20 may 2012

Más sobre Carlos Fuentes

Sobre Fuentes
El País 16 MAY 2012
El mundo de la cultura, y en especial el de la letras hispanohablantes, lamenta la muerte del Carlos Fuentes (1928-1012). Los invitamos a que lean los artículos de varios creadores como Julio Ortega, Jorge Volpi, Sergio Ramírez y, Martín Caparrós; así como las reacciones de autores como Juan Goytisolo, Ricardo Piglia, Antonio Gamoneda y Nélida Piñón:

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Tiempos de Fuentes/Ortega:
Hace poco le decía yo a Fuentes que la historia de América Latina no era el recuento de sus fracasos, como suele documentarse, sino el proyecto siempre recomenzando de su futuro

Hace poco le decía yo a Fuentes que la historia de América Latina no era el recuento de sus fracasos, como suele documentarse, sino el proyecto siempre recomenzando de su futuro. Nunca la historia ha estado más llena de futuro, respondió. Y no fue necesario añadir que su obra narrativa documenta, precisamente, ese derroche histórico. Ya Cortázar se había alarmado de que un mismo escritor fuese capaz de escribir novelas tan distintas como La muerte de Artemio Cruz y Aura (ambas de 1962). Ambas son la mejor terapia latinoamericana contra la tradición del pensamiento deficitario, aquel que concebía América Latina como víctima de los males del origen irresuelto, demorada en llegar al banquete de la civilización, y siempre en búsqueda de su expresión elusiva. En esas novelas, Fuentes escribió los magníficos responsos de dos padres feroces y obscenos, Artemio Cruz y Consuelo, como un exorcismo del malestar de las interpretaciones globales de América Latina. En una hizo la sátira festiva del mito de la identidad esencial; en la otra, la crítica de la historia como madre de la verdad. Ambas novelas demuestran, por lo demás, la extraordinaria inventiva de Carlos Fuentes, que nunca escribió dos novelas parecidas, que no se benefició del éxito de un estilo, y que en cada novela escribía su primer libro. Siempre creyó que hacia adelante sólo podemos ser más libres.
Por lo demás, he llegado a creer que Fuentes ha practicado una irrestricta novelización; la que nos incluye en su lectura, que nos toca descifrar. Casi todos los políticos mexicanos, y algunos intelectuales altisonantes, parecen estar buscando su lugar en alguna página apocalíptica y jocosa de Cristóbal Nonato. Su relato convierte a la historia en ficción, a la política en esperpento, a la biografía en enigma, y a la novela misma en el discurso que hace y rehace nuestro tiempo, como si pudiese ser otro, siempre en proceso de configurarse, y a punto de ser más libre. Leer a Fuentes es exceder límites, cruzar fronteras, explorar la práctica latinoamericana por excelencia, la de la mezcla, que es su contribución a humanizar la modernidad. La escritura de Fuentes es de inmediato reconocible por su feliz energía, esa suerte de reverberación del lenguaje que discurre con ardor y nitidez.
 Hace poco, en una de sus visitas a Brown, un señor muy viejo que parecía un angelote de García Márquez, le preguntó: "¿Y cómo está Miguel Angel Asturias? ¿Qué es de Alejo Carpentier?" Y ante el pasmo de Carlos Fuentes, insistió: "Pero con Cortázar seguirá usted conversando". Pensé después que ese lector no sólo había evitado escrupulosamente las necrológicas, sino que tenía razón: vivía en el presente perpetuo de la lectura, casi como el joven historiador de Aura. Se diría que leer a Fuentes es rejuvenecer: el país se está haciendo, la novela acaba de ser inventada, y ya nos deben el futuro. En una carta, Cortázar le comentaba a Fuentes un ensayo suyo sobre la nueva novela, y le discutía la inclusión de Alejo Carpentier en la constelación de los nuevos. "Tú, que citas ese pasaje de mi libro donde me declaro 'en guerra con las palabras', tienes que comprender que mire sin alegría a alguien que está en plena cópula con ellas", sentenciaba Julio. Pero Fuentes era capaz de encontrarle rasgos familiares a ambos, y sumar a García Márquez, José Donoso, Juan Goytisolo, Severo Sarduy y Julián Ríos en la misma tribu cervantina de los novelistas que escribieron para no tener que volver a la Mancha, a lo literal, a lo mismo; y a quienes ya nunca se tragará la selva. Por eso ha dicho García Márquez que Fuentes es el último escritor en creer que los novelistas son una parentela feliz.
 Las paradojas del tiempo recorren su obra como fuerza reversible, apetito de encarnación, memoria rehecha y precariedad humana. Tiempo barroco el suyo, temporalidad aferrada; pero sobre todo tiempo mexicano, alimentado de la sangre y la tinta de lo vivo.
 Un escritor que cada vez nos hará más falta.
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Nuestro Virgilio/Jorge Volpi
Conocí a Carlos Fuentes dos veces, y las dos cambió mi vida. La primera, en 1984, cuando yo tenía 16 años. En esa época pensaba estudiar filosofía, pero mi compañero Eloy Urroz me dijo que era mejor escribir cuentos y novelas. Para lograrlo, antes debíamos aprender de nuestros “clásicos vivos”. Nos propusimos, así, comenzar con Terra Nostra, una obra colosal, no sólo para unos adolescentes (Carlos Monsiváis, su sarcástico amigo, decía que se necesitaba una beca para lograrlo). La tarea fue titánica, pero cuando salí de ella, al cabo de dos enloquecidas semanas, ya era otro. Fuentes no sólo me enclaustró en un abismo narrativo inimaginable, del que no he conseguido salir del todo, en donde las eras y los lugares más lejanos se entremezclan y fecundan, sino que me contagió, para siempre, con el virus de la novela. Como para tantos miembros de mi generación, fue mi Virgilio. Poco después, Eloy y yo nos internamos en otras de sus grandes ficciones, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y, sobre todo, Aura. Sesenta y dos páginas que alcanzan una condición tan rara como peligrosa cuando se habla de literatura: la perfección. Me gustaría, en un día como éste, ser capaz de agradecérselo, tener la lucidez para revisar su bibliografía o engarzar dos o tres frases afortunadas que me permitan recordarlo más allá del lugar común. Pero a veces el dolor es más profundo. Por eso salta a mi la memoria la segunda vez que conocí a Carlos Fuentes: en persona, a partir de 1999, en México, en Londres, en París, en Madrid, con Silvia y en ocasiones también con Natasha, para escucharlo hablar, con esa sensatez y esa severidad que tanto nos harán falta en estos días aciagos, de lo divino y de lo humano. Otra vez fue mi Virgilio. Un crítico tan agudo como feroz, tan profundo como descarnado. Un guía generoso —un faro en lontananza—, más que un modelo. Porque, para entonces, Fuentes no sólo había escrito una summa narrativa inigualable, sino que había creado una tradición literaria por sí mismo: la Edad del Tiempo. Como Faulkner, Onetti o García Márquez, su compañero de batallas, había creado un orbe único, un universo literario feroz y sólo suyo: lo llamó México, como el país al que amó de manera violenta y febril, al que sirvió como acicate y como espejo. Cosmopolita irredento, enemigo de todos los prejuicios, viajero incansable, hizo de México el centro de sus inquietudes políticas, sociales, literarias, abriéndolo al resto del mundo. El azar, o eso que llamamos justicia poética, lo llevó a morir a México: el despiadado territorio que él mismo nos legó.
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Fuentes, la relectura/Martín Caparros
Me dijo que mejor no:
–No, no lo releas.
Hablábamos de Faulkner, de su admiración por Faulkner, y yo le dije que hacía años que quería releerlo y no lo hacía.
–Mejor no lo releas.
Me dijo Carlos Fuentes, y yo le dije que qué raro que él, un defensor tan insistente de la relectura, me dijera eso; él dijo que no era un juicio literario pero que había autores para releer y otros para guardar en la memoria.
–Mejor quédate con la idea que te quedó de él.
Fue hace diez días, en un hotel de Buenos Aires. Estábamos comiendo, charlando de tantas cosas, viejas, nuevas: Fuentes siempre las combinaba. Me pidió que le contara sobre la situación política argentina, me dijo que los candidatos mexicanos eran todos mediocres, hablamos un rato largo de más literatura. Nos habíamos conocido 25 años atrás, en Madrid, donde nos presentó Julián Ríos: creo que aquel día le conté que en la primera página de mi primera novela el protagonista le hablaba a su novia de uno de sus libros, La muerte de Artemio Cruz, uno de sus mejores.
Desde entonces, nos veíamos con cierta regularidad, cierta frecuencia, y nunca dejó de sorprenderme su entusiasmo, su generosidad. La primera vez en Buenos Aires, en 1990, me preguntó por autores jóvenes argentinos; le hablé de algunos y al día siguiente ya tenía, en su cuarto de hotel, una pila de libros; tres meses más tarde había escrito un artículo sobre sus lecturas. En un mundo en que tantos escritores tanto menos leídos no leen nunca a sus menores, Fuentes era una excepción esplendorosa. No sólo por lo que leía; lo era, sobre todo, por lo que escribía. Alguien que había conseguido, a los 35 años, un estilo y su consagración, un par de clásicos, se pasó todo el resto de su vida variándolo, buscándose, inventándose.
 Y no paraba. A sus 83 seguía preguntando, interesándose: tan vivo. Ahora, dicen, se murió. Quizá sea cierto. Una noche de hace diez años, también en Buenos Aires, fuimos a escuchar tangos. Era sábado y estábamos en un club de un suburbio porteño: una pista de basquet convertida en milonga, matrimonios añosos, bailarines eximios. Un presentador de ocasión tomó el micrófono para decir que estaba entre nosotros el mayor escritor latinoamericano, y todos aplaudieron. Fuentes saludaba con su inclinación cortita de cabeza; después le pregunté cómo le resultaba eso de escuchar todo el tiempo tanto elogio, tanto gran escritor.
 –Me mato de risa, me muero de risa. Yo me veo todas las mañanas en el espejo y digo: ¿gran qué? ¿Ese señor que se va a rasurar y a lavar los dientes?
 –¿Pero no te da cierto escalofrío...?
 –No. Además recuerda que detrás de todo gran hombre entre comillas hay una gran mujer diciéndole 'che no sos tan grande, no te lo creas, no seas pendejo'... Y yo por fortuna tengo esa mujer.
 Dijo, imitando el acento, y se rió. Esa mujer, Silvia Lemus, estaba del otro lado de la mesa pero no nos oía: tangos sonaban fuerte. Entonces le pregunté por las formas del recuerdo, cómo se imaginaba que sería recordado. Debía ser extraño, le dije, tener garantizada su avenida.
 –No sé, quién sabe. Lo que yo nunca querría es ser estatua: a las estatuas las cagan las palomas. En cambio una estampilla me gustaría más. Es bonito eso de la estampilla: sirves para la comunicación y, además, te están lamiendo todo el tiempo.
 Dijo Fuentes y, otra vez, soltó la carcajada. Ahora, dicen, se murió: quizá sea cierto. Ha llegado, triste, tonto, el momento de releer, de relamer a Carlos Fuentes.
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Entre la imaginación y la convicción/ Sergio Ramírez
Ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como Carlos Fuentes, en la manera de armar su propia geografía agrupando los territorios conquistados
A lo largo de toda su carrera literaria Carlos Fuentes llevó adelante la vasta tarea de hacer de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, hacer que las aguas revueltas de la historia entraran en el territorio ilimitado de la invención. Que la historia se leyera como una novela, y viceversa, haciendo que los acontecimientos de la vida pública cumpliera el terrible papel que tienen sobre las vidas humanas, que es el alterarlas y trastocarlas, muchas veces destruirlas, y casi nunca redimirlas. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.
La suya fue una tarea ecuménica, y por tanto ambiciosa, libro tras libro, y ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como él, aún en la manera de armar su propia geografía agrupando en un vasto mapa personal, La Edad del Tiempo, los territorios conquistados. En este sentido, siendo un escritor de nuestra modernidad, que él mismo ayudó a crear, fue un escritor que por totalizador parece nacido en el siglo diecinueve, cuando la narración quitaba brazos y piernas a la historia misma, a la antropología, a la geografía, a la demografía, para echar a andar la novela que busca contarlo todo, decirlo todo, interpretarlo todo, y desde los acontecimientos vueltos a relatar, y desde los personajes concebidos como entes incesantes, darle un sentido al pasado, a la vida presente, y aún al futuro. Un sentido que en Fuentes nunca deja de ser ético.
 Artemio Cruz mira al pasado con cinismo y busca en él lecciones que en su lecho de muerte ya nunca le podrán ser útiles, porque la revolución en la que luchó ha sido carcomida por la polilla de la retórica y ya no sirve para pensar el mañana. Pero su contemporánea, Laura Diaz, puede mirar el futuro a través de los ojos de su nieto, que se apagarán ante los fogonazos de la masacre de Tlatelolco. La historia que sigue traicionándose a sí misma. Pero en el futuro Fuentes, no sólo de México, sino toda la América Latina, será siempre una ambición desmedida, como lo es su ambición de contarla. Aunque todo haya sido contado, todo está por contar. Y su Cristóbal Nonato es un relato para mirar al futuro, lo mismo que lo es La silla del águila.
Fuentes inscribió la imaginación en el mapa múltiple de América Latina, y una novela como La Campaña cumple esa ambición tan suya del recorrido total por el continente. En tiempos del fragor de las luchas por al independencia, Baltasar Bustos, el intelectual ilustrado, salta de un país a otro, encandilado, y podemos verlo como la reencarnación del propio Fuentes en el pasado, y el mismo Fuentes encarna a Bustos para el futuro.
Pese a las malas lecciones, el libro de la historia seguirá abierto para ser reescrita. Y la lección es que toda lucha es incesante. Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es tratar de navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Baltasar Bustos persigue a través de América a Ofelia Salamanca, una mujer que a la vez es la historia, la historia donde los próceres terminan siempre en el pudridero, o sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.
De Fuentes, en la hora de su muerte, me queda el haber aprendido mi devoción por la narración total e incesante que él quiso seguir haciendo sin tregua hasta la última hora, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, como Baltasar Bustos, con la imaginación encendida a cuestas. Y me queda su ejemplar devoción, no menos incesante, por la ética, convencido de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca. Fuentes queda de cara al futuro, de pie en esa frontera entre el papel del escritor y el papel del ciudadano, entre la imaginación y la convicción.
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JUAN GOYTISOLO. Carlos Fuentes ha muerto en la plenitud de sus dones. La suya ha sido una vida tan intensa y tan rica que solo puede producir admiración. Estoy muy afectado. Me es imposible hablar en este momento y resumir lo que son 60 años de amistad. He seguido con atención toda su obra y he escrito ensayos sobre una docena de sus libros, en especial sobre Terra nostra, para mí, su obra maestra y una de las mejores novelas en lengua española de todos los tiempos.
ANTONIO GAMONEDA. Una vez mantuvimos una conversación en un hotel de Gran Vía, y otra en la Residencia de Estudiantes, donde teníamos una conferencia. Y lo estimaba como escritor, tenía una visión crítica acercadamente crítica de las circunstancias sociales y políticas tanto de su país como de España. Creo que es una pérdida importante para la literatura en lengua española. Carlos Fuentes fue, en cierto modo, una continuidad seria de ese boom latinoamericano. Era frecuente colaborador en prensa y se apreciaba una unidad de criterio que entre sus colaboraciones periodísticas y las conclusiones subyacían en su obra narrativa.
 PILAR DEL RÍO: Carlos era un amigo de una generosidad sin límite. Desde que a Saramago le presentó a los escritores mexicanos, mi marido se sintió mexicano gracias a él y muy vinculado a ese país. Esta misma mañana estaba comentando con una amiga en común la alegría que sentíamos porque le iban a hacer doctor Honoris Causa de la universidad de Baleares, ayer leíamos la entrevista en EL PAÍS, la semana pasada estuvo en la Feria del Libro de Buenos Aires firmando durante unas dos horas, y la verdad es que estoy conmocionada, y Silvia también.
 NÉLIDA PIÑÓN: Las Américas pierden hoy a un gran intelectual. Un creador cuya imaginación viajaba por todos los lugares, que nos desveló sus viajes y sus pensamientos, que el mundo eligió como modelo de sus reflexiones. A través de un lenguaje soberbio, se hizo cómplice de los humano y de nuestra historia. Su marcha me provoca tristeza y soledad. Su muerte parece irreal. ¡Qué tristeza! ¿Cómo estará el corazón de Silvia? ¿Y el nuestro?
 DARÍO JARAMILLO: Realmente siento la muerte del autor de Aura, es su gran momento. Porque es una historia muy bella con un tono mantenido todo el tiempo. Y también La muerte de Artemio Cruz, una novela que supuso un salto cualitativo en la literatura de la revolución, porque es una novela que es un diagnóstico a la clase militar y política que se instaló en el poder por cuenta dela Revolución. Ha jugado un importante papel en la literatura iberoamericana.
 ÁNGELES MASTRETTA: Era un ser humano excepcional, bárbaro, contagiador de sus pasiones. Yo creo que cada uno es la herencia que deja, y Carlos nos deja la pasión por la literatura como una herencia obligada. Y la emoción con la que trabajaba y esta cosa como de niño, siempre puesto en el juego de escribir. Nunca Fuentes le llamó trabajo a su trabajo. Escribir era su pasión, era su vida, y estar con él era escuchar el mundo de una manera ferviente e intrépida. Tenía una juventud bárbara. Sin duda lo vamos a extrañar, es un privilegio haber compartido la vida con él, y ahora nos queda su literatura.
 HÉCTOR AGUILAR CAMÍN: Yo he sentido una pérdida catastrófica. Pero creo que se va con fuentes el mayor escritor vivo de México, y uno de los mayores de la lengua española. Su obra, con tantos registros, y se va un escritor clásico en el sentido más vital de la palabra. Un autor que nació maduro, que cortó en cada edad las obras importantes que podía cortar y que se murió viejo como un autor joven, pensando que iba a empezar este lunes su siguiente novela. Dice un pasaje de la literatura griega que los héroes pedían a los dioses una vida larga o corta pero una muerte rápida. Y Fuentes tuvo todo, una vida plena. Creo que le hubiera gustado.
 VÍCTOR GARCÍA DE LA CONCHA: Fue el gran defensor del español como territorio de La Mancha. “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales”. Una vez le oí decir a Carlos Fuentes que él recordaba siempre esa frase de Alfonso Reyes, muy amigo de su familia. Y eso es lo que caracterizó su propia vida literaria. Carlos Fuentes era profundamente mexicano y, a la vez, el gran defensor de la idea de la lengua española como territorio de La Mancha. Esa expresión suya ha quedado ya como una de las grandes afirmaciones de nuestra cultura. Fuentes explicaba que hablaba de mancha porque el español se extiende como una mancha y porque es una lengua manchega y manchada, mezcla de sangre judía, árabe, cristiana, quechua, maya y mucho más. Fue además uno de los grandes defensores de la política lingüística panhispánica de las Academias. Cuando me nombraron director del Instituto Cervantes me mandó un correo con una línea: “Víctor, a completar la tarea”. Quiero recordar al gran novelista de Terra nostra, de La muerte de Artemio Cruz, al brillantísimo orador que era, pero lo que se me impone emocionalmente es recordar al defensor de la lengua española como factor de unidad de toda una diversa comunidad cultural.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ: El magisterio de Fuentes es inagotable. Varias generaciones aprendieron con él qué carajos es la literatura latinoamericana. Hablo ahora en primera persona: con él aprendí que esta literatura es lo contrario de la literatura local, y que el novelista latinoamericano se abre al mundo, acepta todas las influencias, devora todos los temas. Aprendí a leer, también: a Cervantes, a los cronistas de Indias, a Broch, a Musil. La obra de Fuentes nos regaló una idea de la ambición, nos mostró que la vocación no es esconderse del mundo, sino llamarlo y transformarlo. Y aprendí la generosidad, que nunca lograré practicar como lo hizo él.
RICARDO PIGLIA. Hay que reconocer su interés en escribir sobre sus contemporáneos. Recuerdo muy bien la impresión que me produjeron los primeros libros de Carlos Fuentes que llegaron a Buenos Aires. En especial su novela La muerte de Artemio Cruz, y posteriormente una nouvelle excelente, Aura, que para los lectores argentinos era un relato muy argentino, en la línea de las historias de fantasmas de José Bianco. Y también recuerdo con admiración los cuentos de su libro Cantar de ciegos. Después, su obra se hizo demasiado prolífica y ya no pude seguirle el rastro. Fue un generoso lector de la literatura en lengua castellana y más allá de las diferencias hay que reconocer su interés en escribir sobre sus contemporáneos (lo que no es habitual entre los escritores). Fuentes concentró en muchos sentidos la imagen clásica del escritor latinoamericano de la que nosotros –es decir los escritores de mi generación- nos hemos distanciado siempre con entusiasmo

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