10 jul 2009

Obama y la Iglesía católica

Antiguo teólogo del Papa destaca puntos en común entre Obama y la Iglesia
El cardenal Georges Cottier analiza los discursos en la Notre Dame y El Cairo
Hay aspectos del pensamiento político del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, y de su "realismo humilde", que podrían acercarse a la doctrina social de la Iglesia, reconoce el antiguo teólogo de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El cardenal Georges Cottier, OP, teólogo emérito de la casa pontificia, prestigioso experto en ética, ha publicado un artículo en la revista
"30 Días", en el que comenta los dos discursos del mandatario estadounidense pronunciados en las universidades de Notre Dame, el pasado 17 de mayo, y en la Universidad islámica Al-Azhar de El Cairo, el pasado 4 de junio.
La publicación de 3o días.
La política, la moral y el pecado original
Los discursos del presidente estadounidense Barack Obama en la University of Notre Dame y en la Universidad islámica Al-Azhar de El Cairo se pueden confrontar útilmente con elementos de la fe y de la doctrina social cristiana
Por el cardenal Georges Cottier, op teólogo emérito de la Casa Pontificia
En las últimas semanas Barack Obama pronunció dos importantes discursos oficiales en dos contextos universitarios muy distintos. El 17 de mayo habló en la University of Notre Dame, la universidad católica de Indiana donde había sido invitado para recibir el doctorado honoris causa con ocasión de la tradicional ceremonia de graduación de 2.900 estudiantes. El pasado 4 de junio, en El Cairo, desde la Universidad islámica Al-Azhar, considerada el principal centro de enseñanza religiosa del islam suní, pronunció un largo discurso dirigido especialmente al mundo islámico.
No quiero hacer un comentario político, que no es de mi competencia. Pero me llamaron la atención muchos acentos contenidos en las dos intervenciones del presidente de Estados Unidos. Más allá de los temas tratados, los discursos han manifestado una mirada sobre el hecho político que podemos confrontar útilmente con elementos fundamentales de la doctrina social de la Iglesia católica.
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En el discurso de Notre Dame me llamaron enseguida la atención las palabras que Obama dirige ya desde el incipit a la juventud. El presidente advierte que estamos atravesando un momento histórico particular, y describe esta circunstancia como un privilegio y una responsabilidad para los jóvenes. Ya en este enfoque positivo hay algo de cristiano. Las tareas de cada generación son tareas en las que la Providencia de Dios no está ausente.
Para valorar completamente el alcance de las dos intervenciones hay que tener presentes dos premisas. Ante todo hay que decir que sus discursos conciernen a problemas de la sociedad temporal. Y la Iglesia ha reconocido, también en importantes encíclicas y documentos del magisterio, la autonomía de las sociedades temporales. Autonomía no significa separación, antagonismo, aislamiento u hostilidad entre la sociedad temporal y la Iglesia. Simplemente, la Iglesia reconoce que la sociedad temporal tiene su propia consistencia, con sus propios fines. En el diálogo con esta realidad, la aportación ofrecida por la Iglesia –que representa el Evangelio y los valores de la gracia– no niega ni oscurece sino que al contrario valoriza esta autonomía de la sociedad temporal.
La segunda premisa es que Obama habla del mundo tal y como es hoy. Sus palabras se refieren a los Estados Unidos, pero con los grandes movimientos de poblaciones que han tenido lugar en los últimos decenios, sus palabras pueden aplicarse a todas esas áreas del mundo –especialmente en Occidente– actualmente habitadas por sociedades pluralistas. Obama es un jefe de gobierno que tiene que vérselas con una sociedad pluralista. Este es un dato que hay que tener presente si de verdad se quieren comprender sus palabras.
De hecho, el discurso en la University of Notre Dame está sembrado de referencias tomadas de la tradición cristiana. Hay, por ejemplo, una expresión que aparece con frecuencia, «terreno común», que corresponde a un concepto fundamental de la doctrina social de la Iglesia, el del bien común.
En la mentalidad actual se da la tendencia a pensar que la moral concierne sólo al ámbito de la vida y de las relaciones privadas. En cambio, también la búsqueda del bien común interpela la referencia a criterios y normas morales (cf. Pacem in terris, n. 80). La moral es siempre la misma, no se modifica según si se aplica a la esfera pública o a la privada. Pero la moral siempre tiene en cuenta el objeto, la realidad a la que se aplica. En este caso, se trata de la búsqueda del bien común en una sociedad pluralista.
Obama toma como punto de partida un dato que la tradición cristiana siempre ha reconocido y tomado en consideración: las consecuencias del pecado original. «Parte del problema está en las imperfecciones del hombre, en nuestro egoísmo, en nuestro orgullo, en nuestra obstinación, en nuestra avidez, en nuestras inseguridades, en nuestros egoísmos: todas nuestra crueldades grandes y pequeñas que en la tradición cristiana se entienden arraigadas en el pecado original»
El problema es más que nunca complejo: cómo buscar juntos el bien común en una sociedad en la que existen ideas diferentes e incluso conflictivas acerca de lo que es bien y lo que es mal. Y cómo proseguir juntos en dicha búsqueda sin que nadie esté obligado a sacrificar nada de sus propias convicciones esenciales. Me parece que podemos estar de acuerdo con su modo de enfocar la búsqueda de soluciones. También porque, al proponerlo, Obama toma como punto de partida un dato que la tradición cristiana siempre ha reconocido y tomado en consideración: las consecuencias del pecado original. «Parte del problema está en las imperfecciones del hombre, en nuestro egoísmo, en nuestro orgullo, en nuestra obstinación, en nuestra avidez, en nuestras inseguridades, en nuestros egoísmos: todas nuestras crueldades grandes y pequeñas que en la tradición cristiana se entienden arraigadas en el pecado original».
En un punto de su discurso dice Obama: «La ironía última de la fe es que necesariamente admite la duda. Conocer con certeza lo que Dios ha previsto para nosotros, o lo que Él nos pide, supera muestras capacidades humanas. Y aquellos de nosotros que creen, deben confiar en el hecho de que su sabiduría [la sabiduría del Señor, n. de la r.] es superior a la nuestra». Aparentemente, hay en este fragmento palabras que parecen desentonar con las enseñanzas de la Iglesia. Como escribe santo Tomás, la fe en cuanto don de Dios es infalible. En la fe no existe la duda. La fe no se equivoca. Pero el creyente puede equivocarse cuando su juicio no procede de la fe. Además, es un hecho que el creyente, sobre todo frente a algunas decisiones prácticas, se plantea preguntas sobre cómo debe actuar, sobre qué criterios le sugiere la fe. Y ante casos concretos de la vida, estos criterios pueden no parecerle siempre tan evidentes y claros, pueden surgir casos de conciencia.
La segunda parte de la frase aclara el sentido que Obama quiere dar a sus palabras: saber con certeza lo que Dios quiere de nosotros «supera nuestras capacidades humanas», pero debemos confiar «en el hecho de que su sabiduría es superior a la nuestra».
Por su parte, la Iglesia católica mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas. Pero el hombre, en las condiciones históricas en que se encuentra, halla muchas dificultades para usar con provecho esta capacidad natural, para llegar únicamente con sus fuerzas a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, así como de la ley natural puesta por el Creador en nuestras almas. Como explica también el Catecismo de la Iglesia católica en los parágrafos 37 y 38, en los que se cita la encíclica Humani generis, el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su comprensión, sino también sobre las «verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón», porque en el estado actual del género humano, «a causa de los malos deseos nacidos del pecado original», estas verdades no pueden ser conocidas «sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error».
En la doctrina cristiana, tener en cuenta las consecuencias del pecado original no quiere decir convertirse en cómplices del pecado, o renunciar a proponer a todos los hombres también las verdades morales cuyo conocimiento, en la concreta condición histórica que viven los hombres sobre esta tierra, parece como ofuscado para muchos.
Tampoco Obama sugiere en su discurso que se hayan de esconder las propias certezas morales, como si se debiera considerar imposible o por lo menos inoportuno afirmar la existencia de verdades objetivas en el contexto de una sociedad pluralista. Lo único que hace es señalar que la experiencia de nuestro límite, de nuestra propia fragilidad, de nuestra miseria, «no debe empujarnos fuera de nuestra fe», sino que simplemente debe «hacernos más humildes», permaneciendo «abiertos y curiosos» incluso en situaciones de confrontación y de contraposición sobre temas éticamente sensibles.
De este modo, la enseñanza tradicional sobre el pecado original sugiere un enfoque de la realidad humana que puede resultar útil, en las actuales circunstancias históricas vividas en las sociedades pluralistas.
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Todas las sociedades pluralistas viven tensiones, contrastes, divisiones acerca de lo que es justo y lo que es injusto. Pero hay un modo democrático de vivirlas, que Obama describe en su discurso y que puede estar en sintonía con una concepción cristiana de las relaciones entre los hombres. Dice Obama: debemos estar convencidos, como pre-juicio (dándole por una vez a esta palabra una acepción positiva), que el otro actúa de buena fe. Incluso quien no piensa como yo. Hemos de evitar la caricatura del otro, respetar al otro, no demonizarlo. La democracia vive de esta inspiración di raíz íntimamente cristiana. Cuando leí los discursos, pensé enseguida en esa encíclica tan hermosa de Pablo VI, la Ecclesiam Suam, donde el papa Montini escribe que el camino de las relaciones humanas en la sociedad es el del diálogo, incluso sobre verdades vitales, por las que se puede llegar a dar la vida.
No se trata de interpretrar a nuestro modo estos discursos, sino de buscar puntos de contacto. El discurso en la University of Notre Dame me recordó también la Dignitatis humanae, gran texto de la doctrina social de la Iglesia, en el que se reconoce el deber de las personas de buscar la verdad, que es un deber ante Dios y nace de la naturaleza humana. Por tanto, cuando respeto al otro, yo respeto en él esta capacidad de verdad.
Otra problemática que a veces causa tensiones en las sociedades pluralistas es la reivindicación de la libertad religiosa de los individuos frente al Estado. Esta reivindicación no comporta como opción obligatoria para el Estado el indiferentismo religioso, sino la conciencia de los límites de sus propias competencias.
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Me ha impresionado que Obama no dejara de afrontar la cuestión más espinosa, la del aborto, sobre la que había recibido muchas críticas también de los obispos estadounidenses. Por un lado estas reacciones están justificadas: en las decisiones políticas respecto al aborto están implicados valores no negociables. Para nosotros está en juego la defensa de la persona, de sus derechos inalienables, entre los cuales el primero es precisamente el de la vida. Ahora bien, en la sociedad pluralista hay diferencias radicales acerca de este punto. Están los que como nosotros consideran el aborto un intrinsece malum; están los que lo aceptan, e incluso algunos que lo reivindican como un derecho. El presidente no toma nunca esta última postura. Al contrario, me parece que da sugerencias positivas –lo subrayó también L’Osservatore Romano del 19 de mayo–, proponiendo de nuevo en este caso la búsqueda de un terreno común. En esta búsqueda –advierte Obama– nadie debe censurar sus propias convicciones, sino que al contrario debe mantenerlas ante todos y defenderlas. El suyo no es para nada el relativismo malentendido de quienes dicen que se trata de opiniones que se contraponen a otras opiniones , y que todas las opiniones personales son inciertas y subjetivas, y, por tanto, conviene dejarlas a un lado cuando se habla de estas cosas.
Tampoco Obama sugiere en su discurso que se hayan de esconder las propias certezas morales, como si se debiera considerar imposible o por lo menos inoportuno afirmar la existencia de verdades objetivas en el contexto de una sociedad pluralista. Lo único que hace es señalar que la experiencia de nuestro límite, de nuestra propia fragilidad, de nuestra miseria, «no debe empujarnos fuera de nuestra fe», sino que simplemente debe «hacernos más humildes», permaneciendo «abiertos y curiosos» incluso en situaciones de confrontación y de contraposición sobre temas éticamente sensibles
demás, Obama reconoce la gravedad trágica del problema; que la decisión de abortar «desgarra el corazón de la mujer». El terreno común que propone es el siguiente: trabajar todos juntos para reducir el número de mujeres que tratan de abortar. Y añade que toda reglamentación legal de esta materia debe garantizar de manera absoluta la objeción de conciencia a los agentes sanitarios que no quieran dar su asistencia a prácticas abortivas. Sus palabras van en la dirección de disminuir el mal. El gobierno y el Estado deben hacer de todo para que el número de abortos sea el menor posible. Ciertamente es sólo un minimum, pero es un minimum precioso. Me recuerda la actitud de los primeros legisladores cristianos que no abrogaron inmediatamente las leyes romanas sobre prácticas no conformes o incluso contrarias a la ley natural, como el concubinato y la esclavitud. El cambio se dio mediante un camino lento, marcado muchas veces por marchas atrás, a medida que el número de cristianos aumentaba en la población, y, con ellos, el impacto del sentido de la dignidad de la persona. Al principio, para garantizar el consenso de los ciudadanos y conservar la paz social, se mantuvieron en vigor las llamadas «leyes imperfectas», que evitaban perseguir acciones y conductas en contraste con la ley natural. El mismo santo Tomás, que no tenía dudas sobre el hecho de que la ley debe ser moral, añade que el Estado no debe poner leyes demasiado severas y “altas”, porque serán despreciadas por la gente que no será capaz de aplicarlas.
El realismo del hombre político reconoce el mal y lo llama por su nombre. Reconoce que hay que ser humildes y pacientes, que hay que combatirlo sin la pretensión de desarraigarlo de la historia humana mediante instrumentos de coerción legal. Es la parábola de la cizaña, que también vale a nivel político. Por otra parte, esto en él no se convierte en justificación de cinismo o de indiferentismo. El esfuerzo por disminuir en lo posible el mal es persistente. Es una obligación.
También la Iglesia ha percibido siempre como lejana y peligrosa la ilusión de eliminar totalmente el mal de la historia por vía legal, política o religiosa. La historia, también la reciente, está sembrada de desastres causados por el fanatismo de quienes pretendían secar las fuentes del mal en la historia de los hombres, acabando por transformar todo en un gran cementerio. Los regímenes comunistas seguían exactamente esta lógica. Así como el terrorismo religioso, que mata incluso en nombre de Dios. Y cuando un médico abortista es asesinado por militantes antiaborto –ocurrió recientemente en Estados Unidos– hay que admitir que incluso los impulsos ideales más altos, como la sacrosanta defensa del valor absoluto de la vida humana, pueden corromperse y transformarse en su contrario, convirtiéndose en palabras de orden a disposición de una ideología aberrante.
Los cristianos son portadores en el mundo de una esperanza temporal realista, no de un vano sueño utópico, incluso cuando dan testimonio de su propia lealtad a valores absolutos como la vida. Santa Juana Beretta Molla, la médico que muere por negarse a seguir el tratamiento que habría podido hacerle daño a la hija que llevaba en su seno, con su heroísmo ordinario y silencioso toca los corazones no sólo de los cristianos; recuerda a todo el mundo el destino común hacia el que tendemos. Es una forma profética del estilo evangélico del testimonio cristiano.
Obama, en su discurso a la University of Notre Dame, hace una alusión muy importante precisamente sobre este aspecto. Cuenta de cuando participó en un proyecto de asistencia social en los barrios pobres de Chicago –financiado por algunas parroquias católicas– en el que participaban también voluntarios protestantes y judíos. Allí se encontró con personas acogedoras y comprensivas. Vio el espectáculo de las obras buenas alimentadas por el Señor entre ellos. Y en este espectáculo se sintió «atraído por la idea de formar parte de la Iglesia. Fue mediante este servicio», concluye, «como fui conducido a Cristo». Hace también un elogio conmovedor del gran cardenal Joseph Bernardin, que entonces era arzobispo de Chicago. Lo define «un faro y una encrucijada», amable en su modo de persuadir y en su intento continuo de «acercarse a las personas y encontrar un terreno común». En aquella experiencia, dice Obama, «palabras y obras de las personas con las que trabajé en las parroquias de Chicago tocaron mi corazón y mi mente». El espectáculo de la caridad, que viene de Dios, tiene la fuerza de tocar la mente y los corazones de los hombres. Y esta es la única semilla de cambio real en la historia de los hombres. Obama cita también a Martin Luther King, de quien se siente discípulo.
Que sólo cuarenta y un años después del asesinato de King sea precisamente él el presidente de los Estados Unidos es una señal, un signo y una prueba de la eficacia histórica de la confianza en la fuerza de la verdad. En estos mismos decenios, hemos visto tantas ideologías fundar sus pretensiones de cambio en la violencia, desde los programas revolucionarios hasta el proyecto de exportar la democracia con la fuerza militar. Y hemos registrado sólo fracasos trágicos y pasos atrás. El realismo humilde de Obama abre nuevos escenarios también a nivel geopolítico, como confirmó su intervención en la universidad islámica Al-Azhar de El Cairo.
También en este discurso Obama trató de individuar un «terreno común» sobre el que hacer progresar las complicadas relaciones entre islam y mundo occidental, con especial referencia a los Estados Unidos. En esta búsqueda, según el presidente, cada uno está llamado a mirar dentro de su propia tradición para encontrar los valores fundamentales y los intereses comunes sobre los que construir el respeto recíproco y la paz. Un enfoque de este tipo desmiente radicalmente las tesis del choque de civilizaciones y es un antídoto contra la tendencia a aplicar estereotipos negativos a los demás. Obama en su discurso, escuchado por cientos de millones de musulmanes, siguió otra línea, otorgando confianza total a la buena fe y a la capacidad de discernimiento de los interlocutores. Precisamente por eso pudo tratar con valor y claridad todos los puntos controvertidos: el extremismo violento –que afecta a todos, empezando por los musulmanes–, las expediciones occidentales en Afganistán e Irak, la utilización de la tortura, la cuestión israelí-palestina, respecto a la cual reafirmó el derecho de los dos pueblos a vivir con seguridad en su propia patria y definió «intolerable» la situación del pueblo palestino, en sintonía con lo que dijo el Papa durante su reciente visita a la tierra de Jesús. Acerca del tema nuclear, refiriéndose a Irán, Obama explicó que no se le puede negar a nadie el derecho a usar la energía nuclear para fines pacíficos. Reafirmando que hay que inclinarse por una situación en la que ninguna nación –comenzando por la suya– cultive el proyecto de recurrir a la energía nuclear en ámbito militar. En su discurso de El Cairo, el presidente americano reafirmó también que no se puede imponer la democracia desde el exterior, y que en la marcha hacia la democracia cada pueblo debe encontrar su propio camino. Subrayó que la libertad religiosa es fundamental para la paz. Y en tierra islámica habló también de los derechos de las mujeres. Entre las citas de los textos sagrados –la Torah, el Corán y la Biblia– me asombró que del texto bíblico eligiera citar el Sermón de la montaña, que está dirigido directamente a los discípulos de Cristo. No está hecho in primis para la sociedad temporal, política y civil. Pero Obama ha percibido su reflejo positivo y su inspiración sobre la vida de la civitas. Esto me ha recordado la intuición de Juan Pablo II sobre el reflejo político del perdón y de las peticiones de purificación de la memoria. No se ve cómo se puede salir de situaciones intolerables, como las que se viven en Oriente Medio, si los dolores de los hombres por las maldades y ofensas padecidas no son abrazados y disueltos por la fuerza reconciliadora del perdón.
Imagino que este hombre, Obama, ha sentido todas estas cosas, cuando tuvo que preparar sus dos discursos. Esto me sorprende. Y lo veo como un hecho interesante, también para el compromiso político de los cristianos en nuestro mundo global y pluralista.

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