17 feb 2007

Sobre Fukuyama


Fukuyama; la sombra de Pol-pot sobre Bagdad/Oscar Elía Mañú (GEES, Grupo de Estudios Estratégicos, 19/07/2006); http://www.gees.org/articulo/2760/

El autor es Licenciado y doctorante en Filosofía por la Universidad de Navarra; investigador de la filosofía política y el pensamiento estratégico en Raymond Aron.

Fukuyama contra los molinos neoconservadores
Muchos y variados son los temas de la última obra de Francis Fukuyama, “America at the Crossroads. Democracy, power, and the neoconservative legacy” (YUP, 2006). Poca novedad encontrará quien siga de cerca los debates políticos norteamericanos. En un libro de indudable olfato mediático, precedido de la batalla intelectual en periódicos y revistas, Fukuyama da por finalizado el recorrido de la doctrina neoconservadora, y establece los errores capitales que la Administración Bush y sus “seguidores neoconservadores” cometen en Irak. tales errores se reducen principalmente a tres.
En primer lugar, Fukuyama repite la tesis estratégica defendida en los últimos años, y que hunde sus raíces en el optimismo histórico de “El fin de la historia”. Para el profesor de la Johns Hopkins University, el terrorismo islámico no constituye ningún tipo de amenaza seria para las democracias occidentales, razón por la cual el temor neoconservador, ejemplarizado en la obra de Kristol y Kagan “Present Dangers; Crisis and Opportunity in American Foreign and Defense Policy” (2000), carece de sentido.
Para Fukuyama, el terrorismo islámico es una reacción al proceso de la modernidad, que no es otro que el del triunfo de la democracia liberal. Desde este punto de vista, la historia es un movimiento en el que la democracia se acabará imponiendo en todo el mundo; a este proceso se oponen determinados fenómenos, como reacciones ante un fenómeno acelerado. El terrorismo islámico es así más un fenómeno psicológico irracional que un proyecto político con posibilidades de éxito.
Mucho se ha escrito acerca de la concepción que Fukuyama tiene de la democracia, y del hecho de que parece entenderla únicamente en términos ideales o abstractos; contra los detractores de su optimismo post-1989, afirma que su tesis es que la democracia liberal triunfa pero como idea legitimadora. Ello le permite afirmar que Estados Unidos y los neoconservadores sobreestiman la amenaza terrorista; ésta no presenta ninguna posibilidad de éxito ante la legitimación política liberal. El problema es que siguiendo a Fukuyama, cualquier amenaza terrorista queda sobreestimada, puesto que ninguna parece alternativa legítima real al parlamentarismo. Como el terrorismo islámico con el ideal liberal, tampoco ETA parece ser alternativa al constitucionalismo, con lo que siguiendo al autor de “América at the Crossroads”, de poco deben preocuparse los gobernantes.
En segundo lugar, Fukuyama recuerda que la Administración Bush no tuvo en cuenta la reacción antinorteamericana surgida en contra de la intervención en Irak. De nuevo en clave abstracta e historicista, Fukuyama parece centrar su interés en los grandes debates intelectuales dialécticos que en la realidad y concreción de los hechos. Si el fundamento de la intervención americana contra el sátrapa de Bagdad es moral, la cuestión que tanto preocupa a Fukuyama, la reacción ideológica, es secundaria. La reacción que la política exterior estadounidense causa en el mundo es un importante aspecto; poco determinante parece cuando el interés se centra en garantizar la seguridad norteamericana o liberar a los iraquíes del yugo de Sadam.
La tercera crítica de Fukuyama va contra la falta de previsión de la administración norteamericana de las consecuencias de la guerra y las condiciones de la postguerra. Sin pretenderlo, Fukuyama pone el acento en el verdadero problema de la política, que no es otro que la decisión del gobernante en determinadas circunstancias históricas. La historia humana está repleta de consecuencias imprevisibles, de decisiones aventuradas y poco meditadas. Todas ellas pertenecen a las circunstancias del gobernante, pero Fukuyama eleva las consecuencias a categoría ideológica; los errores norteamericanos en Irak serían consecuencia de las premisas teóricas neoconservadoras, y no de errores tácticos o estratégicos más o menos lógicos e inevitables. Podremos convenir en el problema de la imprevisión; es rotundamente falso que éste se deba al sustrato ideológico neoconservador.
La obra es violentamente historicista; sobreestimar el terrorismo, sobreestimar las reacciones futuras, no anticipar las dificultades del mañana presentan un aspecto cierto, pero están basadas en la convicción determinista en que el sentido de la historia es único e inamovible, y que los gobernantes no pueden sino tratar de sumarse a él de la mejor manera posible. Tal determinismo, violentamente antiliberal y anticonservador, está presente en la obra de Fukuyama de 1989, y no parece haberse suavizado o matizado en los últimos años.
La crítica de Fukuyama a la política norteamericana es totalmente cierta a condición de aceptar que el terrorismo islámico no es una amenaza importante para las democracias liberales, que éstas son ante todo un concepto de discusión y acuerdo dialéctico entre EEUU y el resto del mundo, y que la intervención contra la tiranía y el totalitarismo carece de sentido cuando será la historia la que lleve la democracia a Irak, Irán, Corea del Norte, China o Marruecos. Si la democracia llegará necesariamente a Irak, toda acción política encaminada en esa dirección será aventurada y pecará de falta de prudencia.
Sin embargo, al lector heredero del siglo XX, de los grandes totalitarismos, de los esfuerzos de las ideologías por crear un hombre nuevo y una nueva humanidad, llamará la atención la adscripción que Fukuyama hace del movimiento neoconservador a la llamada ingeniería social. Sería difícil en pocas líneas demostrar que el movimiento neocon no es posiblemente ni movimiento ni neocon, sino que con el se denomina a una derecha que sólo parece tener en común la frenética actividad intelectual. Pero sí merece la pena recordar uno de los grandes errores ideológicos, históricos y teóricos de Fukuyama, y es la utilización del término ingeniería social con ambigüedad, abstracción y alegría mediática.
Fukuyama; anti-liberal, anti-conservador, anti-político
Efectivamente, como afirma Fukuyama (pág. 114), los neoconservadores reconocen una evidencia; el régimen interno de los Estados tiene una consecuencia inmediata en las relaciones con los demás países. Ni siquiera el pacifismo violento de la coalición mediática y política española puede negar que el régimen baasista era un peligro para toda la región, desde los Estados del Golfo hasta Israel. En principio, un régimen totalitario es más proclive a la guerra que uno democrático. Una política internacional sin sobresaltos ni crisis es más fácil si los distintos regímenes abrazan políticas democráticas.
La conclusión histórica de tal argumento es que la democratización de Irak rebajaría la tensión todo Oriente Medio, desanimaría a regímenes indecentes y animaría a unas relaciones pacíficas entre países. Para ello la intervención, activa o pasiva, se convierte en una opción necesaria. Pero al tiempo, reconoce el autor, los neoconservadores advierten del riesgo de una ingeniería social ambiciosa, fruto del origen anti estalinista de todos ellos. Tales principios, a los ojos de Fukuyama contradictorios, son, sin embargo, complementarios, en la medida en que uno afecta a la misma naturaleza de la política y el otro al pensamiento liberal-conservador.
Heredero estruendoso del historicismo hegeliano, el supuesto carácter liberal-conservador de su doctrina choca con un desconocimiento de la derecha liberal europea. En “The end of History” apenas cita a Popper, Aron o Hayek, los tres mayores críticos del mismo determinismo hegeliano que Fukuyama celebra con entusiasmo. Tampoco en “America at the Crossroads” dedica mayor atención a la derecha europea antimarxista, que es derecha por su carácter antihistoricista. Ocupado en demostrar el triunfo necesario del liberalismo olvida profundizar en su pensamiento.
El pensamiento liberal-conservador, más allá del mundo neoconservador que sólo es parte actual de éste, contiene ambos elementos; por un lado considera que el ordenamiento jurídico y constitucional debe entorpecer lo menos posible la vida espontánea de la sociedad; el estado hobbesiano no es sino un monstruo totalitario que vela por la seguridad de los ciudadanos que lo han creado y encerrado en sus límites. La clásica doctrina del pacto social reincide en esta idea; la política es posterior a las relaciones sociales de los individuos, y surge únicamente con carácter instrumental. Es la aportación moderna a la teoría política.
Pero la preocupación liberal en mantener lo público alejado de lo privado no puede dejar de tener en cuenta que tal constructo es imposible; la política es precisamente acción, y desde Aristóteles sabemos que ésta cambia la faz de la sociedad. El hombre es una animal social y un animal político. Sociedad y política son indisolubles, enseña la filosofía política clásica. Esta esencia de lo político es inalterable, pese a los esfuerzos a veces estériles de la modernidad.
En este sentido, entre sociedad y política se establece una relación dialéctica; la primera no puede dejar de ser el origen de la segunda, y ésta no puede dejar de dibujar el futuro de la primera. Tal naturaleza de lo político no puede dejar de resultar problemática; ni el científico podrá defender un tipo necesario de régimen aludiendo a las características sociales ni el político podrá configurarla a su gusto. Esta incertidumbre parece consustancial al destino de las colectividades, y permite que la actividad política siga siendo una actividad libre, influenciada pero no determinada por las tendencias sociales.
Para el analista, la tentación sociologista es fuerte. Fukuyama cita a Tocqueville; la democracia americana sólo es posible en unas condiciones sociales, culturales y religiosas determinadas, afirma el autor de “La democracia en América”. Más allá de lo que quiso decir Tocqueville, y sin mayor profundización, el autor cita a Tönnies, Weber o Durkheim, y deriva su argumentación hacia una interpretación sociologista; son las condiciones del desarrollo económico y social las que hacen brotar el régimen político y determinan su desarrollo.
Si en “El fin de la Historia” Fukuyama mostraba un carácter historicista, en “Amèrica en la encrucijada” muestra un carácter sociologista; nada hay que hacer cuando el análisis social señala que el régimen resultante está predeterminado. Si esto es así, ninguna iniciativa política, no ya en Irak, sino en ninguna parte del mundo, es libre de superar el yugo de la sociología. La acción política deja entonces de tener sentido, y desaparece irremediablemente. Defendiendo una continuidad necesaria entre el carácter de la sociedad y el régimen político, para Fukuyama cualquier iniciativa propiamente política del gobernante aparece como temeraria.
Tal parece ser la razón del desenfoque teórico de Fukuyama; desde un sociologismo en el que la política sigue la inercia del cuerpo social, cualquier iniciativa propiamente política queda definida como “ingeniería social”. La expresión es tan mediáticamente provechosa como intelectualmente errónea. Para un determinismo así, cualquier acción propiamente política es una osadía y un desafío a la sociedad y a la historia. No sólo es anti-liberal y anti-conservadora; la teoría de Fukuyama es también anti-política. Desde el marasmo de una interpretación de la vida humana determinista y paralizante, cualquier actividad política aparece como “ingeniería social”, eliminando el tenebroso sentido que tal expresión tiene para la historia de las ideas.
Ingeniería social a sangre y fuego
El determinismo histórico y social de Fukuyama, su confianza en una historia que solucionará los problemas del mundo parecen empujarle hacia la creencia en que cualquier acción política es, en el fondo, innecesaria y peligrosa. Desde este punto de vista se entiende la obsesión del autor por denominar “ingeniería social” a la aventura norteamericana en Irak.
El lector inquieto recordará que etimológicamente la ingeniería no es otra cosa que la aplicación de la tecnología, a su vez aprovechamiento práctico del conocimiento científico y teórico. En una época de laxitud intelectual y relajamiento conceptual que afecta también a Estados Unidos, conviene en primer lugar fijar con claridad las definiciones; ni el historiador ni el analista pueden prescindir de cierto rigor en sus estudios. De lo contrario, la discusión naufragará a la manera como en España naufraga la discusión acerca del concepto de “paz”, entre la propaganda y el instrumentalismo ideológico. Conviene pues, profundizar en la idea de “ingeniería social”.
La ingeniería social es la puesta en práctica de una doctrina política de carácter científico. Históricamente, la doctrina científica por excelencia es el materialismo dialéctico, la creencia en un sentido único de la historia, en el que el punto de llegada será la sociedad sin clases, el paraíso humano sobre la tierra. Tanto Lenin como Mao Tse-Tung se pusieron manos a la obra con una creencia; que la historia actual es insoportable, y que sólo un cambio total de la sociedad haría posible que la profecía histórica marxista se cumpliera.
La ingeniería social exige una ciencia que la sustente. Y ésta existía desde un siglo antes; un pasado y un presente considerados como el mal absoluto debían ser destruidos para construir un futuro radiante; el materialismo dialéctico es, ante todo, una verdad científica. Consecuencia previsible, en abril de 1975 las harapientas huestes de Pol-Pot denominaron su llegada al poder de la mejor forma que una ideología simple podría hacerlo; “Camboya Año Cero”, fue el comienzo del intento de crear una nueva sociedad sobre el solar camboyano. Poco añadido teórico al legado teórico recibido del marxismo y del maoísmo, pero añadido técnico y práctico de alcance ilimitado.
Del primero, los jemeres rojos tomaron de la filosofía de la historia; la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. Desde Angkor Watt hasta Lon Nol, la historia camboyana se lee en los términos del Manifiesto Comunista. Desde que la historia es historia, las relaciones humanas han consistido en la relación entre el amo y el esclavo, entre el siervo y el señor, entre el que lo tiene todo y el que no lo tiene nada; entre el capitalista y el proletariado. La Revolución, la toma violenta del poder, es el primer paso hacia la concordia humana; la destrucción del orden social, el medio necesario para llevarla a cabo.
Pero además, la revolución jemer lee también en el Libro Rojo; la revolución es tan internacional como nacional, y libera a los camboyanos tanto del capitalista como del imperialismo. El gobierno de Lon Nol es un perro lacayo de los Estados Unidos, como Dinh-Diem en Vietnam, como Batista en Cuba. El capitalista es también el invasor, y el proletariado es el campesinado. No sólo es el pueblo, también la tierra la que se levanta contra el expolio, y lo hace desde lo mas hondo, desatando una violencia y una fuerza absoluta; desde la Gran Marcha a las bombas en los cafés de Saigón, todo está permitido en nombre del Libro Rojo.
La consecuencia de todo ello no podía ser otra; un proyecto de ingeniería social que llegó a escandalizar incluso en Moscú; los jerarcas del Kremlin creían ser más educados en su destrucción de cuerpos y almas. En el santoral leninista, el proletariado surgido de las fábricas redimiría al mundo; en el santoral maoísta, será el campesinado el que caerá en tromba sobre las ciudades. Para los herederos camboyanos de Mao, La ciudad era el mercado, el intercambio con el extranjero, el dinero, la corrupción, la educación burguesa. Sus ciudadanos estaban demasiado acostumbrados al orden y al bienestar burgués, a vivir a expensas del campesinado que los rodea; Pnom Penh, la corte de Sihanouk, era sinónimo del orden pasado, aquel al que aplicar las técnicas revolucionarias con mayor rigor.
El campo, las penurias, el campo de batalla entre jemeres, tropas camboyanas, vietnamitas y norteamericanas. Refugio de la guerrilla, ¿acaso no nace allí el Partido Democrático de Kampuchea?¿Acaso no fueron las selvas camboyanas las que vieron la coronación de Pol Pot como Gran Timonel de la revolución jemer? Depositario de las esencias genuinas del pueblo camboyano, el campesinado estaba llamado a redimir a todo el pueblo, y ahí organizó el Jemer a sus guerrillas.
Si la teoría maoísta enseña la superioridad del campo sobre la ciudad, la ingeniería enseña que para construir un nuevo mundo es necesario hacerlo sobre los escombros del anterior; la teoría de la destrucción del orden social exige una ingeniería de destrucción de lo urbano. El paraíso comunista exigía que los habitantes de las ciudades fueran evacuados al campo. Ingenuidad política y certeza estratégica; los ingenieros sociales forzaron el exilio forzoso de dos millones de personas, que en largas columnas atravesaron cientos de kilómetros hasta sus destinos, prefijados por el Partido.
No sólo materialmente; espiritualmente las ciudades debían ser eliminadas. La historia es demasiado conocida. Comenzaron con la familia real y la familia de la familia real; con el gobierno y la familia del gobierno; con los profesores, funcionarios, artistas, escritores, comerciantes, artesanos y sus familias. Nada de la antigua Camboya debía quedar en pie, para cumplir la teoría. Pocas fuentes quedaron para contarlo; las que sobrevivieron hablan de cunetas repletas de embarazadas, ancianos y niños asesinados a bastonazos (había que ahorrar balas, como en la China que actualmente celebran empresarios y políticos occidentales), y personas moribundas semihundidas en los arrozales.
Pronto el mundo del campo aprendió a tratar como era debido a los advenedizos de la ciudad, que fueron degradados a “gente nueva”, para diferenciarlos de quienes seguían a Pol Pot desde el principio del experimento. La gente nueva era no obstante testaruda, y hubo que separar a padres, madres e hijos a miles de kilómetros. El experimento funcionó; las ciudades fueron abandonadas llenándose de maleza, convertidas en zonas prohibidas para la mayoría. Con ellas desapareció el comercio, el intercambio, el dinero; la raíz del mal. Camboya se convirtió en algo nuevo, en una potencia agrícola, celebrada por los de siempre en Occidente y aislada celosamente del resto del mundo.
Vía ingeniería social, Camboya cambió; pasó a convertirse en un campo de trabajo, y de ahí a un campo de exterminio. Las consecuencias son bien conocidas; tres millones de muertos, que a fin de cuentas eran prescindibles; “Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos”, rezaba el Jemer. Uno de cada cuatro camboyanos murió en la revolución, la represión, la reeducación y la construcción de un nuevo mundo.
El país asiático pasó a la historia de las ideas políticas como el laboratorio más adelantado de ingeniería social. Sus gobernantes llegaron con una teoría política que era una teoría científica; pusieron en marcha un programa de cambio económico, social y político que incluía la reeducación de los asimilables y la eliminación de todos aquellos que no eran aprovechables. Llevó el legado de Lenin y de Mao a sus últimas consecuencias.
Pol-pot se pasea por las calles de Bagdad
Ningún atleta camboyano participó en los juegos olímpicos de Montreal y Moscú; la mayoría murieron recogiendo arroz en las diarias jornadas de trabajo; en la nueva Camboya se trabajaba doce horas, se dormía ocho y se estudiaba cuatro. El país se convirtió en un infierno terrenal, donde la muerte y el fanatismo rondaban en cada esquina. ¿Por qué traer a la memoria el exterminio camboyano? La aventura de la Administración Bush en Irak será acertada o no, estará bien llevada o llevada de manera nefasta, cometerá errores políticos, estratégicos o tácticos. Pero denominarla “ingeniería social” es un error histórico y político de enormes dimensiones, y una licencia mediática escasamente rigurosa y respetuosa con la realidad.
El proyecto norteamericano para Irak incluye exclusivamente un cambio de régimen; no busca ni destruir el pasado iraquí, ni erradicar sus instituciones tradicionales, ni cambiar la estructura social de los iraquíes. No busca crear un nuevo hombre destruyendo el pasado, ni reeducar en el presente en nombre de la historia. públicamente, la política norteamericana en Irak está disponible en los discursos de Bush, en los de Rice o Rumsfeld, así como en los artículos de Kristoll o Krauthammer, exagerados o no. Ninguno de ellos muestra la más mínima inclinación a una ideología total como la que exige un proyecto de ingeniería social, ni a la defensa de los instrumentos que toda ingeniería social, desde Pnom Penh a Tirana hundieron en la miseria y la muerte a millones de personas.
Lo que Fukuyama denomina doctrina neoconservadora no es una ideología en sentido estricto; ni es una teoría científica de la sociedad ni aspira a serlo. Lo único común a lo que Fukuyama denomina neoconservadurismo es la pérdida de complejos, la toma de iniciativa y la ofensiva intelectual y periodística. Sus miembros ni constituyen ni pretenden constituir algo análogo a lo que es el corpus científico comunista.
A estas alturas de la historia parece ridículo recordar las diferencias entre la intervención norteamericana en Irak y los proyectos históricos de ingeniería social. El conservadurismo de Fukuyama es un historicismo y un sociologismo incompatibles con el pensamiento liberal-conservador. Está más cercano teórica e intelectualmente al marxismo comunismo del que abomina. Su alusión a la ingeniería social norteamericana le impide ver que si existe ingeniería social en Irak es desde el proyecto yihadista de quienes destripan ingenieros y bombardean mercados. Claro que para el profesor de la Hopkins University, basta con sentarse a esperar el fracaso islamista y el triunfo liberal. Triunfo construido, eso sí, sobre una montaña de cadáveres. Curioso y sanguinolente triunfo de la astucia de la historia, que diría Hegel.

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