3 abr 2012

Jorge Carpizo) Un hombre de Estado


(Jorge Carpizo) Un hombre de Estado/Miguel Carbonell
Revista Proceso # 1848, 1 de abril de 2012
Jorge Carpizo tenía un enorme sentido del Estado. Nunca tuvo filiación partidista, pero siempre pudo hablar con la mayor franqueza con representantes de las principales fuerzas políticas. Y en todas ellas fue siempre escuchado y respetado.

Aunque fue un importantísimo funcionario en administraciones priistas, tuvo la confianza y la amistad de prominentes miembros de los demás partidos. Fue un amigo cercano de Carlos Castillo Peraza y de Diego Fernández de Cevallos; en fechas recientes se acercó incluso a Cuauhtémoc Cárdenas, de quien estuvo distante por un tiempo.

Su honestidad probada y su inteligencia le abrieron muchas puertas, sobre todo a partir de una trayectoria pública cimentada por sus tareas dentro de la UNAM. De hecho, siempre mantuvo un vínculo estrecho con la Universidad, incluso en aquellos años difíciles en los que su quehacer político lo llevó fuera de su cubículo del Instituto de Investigaciones Jurídicas.

Y aun cuando estuvo al frente de la Procuraduría General de la República o de la Secretaría de Gobernación, siempre estuvo pendiente de su Universidad y de su Instituto. En esa época tan complicada, en la que tuvo que lidiar con enormes problemas, Carpizo se daba tiempo para seguir escribiendo y para visitar la UNAM cada vez que podía.

Tenía una gran fe en la educación y ejercía las tareas del pensamiento a fondo, con rigor. Su tarea intelectual fue tan relevante que varios de sus libros se han convertido en clásicos. Algunos se han traducido a varios idiomas y se han publicado en muchos países. En los años recientes acumuló varios doctorados honoris causa alrededor del mundo. Su muerte llegó en el momento en que iban a empezar los grandes reconocimientos a su trayectoria y justo cuando todavía le quedaba tanto por aportar.

La causa de los derechos humanos lo apasionaba desde hacía décadas. Eso lo llevó a crear la Defensoría de los Derechos Universitarios cuando ocupó la rectoría y, en 1990, la Presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, de la que fue fundador. Cuando volvió de tiempo completo al IIJ-UNAM, luego de su desempeño como embajador en Francia, tuvo la energía (y el talento) para defender la libertad reproductiva de las mujeres a través de sus conferencias y textos escritos. Estaba en contra de que se metiera a la cárcel a las mujeres por abortar y así lo dijo en numerosas ocasiones.

También fue un firme defensor del Estado laico; le preocupaba sobre todo, me lo dijo muchas veces, que la Iglesia católica intentara colonizar la educación pública y rompiera la tradición histórica de laicismo educativo que ha tenido México desde hace 150 años. Aunque tuvo enfrentamientos muy fuertes con algunos jerarcas de la Iglesia, lo cierto es que con otros de sus miembros destacados siempre mantuvo un diálogo abierto.

Carpizo tuvo la prudencia de no cerrar la puerta a quienes defendían ideas contrarias a las suyas; por el contrario, le encantaba discutir en público y en privado. Defendía con vehemencia sus puntos de vista, pero también sabía escuchar. Fueron muchos los momentos inolvidables que tuve el privilegio de compartir con él, animados en nuestra común defensa de los derechos humanos y de la democracia, así como en las tareas que realizábamos en la Universidad.

Me tocó sustituirlo cuando dejó la coordinación del área de derecho constitucional del IIJ-UNAM; también cuando dejó su encomienda como miembro de la Comisión Evaluadora del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Tanto en el Instituto como en el SNI fue reconocido como Investigador Emérito, la máxima distinción a la que puede aspirar un académico.

El miércoles pasado, dos días antes de su fallecimiento, me habló por teléfono. Como si fuera un chiste cruel, su llamada era para interesarse por mi estado de salud, ya que me intervinieron quirúrgicamente hace poco. Me contó que lo iban a operar en las próximas horas. Me hizo varios comentarios sobre la nueva edición de un libro que escribimos juntos y quedamos en llamarnos durante la Semana Santa, para ver cómo iban nuestras respectivas convalecencias. Me recomendó que, mientras no estuviera recuperado del todo, no escribiera nada. Seguro si me viera ahora, mientras escribo para recordarlo, me regañaría. Ojalá pudiera hacerlo, porque no hubiera muerto.

Quienes lo conocieron recordarán que su conversación era una de las más animadas y francas. No tuvo nunca problema en decir lo que pensaba y siempre actuó conforme a sus convicciones.

Con Carpizo uno sabía que no había dobleces: fue un hombre de una sola pieza. México necesita muchas personas como él. Nuestro país sería muy diferente si en la política todos tuvieran la ética y la capacidad profesional que tuvo Jorge Carpizo. Lo vamos a extrañar mucho. Descanse en paz.  l

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