La desconfianza/ Jorge Edwards es escritor.
El País |28 de abril de 2013
El debate académico, el de los
filósofos, los ensayistas, los historiadores, se ventila todavía en la prensa.
Se dedican muchas páginas al fútbol, a la farándula, a la vida privada de los
personajes públicos, pero la discusión de ideas, la reinterpretación, la
lectura crítica, conservan su espacio, a pesar de todo. Mientras esto ocurra,
la conciencia europea podrá seguir respirando. Leo una cita de Robespierre en
el texto de una historiadora actual de la Revolución Francesa. “Frente al
sentimiento íntimo de la libertad, escribía Robespierre, la desconfianza juega
el mismo papel que los celos en el amor”.
La desconfianza, que pide
cuentas, que exige transparencia, que ejerce una vigilancia constante, sería,
por lo tanto, una virtud republicana. Pero el nombre de Robespierre, claro
está, el tirano del nuevo orden, el vigía de la pureza revolucionaria, nos
desanima. Es, con diferencias de matices, el antepasado más directo de José
Stalin. Es un excesivo, un primer extremista, un hombre de la familia mental
del Padre de los Pueblos. Y no hemos salido por completo, al menos en los
debates de ahora, de la alternativa entre la guillotina, el paredón, o la
blandura social demócrata, las concesiones, el posibilismo, los poderes
negociados. “No conozco más que dos partidos, alegaba Robespierre, el de los
buenos y el de los malos ciudadanos”.
La oposición, en resumen, no
debe ser tolerada; la oposición al gobierno progresista está formada por el
partido de los malos, por lacras sociales. Ahora bien, cuando estas ideas
mantienen una vigencia intelectual en Europa, cuando pueden discutirse en las
aulas o en columnas de prensa, corren el riesgo de ser tomadas al pie de la
letra en América Latina. Allí hay gente simple, pero astuta, infinitamente
ambiciosa, que se aprovecha sin escrúpulos de ideas europeas complejas y que en
definitiva no entiende.
En Chile, en debates
constitucionales de apariencia técnica, de supuesta seriedad jurídica, somos
capaces de llegar a conclusiones que de serias tienen bastante poco. Y la
desigualdad de fortunas sirve de justificación para casi todo. Entro en una
nueva página de ensayismo dominical de París. Si la pobreza no es un crimen,
como se sostenía en la campaña publicitaria de una institución benéfica, la
riqueza, afirma el autor de un ensayo de estos días, el señor Pascal Bruckner,
tampoco lo es. Y agrega que vivimos en un momento de refundación del
capitalismo después de la etapa de Thatcher y Reagan. Sólo los capitalistas son
capaces de matar el capitalismo, declaró en una oportunidad el alcalde Félix
Rohatyn de Nueva York. Y quizá, también, de salvarlo de sus propios excesos, de
su voracidad autodestructiva.
La riqueza personal, por
grande que sea, puede tener una justificación: crear más riqueza, difundir la
cultura, contribuir a enriquecer la mente humana. ¿Pura utopía? Conocemos la
diferencia entre los nuevos ricos y los ricos tradicionales. ¿Podemos defender
en alguna forma la riqueza, la nueva y la vieja, o son indefendibles? Y en este
último caso, ¿pueden crecer las sociedades humanas sin que se produzcan
desigualdades cada vez mayores?
Maximiliano Robespierre creyó,
finalmente, en la ruptura con el antiguo régimen, en el temible Comité de Salud
Pública y en la guillotina. Stalin llegó a conclusiones parecidas. Los
principales enemigos de aquellos personajes son las políticas de progresos
graduales, de reformas aceptables. En períodos de crisis, de reajustes
inevitables, la crítica se hace general. Pronto llegamos al invierno de nuestro
descontento, para citar a Shakespeare.
Ahora se discute en Francia
sobre la próxima gran figura histórica que debería ingresar al Panteón de los
Hombres Ilustres. ¿Cuáles serán los nombres de los “panteonizables” para la presidencia
de Hollande, se preguntan algunos? Y se habla, entre otros, de Diderot y de
Jules Michelet. Aunque quizá no tenga derecho a hacerlo, me permito esbozar una
opinión personal. Me parece que la palabra de Denis Diderot es civilizada,
acogedora, transformadora, pacífica. Su crítica del pasado es convincente, más
contundente que ninguna otra, y a la vez humana, en último término
conciliadora. Michelet, escritor de genio, prosista insuperable, que a veces
parece inspirado por voces superiores, como una Juana de Arco de la historia,
incurre, sin embargo, en desconfianzas difíciles de tolerar. Admira a
Montaigne, por ejemplo, porque no se puede dejar de admirar su escritura, pero
desconfía de su posición política, de su visión de los sucesos contemporáneos,
de sus bienes personales. Participa de la desconfianza que Robespierre había
elevado a la condición de virtud cívica.
Diderot, en cambio, el
impagable autor de La religiosa, es capaz de describir con gracia, con humor,
con belleza verbal, la diferencia entre un asado aristocrático, en un claro de
bosque, entre caballeros cazadores, y la olla democrática, doméstica y modesta,
de familia, donde todos los ingredientes entran y contribuyen al sabor final,
popular. Me divierto con la prosa brillante de Jules Michelet, adquiero
sabiduría en las páginas inimitables de Michel de Montaigne, el Señor de la
Montaña, como lo llamaba Quevedo, y voto, aunque no tenga derecho a voto, por
Diderot, el amable, el ingenioso, el precursor de la modernidad, para todos los
panteones de este mundo.
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