Siria: lo que se nos viene
encima/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País | 27 de abril de 2013
“¡Nunca más!”, gritamos con
gran convicción cuando llega el momento. Al terminar la II Guerra Mundial.
Después del horror de Ruanda. Tras la guerra de Bosnia. Sin embargo, siempre
vuelve a ocurrir. Una y otra vez. De acuerdo con los últimos cálculos, en Siria
han muerto ya casi 70.000 personas, en una guerra civil que es además una
guerra subsidiaria, un enfrentamiento entre terceros; y más de cuatro millones
de sirios necesitan ayuda humanitaria urgente, con unos dos millones de
desplazados en el interior y 1,5 millones de refugiados que han huido más allá
de sus fronteras. Unicef asegura que entre los desplazados y necesitados se
incluyen casi tres millones de niños. Es ya, sin la menor duda, una de las
mayores tragedias humanas de los últimos tiempos. Y, si no logramos ponerle
fin, esas cifras aumentarán a toda velocidad. Pronto nos encontraremos con una
Somalia en el Mediterráneo.
Cuando estalló el conflicto
armado, en 2011, la población de Siria era aproximadamente la misma que tenía
Yugoslavia cuando comenzaron sus guerras en 1991: alrededor de 23 millones.
Durante la década que duraron las guerras de los Balcanes murieron más de
100.000 personas y hubo cuatro millones de desplazados. En solo dos años, Siria
está consiguiendo obtener la misma cosecha de dolor y sufrimiento que
Yugoslavia tardó 10 años en alcanzar.
Ante esa situación, ¿cómo es
posible que Siria no esté en todas nuestras conversaciones? Hace 20 años, en
1993, todo el mundo hablaba de Bosnia. Hace 10 años, en 2003, todo el mundo
hablaba de Irak. En este tiempo, la ONU ha aprobado la doctrina de la
Responsabilidad de Proteger, como reacción a lo que había sucedido en
Yugoslavia y Ruanda. Si la responsabilidad de proteger no abarca el caso de la
catastrófica situación humana creada artificialmente en Siria, ¿para qué sirve?
Pero además, al enterarnos de
la prometedora noticia de que Serbia y Kosovo han llegado a un acuerdo, logrado
gracias a la laboriosa intermediación de la alta representante para la Política
Exterior de la UE, Catherine Ashton, viene a la mente una idea inquietante:
¿hasta qué punto serían distintas las cosas si Siria estuviera en Europa y
Serbia en Oriente Próximo?
En el peor y más vergonzoso de
los casos, eso indica que, para los europeos, la vida de un árabe no tiene
tanto valor como la de un europeo. Para no hablar de la vida de un africano:
aun en el caso de que los 5,4 millones de muertos desde 1998 por el conflicto
armado en la República Democrática del Congo sean una cifra exagerada, esa es
otra guerra junto a la cual todas las demás quedan empequeñecidas. En cualquier
caso, tanto si es cierto como si no que existe una especie de racismo
subconsciente, es evidente que el hecho de que quienes estaban muriendo en la
antigua Yugoslavia fueran europeos y el hecho de que, en el caso de Irak,
muchos países occidentales tuvieran a sus propios soldados allí fueron factores
que influyeron en nuestro interés.
Otra explicación posible, y
más honrosa, del diferente grado de preocupación por Serbia y por Siria es que
Europa, después de haber sumido al resto de la humanidad en dos guerras
mundiales, se define como un continente de paz. Por eso, que se estuvieran
produciendo guerras e intentos de genocidio en su propio suelo ponía en tela de
juicio su relato y su identidad fundamentales. Aun así, que quede claro que los
europeos permitimos que numerosos hermanos nuestros murieran y perdieran sus
hogares mientras nuestros supuestos líderes entonaban aquel patético eslogan de
que “ha llegado la hora de Europa”, pero por lo menos nos preocupó.
Siria es, por decirlo de
alguna forma, un país lejano del que no sabemos nada. Allí no están muriendo
hombres ni mujeres europeos, salvo algunos valientes corresponsales de guerra
y, según informaciones recientes, unos cuantos yihadistas y aventureros. Pero
existe otro motivo por el que no estamos inmersos en un debate apasionado como
los que mantuvimos a propósito de Bosnia e Irak: nadie sabe qué hacer.
En Bosnia inclinamos la
balanza del conflicto armado entre croatas, serbios y bosnios y luego conseguimos
que todas las partes negociaran un acuerdo básico pero funcional, basado en la
aceptación de las divisiones étnicas. En Kosovo empleamos la fuerza, por tierra
y por aire, para obtener una paz basada en una brecha étnica aún más profunda.
Trece años después, la embrionaria reconciliación entre Serbia y Kosovo hace
que esa división sea más civilizada, más europea, a lo que ayuda el importante
incentivo que representa la perspectiva de entrar en la Unión Europea.
Algunos, sobre todo en Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia, tienen la tentación de pensar que, si
permitimos que el embargo de armas de la UE a Siria expire a mediados de mayo,
quizá podríamos mejorar la situación para los rebeldes; mejor dicho, de los
rebeldes buenos, no los malos, los relacionados con Al Qaeda. Entonces
podríamos mediar para lograr una transición negociada a una nueva Siria pos-El
Asad. Julien Barnes-Dacey, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, dice
que eso es muy poco creíble. No solo El Asad seguirá librando un combate feroz;
no solo contará con el apoyo de las minorías alauí, cristiana, chií y drusa del
país, frente a una oposición mayoritariamente identificada con el islamismo
suní. Lo peor es que estará respaldado por potencias extranjeras, empezando por
Irán, que tiene la sensación de que está en juego su propio futuro.
Probablemente se podría ayudar a los rebeldes a ganar la guerra con un ataque
aéreo masivo y tropas sobre el terreno. Pero, en ese caso, ¿quién se iba a
ocupar después de arreglar los destrozos? ¿Alguien quiere encontrarse con un
nuevo Irak?
Sin embargo, mientras
aguardamos los detalles de su propuesta, la alternativa radical esbozada por
Barnes-Dacey —frenar la escalada con una negociación entre todas las potencias
extranjeras interesadas, que se pondrían de acuerdo en cortar el suministro de
armas, en lugar de aumentarlo, e instar a sus patrocinados a llegar a un
acuerdo político— parece tener también muy escasas posibilidades de éxito.
Tengo la desagradable
sensación de que, en realidad, Siria puede ser un anuncio de lo que se nos
viene encima. En la antigua Yugoslavia estaba presente un grupo de potencias
con una postura similar: Europa y Occidente. Rusia contrarrestaba esa
influencia, igual que China, en menor medida, pero ninguno de los dos parecían
jugarse verdaderamente nada en Serbia. En Siria ocurre todo lo contrario, donde
están sobre el tapete los intereses de muchas potencias extranjeras. Y no hay
que olvidar que en los Balcanes hizo falta que pasaran 10 años y hubiera más de
100.000 muertos y millones de refugiados para lograr una paz imperfecta.
En un mundo sin polos, G-0,
con múltiples potencias que compiten a escala mundial y regional y tienen
intereses en un país fragmentado, las guerras civiles y subsidiarias de este
tipo son más difíciles de detener. Hace 100 años, con las guerras de los
Balcanes que degeneraron en la I Guerra Mundial, comenzó un siglo, el XX, que
llegó a ser el más sangriento de la historia de la humanidad. Si no
desarrollamos nuevos métodos de resolución de conflictos, con la fuerza
suficiente para contener este nuevo desorden mundial, es posible que el siglo
XXI sea más sangriento todavía.
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