Jorge Carpizo /Jesús Silva-Herzog
Reforma, 2 Abr. 12
Las instituciones no suelen procesar bien las bombas de franqueza. Acomodadas al fingimiento, reciben la verdad como una provocación, una deslealtad que pone en peligro la tranquila convivencia, la operación rutinaria de una estructura. Al mal gusto de llamar las cosas por su nombre se responde de inmediato con apelaciones a la costumbre, es decir, a la evasiva y al "no es para tanto". Por eso fue tan sorprendente el documento que hizo público el rector Jorge Carpizo en abril de 1986. Lo llamó "Fortaleza y debilidad de la UNAM", un documento extraordinario en la historia de nuestra vida pública y no solamente en la vida de la Universidad Nacional.
La cabeza de la UNAM presentaba entonces un diagnóstico crudo sobre una institución que, poco a poco, había abandonado sus tareas esenciales. El conciso y contundente documento representaba una inusitada autocrítica institucional. El orgullo que se expresaba en sus páginas radicaba en la disposición de reconocer los problemas de la universidad y la confianza en resolverlos. El filósofo Carlos Pereyra publicó entonces un artículo periodístico en el que destacaba la extravagancia del documento de Carpizo. "Un encomiable strip-tease," lo llamó. No gritó Goya para encubrir los problemas que enfrentaba la UNAM: habló de la simulación imperante, de las obstrucciones burocráticas, del ausentismo, del bajo nivel académico, la falta de mecanismos de exigencia. Por primera vez se hicieron públicos los datos de un desempeño académico inaceptable. La UNAM, decía entonces, "es una universidad gigantesca y mal organizada". En una cultura política marcada por el encubrimiento y la victimización, el rector de la UNAM ejercía la autocrítica enérgica como requisito de la responsabilidad pública. Un diagnóstico sin maquillaje como preludio a la reforma. Los problemas de la universidad no eran imposición de los malignos que conspiran fuera de la universidad, sino hechura propia. A la UNAM correspondía, pues, la tarea de reformar a la UNAM.
El proyecto de Carpizo era tan ambicioso que trazaba lo elemental como meta: "que los estudiantes estudien, que los profesores enseñen, que los investigadores investiguen". Se trataba de una reforma exigente: no ofrecía obsequios, reclamaba compromisos de los académicos y de los estudiantes. Buscaba terminar con los privilegios que se bautizan como derechos. Los cambios que impulsó fracasaron por la fuerza de las resistencias corporativas pero fue la última ocasión en que se intentó emprender una reforma global y audaz a la UNAM.
Como académico fue, tal vez, el último gran exponente del constitucionalismo oficial. Leyó a la Constitución del 17 con el ardor y la parcialidad de un enamorado. Creyó en ese documento como síntesis de toda nuestra historia, como emblema de una identidad y como proyecto vivo. El sentimentalismo impregna sus apuntes sobre la ley de Querétaro. Al examinar al presidencialismo en tiempos de la hegemonía, el jurista se acercó a la ciencia política para nombrar su nota esencial: las facultades metaconstitucionales que hacen del Presidente un mandatario apabullante. Fue un exótico servidor público. Lo fue por su franqueza, pero sobre todo por la intensidad de sus convicciones. Fue vehemente, apasionado, impetuoso. También fue impulsivo y propenso al arrebato. No hablaba para congraciarse con la prensa, para recibir el aplauso barato. Le importaba otra cosa: el respeto. Esa fue, sin duda, su gran conquista. No es extraño que su última batalla haya sido una batalla por su nombre, por su honor. No era una cruzada de egolatría, era reivindicación de un principio cívico. Entendía que la mentira se pasea en la impunidad que le garantiza la indiferencia. Por eso sabía que defender su nombre era sinónimo de cuidar el derecho de todos a la verdad.
Dedicó buena parte de su vida a la política sin llegar a ser, auténticamente, un político. Acentuaba sinceramente su marginalidad: insistía que estaba de paso en la política, que no pertenecía a ningún partido y que pronto regresaría a lo suyo, a la universidad. Cada nombramiento que recibió parecía confirmación de que los tiempos convulsos que vivíamos requerían a un hombre extraordinario, un hombre fuera de la nómina de la burocracia o de los partidos, un hombre que tuviera esa extraña corona de la autoridad. En efecto, el hombre que invitaba siempre a la polémica era respetado por todos. Sus escritorios no eran escalones de una ambición, eran estaciones de su sentido de la responsabilidad.
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