10 oct 2025

¿Nos equivocamos con Trump?/

¿Nos equivocamos con Trump?/David Jiménez Torres, doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Cambridge y profesor en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la Universidad Complutense

 El Mundo, Viernes, 10/Oct/2025 

Y ahora, ¿qué hacemos con Donald Trump? Quienes tienen -tenemos- una opinión muy negativa sobre el presidente estadounidense ¿debemos revisarla a la luz de los acuerdos que se van materializando en Gaza? Incluso si seguimos viendo con horror su política doméstica, ¿debemos aceptar que su papel internacional puede ser mucho más positivo de lo que inicialmente se pensó?

Es verdad que muchas de las críticas a lo que ha hecho Trump en estas últimas negociaciones -y todas las que comentaré a continuación son críticas que yo mismo he compartido- pueden parecer mal planteadas, e incluso mezquinas. Su plan de paz es vago y poco serio, pero, como acabamos de ver con el asunto de los rehenes, cada uno de los veinte puntos que lo conforman tendrá un desarrollo posterior más extenso y detallado. Lo importante era encontrar un marco que aceptasen todas las partes. Es más, la vaguedad del plan probablemente ha ayudado a que todos lo acepten: les permite pensar que ya encontrarán la forma de escabullirse de lo que no les gusta más adelante. Y no es un logro menor haber conseguido que se dé el primer paso; es el requisito indispensable para que vengan luego todos los demás. Incluso si el proceso descarrila pronto, ¿debemos despreciar lo que supone haber puesto fin al suplicio de los rehenes y al de todos esos gazatíes que padecen las consecuencias inmediatas de la guerra? Y si este proceso no conduce a una paz duradera, ¿no estaría Trump fracasando exactamente donde ya lo han hecho decenas de líderes a los que juzgamos con menor severidad?

También resulta problemático criticar que Trump no haya presionado antes a Netanyahu, o que esta paz sea demasiado favorable a los intereses israelíes, o que se esté postergando nuevamente la solución a la cuestión palestina. Por emplear un término que fue muy utilizado durante nuestra Transición, hay que tener presente la correlación de fuerzas: la abrumadora superioridad militar israelí supone que la paz siempre se iba a parecer bastante a lo que se ha aceptado ahora.

Incluso sorprende que muchos de los que animan a Ucrania a aceptar una paz favorable a Rusia, pese a que sus fuerzas armadas llevan tres años resistiendo eficazmente contra las de Putin, hayan animado a una Hamas completamente diezmada a rechazar las condiciones ofrecidas por Estados Unidos. O se es realista o se es maximalista, pero es difícil sostener ambas posturas a la vez. Y resulta especialmente difícil para quienes denuncian que en Gaza se estaba llevando a cabo nada menos que un genocidio. La gravedad de la situación humanitaria en la Franja ¿no debería llevarnos a ver el vaso de la intervención trumpista medio lleno, y no medio vacío?

Estas negociaciones también parecerían validar la imagen de Trump como el gran disruptor que necesitamos. El presidente norteamericano no es un político serio ni convencional, pero eso -argumentan algunos de sus defensores- es necesario para provocar shocks en sistemas que necesitan cambios. Y este planteamiento se aplicaría tanto a la cultura política de Washington como a algunos conflictos enquistados durante décadas, y ante los cuales varias generaciones de políticos y diplomáticos serios ya han fracasado. Según esta perspectiva, no debería importarnos que Trump sea un narcisista patológico, ni que anuncie grandes acuerdos geopolíticos a través de ridículos posts en su red social, ni que busque tan descaradamente el Nobel de la Paz: todo aquello que nos provoca rechazo también sería lo que le permite dar con soluciones creativas a problemas cronificados.

Dicho todo esto, muchas de las críticas a la estrategia de Trump siguen siendo tan válidas hoy como lo eran ayer. Y creer esto no implica una animadversión irracional o avinagrada hacia él, sino que supone más bien entender lo extraordinariamente incierta que continúa siendo la situación en Oriente Próximo. Porque un alto el fuego no es una paz. Ni siquiera garantiza una reconstrucción. Y si eso es cierto en general, parece especialmente claro en el caso que nos ocupa. Todos los elementos del plan de Trump que van más allá de la liberación de los rehenes o la suspensión de los bombardeos requerirán pericia, constancia y creatividad. No será nada fácil conseguir que las autoridades de transición ejerzan la autoridad real en Gaza, ni que Hamas entregue todas sus armas, ni que la actividad económica palestina recupere algo parecido a la normalidad, ni que las facciones más extremistas de la política israelí acepten aquellos aspectos del plan de paz con los que ya han expresado su desacuerdo.

Es aquí donde las dudas acerca del carácter de Trump cobran sentido. El actual inquilino de la Casa Blanca no es un hombre serio, pero sobre todo no es un hombre constante. Su trayectoria política está repleta de momentos en los que se encapricha con un tema -generalmente por las razones equivocadas-, le dedica unas semanas de estridente atención, y luego pasa a otra cosa. En 2018 decidió que iba a acabar de una vez por todas con el contencioso con Corea del Norte; unos meses, dos cumbres y muchos telediarios después, dejó el asunto más o menos como lo había encontrado. Es cierto que el conflicto árabe-israelí resulta mucho más difícil de olvidar, pero también lo es que el plan de Trump exige una implicación personal del presidente durante mucho tiempo. Parece inevitable que haya momentos en los que tendrá que presionar nuevamente a Israel, o en los que deberá hablar con los cataríes o los egipcios para que ellos presionen a Hamas, o en los que se verá obligado a resolver problemas ligados a esa nebulosa Board of Peace que gestionará Gaza o a esa fuerza internacional que deberá mantener allí el orden. Sabiendo lo que sabemos sobre Trump, ¿es probable que se mantenga centrado en todo esto? La vaguedad de su plan puede haber ayudado a que las partes lo aceptaran, pero también hace más probable que todo el proceso descarrile en cuanto deje de estar encima de él.

Al final, hay motivos para recelar del providencialismo con el que Trump suele vender sus intervenciones diplomáticas. Que él sea quien finalmente haya acordado un plan de paz no significa -como sostienen sus más ardorosos defensores- que solamente Trump pudiera acordar dicha paz. La disposición a aceptar sus propuestas está influida por muchas de las consecuencias de estos dos años de guerra: desde el progresivo desmantelamiento de Hamas hasta la creciente fatiga de los reservistas israelíes. Si Trump hubiera sido presidente cuando se produjeron los ataques de Hamas, y Biden le hubiera derrotado a finales de 2024, ¿es imposible pensar que Biden habría podido impulsar un acuerdo parecido al que se está viendo ahora? Por otra parte, la persistente incapacidad de Trump para poner fin a la guerra ruso-ucraniana ¿no muestra que su papel no es tan providencial e infalible como él mismo pretende? Hay razones, sí, para pensar que quizá nos equivocamos con Trump; pero también hay razones para creer que él también lo hace.


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