3 jul 2010

En vilo

En vilo/Jaime Sánchez Susarrey
Reforma, 3 julio 2010;.- No fue la ejecución de un candidato a la gubernatura, fue el asesinato de un gobernador virtual. Todas las encuestas le otorgaban el triunfo a Rodolfo Torre Cantú. Su victoria se daba por descontada. El mensaje, por lo tanto, es claro y tiene dedicatoria. Va para todos los gobernadores y altos funcionarios del gobierno federal. Ninguno está a salvo. Ni siquiera el presidente de la República.
El atentado no era previsible, pero estaba en el horizonte. Basta recordar que en 2008 fue ejecutado en la Ciudad de México el comisionado de la Policía Federal Preventiva, Édgar Millán, y que, entre 2004 y 2008, Santiago Vasconcelos, titular de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, escapó a tres atentados. Y apenas el 24 de abril pasado, Minerva Bautista, secretaria de Seguridad Pública de Michoacán, sobrevivió de milagro a un ataque en Morelia.
Era, pues, cuestión de tiempo. La espiral de la violencia está incontenible y ha alcanzado un nuevo nivel. El contexto es extremadamente complicado. Mientras la ofensiva del crimen organizado es muy eficaz, la intervención de las Fuerzas Armadas no ha tenido los efectos esperados. En Michoacán se multiplican los ataques contra la Policía Federal, en Monterrey pequeños comandos bloquean la ciudad a discreción y de Ciudad Juárez, mejor ni hablar.
La estrategia de los cárteles tiene diferentes niveles y objetivos:
1) utilizan el método de la guerra de guerrillas: golpear rápido, con una fuerza superior a las corporaciones policiacas, y escapar -como acaba de suceder en Apatzingán;
2) movilizan contra el Ejército, como ocurrió en Tamaulipas, Nuevo León, Chihuahua y Veracruz el 17 de febrero de 2009, a jóvenes, mujeres y niños;
3) practican ejecuciones colectivas en bares y centros de adicción en Juárez y otras ciudades, amén del estallido de granadas en Morelia el 15 de septiembre de 2008. Formas todas de narcoterrorismo;
4) desarrollan una guerra psicológica mediante la brutalidad de las ejecuciones (decapitados y torturados) y el uso de redes informáticas para atemorizar a las poblaciones -como en Cuernavaca y Tepic, recientemente;
5) recurren a la violencia selectiva para ejecutar a integrantes de las corporaciones de seguridad y atentan contra altos mandos -tal como ocurrió con policías en Monterrey y Michoacán;
6) ejecutan a políticos y funcionarios de primer nivel.
Para entender el desafío que enfrenta el Estado mexicano y, consecuentemente, la desprotección que sufrimos los ciudadanos, hay que añadir varios factores: el primero, y más determinante, es la cantidad de recursos de los cárteles de la droga. Los cálculos más prudentes los sitúan en 16 mil millones de dólares y los más extremos en 40 mil millones.
Un promedio mesurado establece un monto de 25 a 30 mil millones de dólares anuales. Ese mundo de dinero asegura a los cárteles dos recursos estratégicos: uno, la cantidad ilimitada de armas -de alto calibre y sofisticación- que pueden adquirir del otro lado de la frontera; y otro, la capacidad igualmente ilimitada para reclutar jóvenes como sicarios y operadores.
A lo anterior hay que agregar la corrupción y cooptación de los mandos policiacos y militares. La historia no es nueva. En 1997, bajo el gobierno de Ernesto Zedillo, el zar antidrogas -general Gutiérrez Rebollo- fue detenido por estar al servicio de uno de los cárteles. Once años después, Garay Cadena -sustituto del asesinado Édgar Millán- fue detenido por estar al servicio de los Beltrán Leyva.
Ésa es la magnitud del desafío que enfrenta el Estado mexicano. Desde esa perspectiva, lo que ocurre en España con la ETA es un juego de niños. Primero, porque los terroristas no cuentan con semejantes recursos financieros. Segundo, porque no tienen la capacidad de penetrar y corromper a las corporaciones de seguridad. Y, tercero, porque carecen de una amplia base social.
Me detengo en el tercer punto. Según un cálculo del Departamento de Estado de Estados Unidos, en México 150 mil personas están involucradas con los cárteles y otras 300 mil se dedican a la producción de marihuana y opio. Amén de que existe una cultura del cinturón piteado, la bota tejana y el narcocorrido.
El presidente Calderón se equivocó al definir el problema de la violencia como una cuestión de imagen y percepción. Su queja contra los medios de comunicación es inaceptable. Sobre todo porque sobran ejemplos y testimonios del asedio, las ejecuciones y la censura que sufren los periodistas en las plazas controladas por el crimen organizado.
No se ha equivocado, sin embargo, en la convocatoria que lanzó a todas las fuerzas políticas para alcanzar un acuerdo contra la violencia y los narcotraficantes. Las responsabilidades en esta materia están divididas. Los priistas deberían asumir las suyas. Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Sinaloa y Veracruz son entidades gobernadas por el PRI.
La fuerza que ha adquirido el crimen organizado en cada una de ellas también es responsabilidad de sus respectivos gobernadores, no sólo del poder federal. Más grave aún. Hacia el 2012 el panorama es sombrío. Nadie puede descartar un atentado contra alguno de los candidatos a la Presidencia.
Los potenciales beneficiarios de un ataque de esa naturaleza podrían estar más allá del crimen organizado. La tentación de hacer alianzas y pactar con ese poder es real. El asesinato de Luis Donaldo Colosio, quiérase o no, sentó un precedente.
Así que o las fuerzas políticas actúan responsablemente o se correrá un riesgo enorme. Nunca antes, en la historia reciente, el Estado mexicano había enfrentado un desafío de tal magnitud. regresar a titulares

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