Israel no suele atacar unilateralmente, pero, cuando recibe un ataque, lo utiliza para avanzar con determinación hacia lo que parece ser el proyecto último del sionismo más radical, el Gran Israel. Al contar con una capacidad militar formidable, ha respondido a los ataques externos mediante la anexión de nuevo territorio y la eliminación de toda posibilidad de coexistencia con un Estado palestino. Ocurrió así cuando, tras la declaración de independencia de 1948, los países árabes atacaron e Israel aprovechó para ampliar considerablemente el territorio que había establecido Naciones Unidas, desplazando a cientos de miles de palestinos y matando a más de 10.000 de ellos (a este episodio se lo conoce como la Nakba). Volvió a ocurrir tras la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando, de nuevo ante una movilización de los ejércitos de varios países árabes, Israel se impuso militarmente en muy poco tiempo y llevó a cabo la anexión de Gaza y Cisjordania (más la península del Sinaí y los altos del Golán). Y está ocurriendo también ahora, pues el ataque del 7 de octubre ha sido la coartada empleada por Israel para hacer inviable la vida de los palestinos en Gaza (así como para avanzar en los asentamientos en Cisjordania).
No quiero negar con ello que Israel tenga un problema grave de seguridad, rodeado como está de regímenes hostiles y con una población palestina en los territorios ocupados que arrastra décadas de opresión. Los israelíes suelen insistir en que quienes no vivimos allí no somos capaces de calibrar lo que supone vivir bajo una amenaza permanente. Recurren a esta tesis para justificar la brutalidad de su respuesta. En el contexto actual, su postura es clara: no hay coexistencia posible con Hamás y por tanto la prioridad es exterminar a los islamistas (con independencia de lo que cueste en vidas palestinas). Sostienen que, de no haber sido por el ataque del 7 de octubre, jamás habrían emprendido una campaña militar como la que se ha llevado a cabo en estos últimos dos años. Esta es la respuesta que, por ejemplo, defendía en las páginas del New York Times el exministro Benny Gantz frente a las críticas de Pedro Sánchez.
Ahora bien, una cosa es tener que afrontar un problema de seguridad y otra bien distinta considerar que cualquier acción contra Hamás está justificada al margen de las vidas humanas en juego. El ejército israelí ha matado a más de 65.000 palestinos (habiendo muchos miles más desaparecidos), de los cuales se estima que alrededor del 80% eran civiles. Para hacerse una idea de la profunda asimetría en este conflicto, conviene recordar que las bajas de combatientes israelíes después del 7 de octubre no llegan al millar. No hay solo una destrucción de vidas humanas sin precedentes, sino que Israel ha arrasado el tejido urbano y económico de Gaza, haciendo inviable la vida civil en aquel lugar, ya muy golpeado antes del 7 de octubre. De ahí que hablemos de genocidio (más allá de consideraciones jurídicas). El genocidio, se mire como se mire, no es una forma de garantizar la seguridad del Estado judío en el futuro, sino un paso crucial en la realización de un Israel que se extienda desde el río hasta el mar.
En el momento de escribir estas líneas, parece que nos acercamos a un cese de las hostilidades. Es probable que Hamás libere a los rehenes en los próximos días e Israel pare sus ataques. Se trata de un avance y dará un respiro a los palestinos tras dos años de sufrimientos, privaciones y hambre. Qué pasará después no lo sabe nadie. En cualquier caso, resulta dudoso que, si el plan de paz presentado por Trump consigue el acuerdo de las partes, ello signifique un futuro de esperanza para los palestinos. Habiendo llegado tan lejos Israel, quizá Estados Unidos consiga evitar una limpieza étnica a gran escala, pero todo indica que los palestinos que se queden en Gaza serán una molestia y vivirán en reductos fuertemente vigilados e intervenidos.
Nunca Israel había reaccionado de forma tan inhumana ante una agresión. La barbarie de su ataque en Gaza es resultado de un Gobierno ultranacionalista de extrema derecha. La propia opinión pública israelí da muestras de una impiedad escalofriante. Entre otras muchas lecciones, la guerra de Gaza debería hacernos más precavidos ante los riesgos de la extrema derecha en el mundo y la degradación política y moral que trae consigo.
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7 de octubre: ¡No olvidamos!/ David Obadia es presidente de las comunidades judías de España.
ABC; Martes, 07/Oct/2025
El sábado 7 de octubre de 2023 quedará grabado para siempre en la memoria del pueblo judío. Ese día, en medio de la festividad de Simjat Torá, la celebración de la alegría de la Torá que marca el cierre de Sucot, ocurrió algo que nadie podría haber anticipado: una violencia desmedida, organizada y cruel irrumpió en la vida cotidiana de miles de personas. Lo que comenzó como un día de celebración se transformó en un día de horror, muerte y destrucción.
No olvidamos las imágenes que las televisiones difundieron ni las que circularon por las redes sociales. Eran imágenes inusuales, difíciles de comprender, que mostraban a personas armadas invadiendo poblaciones, disparando indiscriminadamente en las calles, subiendo a los tejados, deteniendo automóviles y ametrallando a sus ocupantes. Era la expresión del odio más absoluto, la manifestación de una maldad organizada que no distinguía entre jóvenes, adultos o mayores.
Lo más estremecedor de aquel día fue la frialdad con la que los agresores grababan y transmitían en directo sus atrocidades. Violaciones, amputaciones, asesinatos, persecuciones y quema de familias enteras vivas quedaron registradas en vídeos que recorrieron el mundo, dejando constancia de un nivel de barbarie que parecía inimaginable en el siglo XXI. No olvidamos esas imágenes. No olvidamos el sentimiento de angustia, de impotencia y de incomprensión ante la magnitud del horror. No olvidamos la empatía que sentimos hacia aquellos jóvenes sorprendidos por la muerte sádica mientras celebraban la paz en un festival de música, hacia las familias que acampaban durante la festividad, hacia los mayores que dormían plácidamente en sus hogares.
No olvidamos la guerra que vino después, las víctimas inocentes, los desplazados. El dolor en una y otra parte.
Aquí, en España, tampoco olvidamos lo que vino después. El mismo día, algunas voces intentaron justificar la masacre como una supuesta resistencia armada. Nos costó comprender cómo, en medio del 'shock', algunos dirigentes políticos llegaron incluso a alegrarse de lo sucedido. Al día siguiente, en Madrid y Barcelona, se convocaron concentraciones en favor de la causa palestina al grito de «resistencia». No olvidamos a las familias judías españolas que vieron sus casas marcadas con la Estrella de David, a la pareja que recibió una pedrada por la ventana de su salón. No olvidamos cómo, tras la conmoción inicial, se desató una ola de antisemitismo en España como no se había visto en tiempos recientes.
Los episodios fueron múltiples y escalofriantes. El intento de asalto a la sinagoga de Melilla, once días después de la masacre; el intento de incendio de una pizzería 'kosher' en Madrid, donde clientes cenaban en su interior; los mapas de Barcelona y Melilla señalando comercios judíos; buzones marcados con esvásticas; pegatinas en las fachadas de sinagogas y comercios; panfletos amenazantes enviados a estudiantes judíos…
No olvidamos las pintadas que proliferaron en distintas ciudades españolas, llamando a los judíos nazis, asesinos, genocidas, perros, o afirmando que «los judíos deben morir». No olvidamos la presión que han sufrido los estudiantes judíos en colegios y universidades, rodeados de campañas de adoctrinamiento, carteles, llamamientos a huelgas y consignas. No olvidamos las viñetas antisemitas que confunden y culpan a todo el pueblo judío, los comentarios en tertulias mediáticas que perpetúan estereotipos y el señalamiento público de comunidades y personas.
No olvidamos que algunas organizaciones oficiales eligieron como eslogan la campaña de Hamás, «desde el río hasta el mar», que llama a la destrucción de Israel, y que se difundieron carteles en los que se hacía desaparecer del mapa al Estado israelí. No olvidamos los boicots, las persecuciones a judíos e israelíes, los insultos y las expulsiones de locales públicos. No olvidamos las comparaciones constantes del Holocausto con la guerra actual y la ruptura de relaciones de instituciones políticas y académicas con Israel. El antisemitismo adoptó formas variadas y complejas. Según la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), de la que España forma parte, «exigir a Israel un comportamiento no esperado ni exigido a ningún otro país democrático» constituye antisemitismo.
No olvidamos a los amigos de Castrillo Mota de Judíos (Burgos) que con demasiada frecuencia amanecen con pintadas amenazantes y, en una ocasión, hasta con un incendio en los contenedores de basura.
Pero no todo fue oscuridad. Pocos días después de la masacre, el Ministerio del Interior reforzó la seguridad en sinagogas y colegios judíos, tras el llamamiento de Hamás a la «yihad global».
No olvidamos las concentraciones contra el antisemitismo en Madrid, Málaga y Barcelona, ni los grupos que se formaron para luchar contra este fenómeno: la Coordinadora contra el Antisemitismo, la Red Académica contra el Antisemitismo, el grupo de profesores de la UNED y muchas otras organizaciones. No olvidamos a todas las personas y colectivos que entienden que el antisemitismo es una enfermedad del alma que empieza con los judíos, pero no termina con ellos.
Hoy, al recordar el 7 de octubre, sentimos una mezcla de dolor y resiliencia. No olvidamos, y la memoria nos obliga a mantener viva la conciencia sobre los peligros del odio. Nos preguntamos, con honestidad y sinceridad, si algún día podremos perdonar.
El 7 de octubre es más que una fecha. Es un símbolo de la necesidad de estar alerta para proteger los derechos humanos, denunciar la injusticia y combatir el antisemitismo en todas sus formas. Es un llamamiento a la acción, un recordatorio de que la memoria es también responsabilidad colectiva.
Y afirmo con claridad: no queremos guerra. No queremos que sigan muriendo civiles inocentes, ni israelíes ni palestinos. Rechazamos la violencia que arrastra a pueblos enteros al sufrimiento, y creemos firmemente que la paz, la convivencia y el respeto mutuo son el único camino posible.
Este es el mensaje que debemos transmitir, firme y claro, para que las futuras generaciones comprendan que la memoria es la base de la justicia y que la indiferencia solo permite que la barbarie se repita. Que este día, marcado por la tragedia, también sirva para fortalecer nuestra determinación de construir un mundo en el que la paz, la convivencia y el respeto mutuo prevalezcan sobre el odio y la violencia.
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El duelo traumático de Israel/ Rogelio Alonso es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.
El Mundo, Martes, 07/Oct/2025
«Mamá, todo irá bien». Son las últimas palabras de Or a su madre, Sabine Taasa, el 7 de octubre de 2023. Poco después, terroristas de Hamas asesinan al joven de 17 años descerrajándole seis tiros en la cabeza. Gill, el marido de Sabine, y sus dos hijos, Koren y Shay, de 12 y ocho años, se esconden en un habitáculo al que los terroristas lanzan una granada. Gil muere protegiendo a los pequeños, que lloran desconsolados con sus cuerpos ensangrentados. «¡No puedo soportarlo, no oigo nada con el oído izquierdo!», «¡Mi papá, mi papá!», grita Koren. «Papá está muerto», llora delante de los asesinos. «Quiero a mi mamá», gime Shay al susurrarle su hermano: «Vamos a morir». Koren le pregunta a Shay si ve con un ojo destrozado en la explosión. «Solo veo con uno», solloza suplicando ayuda. «¡Quiero morir! ¿Por qué sigo vivo?», clama desesperado.
Son miles las aterradoras historias de la masacre perpetrada por Hamas, cuya magnitud describió la Premio Nobel Herta Müller: «Una desintegración total de la civilización. Hay un horror arcaico en esta sed de sangre que ya no creía posible en estos tiempos. Sigue el patrón de la aniquilación mediante pogromos, un patrón que los judíos conocen desde hace siglos. Por eso todo el país está traumatizado, porque la fundación del Estado de Israel pretendía proteger contra tales pogromos». Debemos recordarlo cuando ya no nos persiguen las imágenes atroces de aquel día en que miles de seres humanos fueron asesinados y heridos, secuestrados, quemados vivos en sus propios hogares, mujeres violadas, un país de nueve millones en shock ante la amenaza real a su supervivencia. Ahora el sufrimiento presente en los medios es el de la población civil en Gaza. Imposible no conmoverse ante este horror que relega al olvido al que lo provocó, como sucede al evocarlo, pero ignorando sus implicaciones hoy.
Muchos israelíes piden el final de la acción militar por motivos distintos a los que mueven a quienes a miles de kilómetros aplacan sus conciencias demonizando a Israel. Son las víctimas de Hamas, israelíes que con honestidad someten a escrutinio a su propio Gobierno ante el enorme coste de una guerra inhumana, como todas, contra terroristas que utilizan a civiles como escudos, y que perpetúa la agonía de los rehenes. Lo hacen sin la pose moral de quienes califican como desproporcionada la reacción de Israel, pero minimizan el terror que la desató al recompensar a Hamas con el reconocimiento de un inexistente Estado palestino.
«Un cliché, una fórmula irrelevante e impracticable». Así califica Shlomo Ben Ami en el diario Haaretz la falsa «solución» de los dos Estados con la que tantos intentan salvar la cara soslayando los verdaderos desafíos que afrontan israelíes y palestinos. Subraya su fin performativo en el Washington Institute el palestino Samer Sinijlawi asumiendo la responsabilidad eludida por tantos estadistas: «¿Cómo convencemos a los israelíes de que los palestinos pueden ser verdaderos socios? Tras el 7-O, la mayoría de los israelíes se oponen a un Estado palestino no por ideología, sino por miedo». Imposible esa imprescindible confianza cuando la Autoridad Palestina, erróneamente presentada como moderada, considera a Hamas como parte del movimiento nacional palestino. Evitó su designación como terrorista en la ONU tras el 7-O y jamás ha condenado el terror en estado puro de Hamas aquel día, limitándose a rechazar los ataques contra civiles y solo tiempo después. Quienes liderarían ese nuevo Estado atribuyen el 7-O a «la ocupación israelí», culpando cínicamente a las víctimas.
La misma actitud de Qatar y Turquía –que ahora respaldan el plan de Trump–, autocracias que, con Irán, son el principal apoyo político y económico de Hamas. Durante dos años han sido «mediadores» de parte, normalizando las injustas exigencias de los terroristas en negociaciones en las que nunca avalaron que todos los rehenes fueran liberados de inmediato. De ahí el escepticismo de los israelíes, que en su mayoría aceptan resignados el nuevo plan con la esperanza de que permita el regreso de sus compatriotas, aunque 250 terroristas sean excarcelados a cambio;y temiendo que Hamas eludirá su desarme y disolución.
Como explica Ilanit Hasson, catedrática de Psicología, Israel es hoy una nación que sufre un terrible «duelo traumático». La pena profunda por la pérdida de seres queridos y compatriotas se mezcla con el miedo por la brutalidad sufrida, el sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad y el estrés postraumático. En esa dramática coyuntura, mientras los misiles de Hamas siguen amenazándoles, y miles de reservistas y sus familias soportan una inmensa tensión, con centenares de soldados muertos en combate, se trivializa el término genocidio. La propaganda asocia a Israel con esa aberración dando credibilidad al «Ministerio de Salud» en Gaza, o sea, al despiadado movimiento terrorista que es Hamas. La sociedad israelí no ignora la feroz respuesta de su Estado a la deshumanización del 7-O. Cuestiona democráticamente las decisiones de su Gobierno y se manifiesta defendiendo la humanidad de las víctimas palestinas reclamando que cesen las muertes. Ni una sola protesta contra la inhumanidad del 7-O, sino júbilo, en países árabes que con nuestras democracias estigmatizan a los israelíes. Tampoco cuando Hamas asesina a gazatíes que le exigen desesperados que ponga fin al terror.
Parafraseando a Toba Hellerstein, funciona el arquetipo de Hamas como víctima y antihéroe que usa medios reprensibles, pero por una causa que se dice justa. Como si esta no quedara corrompida por el salvajismo de Hamas, al que se eleva como garante de los derechos de los palestinos a los que oprime. Sin embargo, Israel es representado como un villano vengativo cuyos errores al proteger a sus ciudadanos carecen de absolución. «Trump y Netanyahu acuerdan un plan para someter a Gaza», tituló El País deformando una iniciativa que busca someter a Hamas, no al territorio en el que ha impuesto su terror. Y es que, por primera vez, se coloca la presión sobre Hamas para detener la guerra. Quienes se limitaron a reconocer el Estado palestino nunca exigieron como condición previa al cese de la ofensiva israelí la liberación inmediata de todos los rehenes. No hubo liderazgo moral contra Israel, sino inmoral apaciguamiento de Hamas, que pudo haber parado la matanza si España, entre otros, hubiera reclamado a Qatar lo que ahora los terroristas dicen aceptar.
Pierre Renouvin identificó como factores determinantes de las guerras los intereses nacionales, los partidistas, los personales y el carácter de los gobernantes. Todos ellos confluyen y explican la continuidad de la intervención israelí, aunque entren en conflicto entre sí. Pero casi nadie apunta a los intereses de quienes han evitado la derrota de Hamas y perpetuado la muerte de palestinos: Qatar y Turquía, avalistas de Hamas que ahora dicen aceptar su desaparición, aunque sus actos revelan que procrastinarán, como sugiere la aceptación parcial del plan por el grupo terrorista.
Israelíes críticos con prolongar la guerra sostienen que Hamas, diezmado, ya no supone una amenaza estratégica pese a su pervivencia. Su destrucción total exige una fuerza que en ocasiones rebasa límites legales y éticos, desatando la presión internacional con la que Hamas coacciona a Israel. Al mismo tiempo, la guerra ha forzado a Hamas a aceptar imposiciones de las que hasta ahora se le había eximido. Ante este dilema, los sondeos del profesor Shaul Kimhi indican que la resiliencia de los israelíes varía según su patriotismo y su confianza en un Gobierno con partidos que desean la anexión de Gaza y Cisjordania, y un primer ministro procesado por corrupción que rehúye una investigación por los fallos detrás del 7-O. La desmoralización es menor en los partidarios gubernamentales que en los opositores, para quienes los intereses de sus dirigentes prevalecen sobre la liberación de los rehenes.
En ese contexto, Hamas ataca la cohesión social con crueles vídeos como el de Evyatar David, rehén de 24 años. Su cuerpo esquelético es el espejo del Holocausto, el infierno evocado de nuevo por la barbarie de Hamas. En un túnel en el que apenas puede ponerse en pie o estirar sus famélicos brazos, cava lo que describe como su propia tumba culpando a Netanyahu. Herta Müller definió como «monstruos» a los autores del 7-O. Dos años después, muchos fuera de Israel muestran más compasión hacia ellos que hacia sus víctimas.
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