Fernando Pessoa a 75 años de su muerteAndrés Ordóñez
Proceso, # 1778, 28 de noviembre de 2010
Proceso, # 1778, 28 de noviembre de 2010
Autor de varios ensayos sobre el poeta lusitano, el escritor y también poeta Andrés Ordóñez –actual ministro consejero de la legación mexicana en Francia– rememora en este artículo solicitado por Proceso los últimos momentos de Pessoa, y relata su encuentro con la hermana del creador de una obra firmada por sus heterónimos Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis.
PARÍS.- El 29 de noviembre de 1935 amaneció soleado y frío. Ese día Henriqueta Rosa Dias recibió un telegrama de su hermano Fernando Antonio por el día de su cumpleaños. Hacía tiempo que se encontraba inmovilizada en su casa de Estoril, a causa de la fractura de una pierna. Pocas horas después se enteró de que la madrugada del día 28, gracias a la intervención de dos amigos y un médico, su hermano había sido internado en el hospital de San Luis de los Franceses, en Lisboa. Pese a su precaria condición, antes de partir en camilla, Fernando había mandado llamar al señor Manacés, el inveterado peluquero de la cuadra, para acicalarse por última vez. Ya en camino, había pedido a uno de los amigos que le hiciera la caridad de anotar un telegrama y enviarlo a su hermana al día siguiente, con motivo de su aniversario.
La relación entre Fernando y Henriqueta era a la sazón difícil, mas no por ello menos entrañable. Desde la infancia y hasta ese día, la comunicación entre ellos había sido en inglés, lengua que para ella era virtualmente la materna y que para él había significado el acceso a la literatura, la filosofía y todo lo que de interesante ofrecía el mundo. Los hermanos habían pasado sus primeros años en el mundo colonial británico africano. Huérfano de padre, Fernando había llegado a los cinco años a Sudáfrica, transplantado de los mimos familiares a la nueva situación de su madre, casada en segundas nupcias y por correspondencia con el general Henrique Rosa, quien no hacía mucho tiempo había asumido el cargo de cónsul de Portugal en Durbán. Del nuevo matrimonio, a los pocos meses nació Henriqueta.
Diez años después, el regreso de la familia a Portugal les significó el reencuentro con la lengua lusitana, el inglés pasó a ser el refugio de la intimidad cómplice de los hermanos. Pasaron los años. La niña Henriqueta se convirtió en una mujer de la pequeña burguesía lisboeta y pronto se encuadró en las convenciones sociales de su lugar y su momento. Se hizo de un marido adecuado y tuvo a sus hijos. En la superficie, la vida de Fernando no tuvo mayores divergencias. Hombre culto, discreto y elegante, jamás se apartó de la atmósfera familiar.
No obstante, lo inevitable fue la distancia que se fue generando no en el cariño de la hermana, sino en su incomprensión. En la impresionante lucidez de sus 81 años, doña Henriqueta me confió que si algo lamentaba en su vida era no haber advertido la genialidad de su hermano. Siempre le fue incomprensible que una persona de la inteligencia y la cultura de Fernando se conformara con un trabajo mediocre de escribiente de cartas comerciales. No entendía cómo un hombre con la pinta y la elegancia de su hermano no tuviera mujer e hijos, y nunca aceptó su afición por el Macieira, el aguardiente que esa mañana de noviembre de 1935 lo tenía postrado.
“Para mi marido y para mí –me dijo una tarde doña Henriqueta–, Fernando era un borrachito fracasado. Sólo después de muerto me di cuenta que era un genio.”
Desde muy joven había renunciado, o tal vez sea más exacto decir que había rechazado, la vida institucional. Ni estudios formales ni trabajo “adecuado” ni familia fueron objetos de su atención, y menos aún motivos de preocupación para él. Ni siquiera su amor por la pequeña Ophelia parece ceñirse a los parámetros de la institución amorosa. ¿Quién iba a tomar en serio una carta de amor que de inicio declarara “hoy te escribo como Álvaro de Campos…”?
Si bien la personalidad dividida es un recurso más que frecuente en la literatura occidental, hay en la red de escritores apócrifos que Pessoa llamó “heterónimos” una necesidad implícita que trasciende en mucho el artificio literario. Engarzado en la poética de Pessoa se encuentra un agudo escepticismo ante la objetividad del mundo en su conjunto…
Creo en el mundo como en una margarita
Porque lo veo. Mas no pienso en él
Porque pensar es no comprender.
… y a las claras, un profundo desencanto frente a las manifestaciones humanas de la realidad, ya fueran estas personales…
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo
… o sociales…
Ayer por la tarde un hombre de la ciudad
Hablaba de la justicia y de la lucha por tenerla
Y de los obreros que sufren
Y del trabajo incesante y de los que tienen hambre.
Y al mirar lágrimas en mis ojos
Sonrió con agrado, pensando que yo sentía
El odio que él sentía y la compasión
Que él decía sentir…
Escepticismo y desencanto son conceptos difícilmente disociables a lo largo de la obra y de la vida de Fernando Pessoa. Acaso sea ese uno de los rasgos que cautiva la sensibilidad del lector contemporáneo. Hasta hace poco tiempo era factible considerar la obra de Fernando Pessoa un punto de acceso ideal para entrar y salir de la posmodernidad. Hoy parece que la obra de este portugués universal nos da la medida de nuestro propio desencanto. Somos los pobladores del mundo posterior a las utopías sociales y, por lo tanto, cada día más ajenos a las convicciones trascendentales en todos los dominios, salvo, tal vez y no siempre para bien, el de la religión.
No es gratuito que el reconocimiento masivo de Fernando Antonio Nogueira Pessoa haya tenido que esperar el fin de la posguerra fría. En un mundo ayuno de sentido, junto con la frustración, la vacuidad se impone como categoría fundamental de la vida política, artística e intelectual. Resulta fascinante hallar con semejante claridad y belleza nuestra íntima desazón:
¿Qué sé yo de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no pueden ser tantos!
(…)
No, en mí no creo.
¡En todos los manicomios hay locos con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna, ¿soy más cierto o menos cierto?
No deja de causar admiración el reparar en que en tanto el mundo perfeccionaba los catecismos occidentales de diestra y siniestra, y se enfilaba hacia los totalitarismos, Fernando Pessoa estuviese cifrando en sus versos las sentencias que sólo comenzarían a hacer evidente su sentido casi un siglo después.
El 29 de noviembre de 1935, cautiva en la inmovilidad de su pierna herida, doña Henriqueta Rosa Dias abrió el sobre que contenía el telegrama de Fernando, leyó y sonrió indulgente por el dulce detalle de su hermano, el borrachito. Aún no sabía que Fernando también estaba preso, pero de otra inmovilidad. Ese mismo día luminoso y frío, a tono con la claridad de la mañana, la mente de Fernando pareció darle un respiro. Como era su costumbre, tomó un papel cualquiera, el primero a la mano, para pergeñar las ideas que más tarde serían poemas. Acaso pensando en su hermana Fernando escribió por última vez: I not know what tomorrow will bring.
Poco tiempo después el malestar se le acentuó hasta el agravamiento que continuó toda la noche y el día siguiente. El 30 de noviembre no le brindó al enfermo mayor consuelo que la cercanía, en sus esporádicos momentos de lucidez, de sus amigos Francisco Gouveia y Vítor Carvalho, y la lealtad del doctor Jaime Neves. Poco antes de las ocho y media de la noche Fernando tuvo un momento de sosiego. Abrió los ojos y miró en torno suyo. Al ver que no conseguía distinguir personas y objetos, serenamente dijo entrecerrando los ojos “Dame los lentes”, y se internó en el abismo y en el silencio.
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