Un
filme certero como una bala
Publicado en La
Vanguardia, sábado 4 de mayo de 2013
Aseguran
los que saben de eso que la bala más temible es la que te da en el estómago.
Porque suele tener efecto lento, doloroso; no pierdes la lucidez, sino al
contrario, te va pasando la vida tramo a tramo y entre estertores. Y sin
paliativos, si no tienes un médico a mano que te ponga la inyección benigna y
te meta en un quirófano a toda prisa. El disparo en la barriga es como una
metáfora de la muerte del cerdo; sabes que te estás muriendo, te consienten
chillar y lamentarte, pero no sirve de nada. Sencillamente, te vas. Indignado
por tu suerte, porque no hay nadie a tu alrededor, porque no podrás despedirte
de la gente a la que has querido y quién sabe si te enterrarán en un cementerio
como el de Igualada, a tiro de piedra de Barcelona, diseñado por genios de la
arquitectura –Enric Miralles y Carme Pinós– pero que tú no visitarías vivo a
menos que fueras conductor de funeraria, o fiel vasallo de un muerto al que
adoraste; tu hijo, por ejemplo.
Aunque
no lo parezca, estoy hablando de una película. Título, Ayer no termina nunca.
Directora, Isabel Coixet. Actores, Candela Peña –un recital– y Javier Cámara
–voluntarioso–. Una historia sencilla que aborda lo que probablemente llegue a
ser este país –abocado a ser una mierda con ribetes– a medida que se le vayan
cayendo los ribetes y se quede en mierda a secas. España, vertiente catalana o
extremeña, da lo mismo, y una pareja que se vuelve a encontrar cinco años
después de que una inefable noche de Fin de Año el tipo saliera a comprar
tabaco, como suele decirse, a las siete menos cuarto de la tarde y no volviera
jamás para comerse unos langostinos congelados ni las uvas peladas que
despedían el año.
En
la boca del estómago. Ahí está el disparo. Porque hay una historia de amor y
desamor, de separación y evocaciones, pero sobre todo es el relato de una doble
crisis. La del matrimonio que pierde a un niño porque enfermó en un puente
–ahora los puentes, los que no se caen, son los que median entre dos fiestas;
los otros se denominan Calatravas y se entienden como estafas urbanísticas– y
la madre mantuvo al chaval ¡cinco horas! en brazos porque las urgencias estaban
colapsadas. ¿A alguien le extrañaría? Pues hete que agudos críticos de esta
generación de pitufos han exclamado: “demagogia y oportunismo”. Olvídense de
los críticos, porque los críticos cinematográficos cada vez se parecen más a
las putas fijas, antiguamente denominadas queridas. Observen, aunque sea una
sola semana, la lista de estrenos y se pueden desternillar de risa. Tengo
buenos amigos entre ellos, también entre las queridas de algún grande de
antaño; no se diferencian en casi nada, fuera de que unas lloraban en el cine,
y los otros observan impertérritos.
Un
tipo se va a las siete menos cuarto de la tarde del día de Fin de Año, porque
está harto de su mujer, de su sociedad, de su sufrimiento por un niño que ha
muerto con seis años en un país de mierda donde los puentes sirven para los
vagos y los ahorcados. Y se vuelven a encontrar porque aseguran que van a
trasladar los restos del chaval para construir un casino, y allí están jugando
con su pasado y su presente y su destino. Pero el dolor viene de donde penetró
la bala, esa barriga que se va desangrando. ¿Había que marcharse de este país o
había que aguantar ese tirón del ayer, que dura toda la vida? La memoria. La
memoria es como un cáncer que cultivamos para sobrevivir al presente. Es
nuestra fiera intransferible.
Un
respeto a esta película hermosa en su balazo sublime, ahí donde duele y tarda
uno en curarse o morir. Los tontos de balcón urbano dirán que es como en el
teatro; eso que se les escapaba en Ingmar Bergman o en las innumerables
películas donde dos actores se degüellan ante una cámara implacable. ¿Se
acuerdan de Lawrence Olivier y Michael Caine dirigidos por Mankiewicz? ¡Qué
soberbia interpretación de Candela Peña cuando desgrana, como quien pide un
café cortado, que “la gente huye del dolor de los otros como de la mierda”!
¡Qué destrozo cuando un marido le dice a su mujer “lucharé por ti, pase lo que
pase”, y luego hay que tirar los langostinos congelados y esperar cinco años
para decirle que piensa escribir un libro! ¿Narrativa?
Hay
pocas películas españolas que marquen una época, lógico, eso necesita tiempo.
Soy tan hijo del cine como de mis padres, y por eso puede recordar todos y cada
uno de mis parientes cinematográficos. Plácido, El verdugo –al que Coixet hace
un homenaje–, La caza… Lo confieso, no me gusta Buñuel fuera de aquella
Viridiana increíble y Los olvidados inolvidables; filmes que no volvería a ver
por temor a las trampas buñuelescas. A los más agudos chicos de la prensa no
les ha gustado El ayer dura toda la vida. Incluso hay quien se refiere a que es
cursi, y otros a que se trata de haute culture, así en francés, expresión
ignota fuera del alemán, por lo que temo confunda la “cultura” con la
“costura”. Horror, qué personal nos amenaza para los próximos años. Como ese
zafio titulado que representa Javier Cámara. Como actor, Cámara es un excelente
secundario como demostró a lo largo de su carrera, pero no sabe moverse, no
domina los silencios –o gesticula o habla o muere–, su cara es un panel sin
letras que cubren discretamente unas barbas. No quisiera ser cruel, porque
estoy seguro de que es una bellísima persona con interpretaciones inolvidables
y que nos hizo pasar momentos felices –aún le recuerdo dándole la tortilla a un
Tim Robbins impedido, en El secreto de las palabras, una secuencia
inolvidable–. Pero este papel le excede.
El
cine se ha convertido en un oficio de riesgo. La saña contra Isabel Coixet
sospecho que será porque aseguran que habla inglés, porque debe de ser mujer
arrojada, a tenor de los temas en los que se mete, porque se peina como le da
la gana y lleva gafas sin disimulo. Y porque con toda seguridad debe
comportarse como una hija de puta, cual director varón que se precie, durante
las semanas que dura un rodaje. No debe de ser simpática con la gente. ¿Qué es
ser simpático en el mundo del espectáculo? Meterse debajo de un paso de Semana
Santa o gritar “¡Pedroooooo!” durante los Oscar. Aún recuerdo la campaña cutre
y viscosa contra Fernando Fernán Gómez cuando les dijo a un par de basurillas
del gremio que se fueran a la mierda. ¡Oh, no! Un mediático es un héroe,
respetuoso y monjil, que les debe la gloria a todos los víboras que no
admitiría su madre en casa. Los críticos de cine son aún más ridículos que los
críticos literarios, porque una novela, mala o buena, la pueda hacer
cualquiera, sólo necesita papel y pluma. Pero un filme exige capital.
La
bala de Isabel Coixet dio en el blanco. ¿Hay que irse de este país o quedarse?
¿Vivir cada día con la memoria del niño muerto por los recortes, que los
canonistas denominan oportunismo, o marcharse hacia el norte donde, como
hubiera dicho el poeta, el mundo es limpio, justo, claro y benévolo con el que
trabaja y paga sus impuestos? Allí donde no hay tanta diferencia entre lo que
te pasa y lo que sientes. Donde no terminarás viviendo en un coche y
acicalándote en un aseo de gasolinera. No es verdad que el sufrimiento sea
adictivo, sólo la pobreza y la ignorancia lo son.
Pero
lo más curioso de la trayectoria de esa bala que te llega a la tripa confirma
que los hombres tenemos una capacidad especial para hacer trampas, engañarnos,
ser inseguros sin que aparentemente se note, y poder salir del drama de una
vida inventándonos otra. Y llorando mucho al final. Detesto los finales de las
dos películas que he visto de Isabel Coixet. Lo acepto, la gente necesita
relajarse. Pero si se trata de jurar “yo lucharé por ti, pase lo que pase”, y
tú sales corriendo cuando la batalla se vuelve chunga y antes de que se pudran
los langostinos congelados, entiendo que no te queda más que escoger una
canción, si es posible bailable.
Coixet,
con su Ayer dura toda la vida, ha hecho la primera película de nuestra
catástrofe. Lo que venga después, me temo que serán copias.
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