El
derecho al olvido digital/ Luis Javier Mieres Mieres. Letrado del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña. Profesor de Derecho Constitucional en la Universitat Pompeu Fabra.
Fundación
Alternativas | 10 de junio de 2014
Internet
es el gran foro público a través del cual millones de personas se expresan y se
informan. Los contenidos albergados en la red son accesibles por cualquiera sin
consideración de límites temporales ni espaciales. Esa accesibilidad universal
y temporalmente ilimitada a cualquier información o contenido sobre una persona
está en la base de la reflexión sobre la necesidad de poner límites a la
capacidad de la red de recordar todo y presentar en una suerte de presente
continuo la vida digital de las personas (Solove, 2007:17; Rosen, 2010). El
derecho al olvido es la respuesta a la amenaza que supone para el libre
desarrollo de la personalidad el almacenamiento permanente en Internet de
información personal cuya difusión, pasado el tiempo, puede afectar
negativamente a la persona, al producirse un desajuste entre el dato publicado
y la realidad actual.
Los
casos en que ese derecho puede ser reivindicado por los interesados son muy
variados, pero, con el fin de situar el problema, podemos referirnos a un caso
real analizado por la defensora del lector de un importante diario de nuestro
país (Pérez Oliva, 2011): en 1984 se publica una noticia en la que se afirma
que una conocida gimnasta, que iba a participar en los próximos Juegos
Olímpicos, sufre anorexia. Veintiséis años después, la protagonista de la
noticia, casada y con hijos, se dirige al medio de comunicación con el fin que
“de algún modo se advierta de que la información, aunque se creyera correcta en
su momento, resultó ser falsa”. La información en su día fue lícitamente
publicada y no fue objeto de rectificación. Se refería a un personaje público,
en la medida en que se trataba de una atleta olímpica, y abordaba un asunto que
podía decirse de interés general, al poner el acento en los riesgos para la
salud que podía entrañar una práctica deportiva en determinado nivel de
exigencia. Nada de ello estaba en cuestión, solo que tras más de dos décadas,
esa noticia seguía persiguiendo a la exgimnasta al teclear su nombre en un
buscador. ¿Puede legítimamente oponerse a que esa publicidad no querida
continúe vinculándola con una información del pasado cuando su vida ya es otra?
Casos de este tipo son a los que se pretende dar una respuesta a través del
reconocimiento del derecho al olvido. Se trata de garantizar la efectividad del
control de las personas sobre las informaciones y datos presentes en la red que
se refieren a ellas, que resultan obsoletas y cuya difusión o accesibilidad
actual les perjudica.
El
derecho al olvido es la última manifestación de la necesidad de preservar la
privacidad de las personas frente a las amenazas que entraña el progreso
tecnológico. Los riesgos que pueden surgir de una sociedad tecnológicamente avanzada
están en el origen, como reconoció tempranamente el Tribunal Constitucional,
del reconocimiento global de un derecho a la intimidad o a la vida privada que
abarque las intromisiones que por cualquier medio pueden realizarse sobre los
espacios o ámbitos en los que las personas desarrollan su esfera personal (STC
110/1984). Esta vinculación entre el derecho a la vida privada y el avance de
la tecnología se puso ya de manifiesto en el seminal artículo de la Harvard Law
Review de los juristas norteamericanos Samuel Warren y Louis Brandeis, “The
right to privacy”, publicado en 1890. Aquella obra, en la que se proponía un
nuevo derecho fundado en el common law para proteger la dignidad personal, era
la respuesta a los cambios propiciados por la expansión del uso de las nuevas
tecnologías de la época: “Las instantáneas fotográficas y las empresas
periodísticas –se lamentaban los autores– han invadido los sagrados recintos de
la vida privada y hogareña; y los numerosos ingenios mecánicos amenazan con
hacer realidad la profecía que reza: ‘lo que se susurre en la intimidad, será
proclamado a los cuatro vientos’” (Warren y Brandeis, 1995:25).
Los
contornos del derecho a la vida privada se han ido modelando al paso del
surgimiento de nuevas amenazas derivadas del avance tecnológico. En esa
evolución, la formulación del derecho a la protección de datos ha constituido
la respuesta jurídica al radical cambio que suponía la informática y la
digitalización de la información. Las garantías naturales de la protección de la
vida privada derivadas de los factores de tiempo y espacio en el mundo real
resultan gravemente alteradas en el mundo digital, en el que la información
puede guardarse por tiempo indefinido y ser accesible desde cualquier punto.
Frente a esa nueva realidad, resultaba perentorio fortalecer la posición
jurídica de las personas en relación con sus datos personales, tal y como
explicaba, muy vivamente, la exposición de motivos de la Ley Orgánica 5/1992,
de 29 de octubre, de Regulación del Tratamiento Automatizado de los Datos de
Carácter Personal:
“[…]
la privacidad puede resultar menoscabada por la utilización de las tecnologías
informáticas de tan reciente desarrollo. Ello es así porque, hasta el presente,
las fronteras de la privacidad estaban defendidas por el tiempo y el espacio.
El primero procuraba, con su transcurso, que se evanescieran los recuerdos de
las actividades ajenas, impidiendo, así, la configuración de una historia
lineal e ininterrumpida de la persona; el segundo, con la distancia que imponía,
hasta hace poco difícilmente superable, impedía que tuviésemos conocimiento de
los hechos que, protagonizados por los demás, hubieran tenido lugar lejos de
donde nos hallábamos. El tiempo y el espacio operaban, así, como salvaguarda de
la privacidad de la persona.[…] Se hace preciso, pues, delimitar una nueva
frontera de la intimidad y del honor, una frontera que, sustituyendo los
límites antes definidos por el tiempo y el espacio, los proteja frente a la
utilización mecanizada, ordenada y discriminada de los datos a ellos
referentes; una frontera, en suma, que garantice que un elemento objetivamente
provechoso para la Humanidad no redunde en perjuicio para las personas.”
El
Derecho se configura así como un contrafuerte de la dignidad y la libertad de
la personas frente al cambio tecnológico. Ante las necesidades de protección
derivadas de las nuevas circunstancias técnicas, la respuesta del ordenamiento
ha sido la configuración de un nuevo derecho, en este caso, el derecho a la
protección de datos.
De
manera equivalente, el derecho al olvido vendría a ser la respuesta jurídica
ante el mantenimiento indefinido en la red de información que nos concierne.
Sin embargo, también podría plantearse que, si la perennidad de la información
en la red es el problema, la solución debería buscarse en la técnica y no en el
Derecho. Así argumentan quienes consideran que el medio adecuado para impedir
los efectos negativos que se pueden derivar de la capacidad de almacenaje
permanente de la información es redefinir el “código” (Lessig, 2001) con el que
se construyen los distintos servicios de la sociedad de la información.
En
lugar de una situación en la que por defecto se retiene todo sin límite
temporal, podría pasarse a otra en la que el punto de partida fuera el borrado
por defecto mediante la introducción de fechas de caducidad en el almacenaje de
datos por parte de los usuarios. Esta es la solución propuesta por
Mayer-Schönberger (2009:171) y forma parte de algunas aplicaciones existentes
en el mercado. Por ejemplo, Snapchat es una aplicación que permite enviar
fotos, vídeos o textos que se borran automáticamente después de haber sido
leídos; TigerText habilita al usuario para poner un límite temporal al texto
que envía, desde un minuto a 30 días, transcurrido el cual se produce el
borrado total; Vanish es una tecnología en desarrollo que permite generar datos
cuyas copias (que pueden estar en poder de terceros) se autodestruyan con el
paso del tiempo.
Estas
soluciones técnicas no ofrecen, sin embargo, una respuesta global a los retos
que pretende afrontar el derecho al olvido. Por un lado, la extensión de su uso
es bastante reducida, de modo que el problema de la perennidad de la
información persiste. En un momento en el que el tratamiento masivo de datos, o
big data, constituye un ámbito de creciente interés por parte de la industria
tecnológica y de las empresas como nueva forma de extraer valor a la
información accesible en la red (al respecto, Mayer-Schönberger y Cukier,
2013), no parece que existan muchos incentivos para la creación de tecnologías
que permitan a los usuarios el borrado de datos. Pero, por otro lado, una
opción como esta presenta problemas operativos, porque para los usuarios puede
ser difícil establecer una fecha de caducidad de datos por adelantado, dada la
incertidumbre sobre las necesidades o los usos que en el futuro quiera
dárseles. La vía técnica solo cubre, además, el escenario de la publicación
voluntaria de datos propios, pero no, en cambio, el tratamiento de datos que
pueda hacer un tercero que determina los fines a los que responde el
tratamiento y para quien el establecimiento de un límite temporal preciso por
parte del usuario puede ser contrario a esos fines. Solo si se establece
normativamente esa obligación para el tercero, el usuario podría fijar una
fecha de caducidad (Koops, 2011:243). En todo caso, la técnica por sí sola no
bastaría. Como ha reconocido la Agencia Europea de Seguridad de las Redes y de
la Información (ENISA), “el derecho al olvido no puede ser garantizado
utilizando solo medios técnicos” (ENISA, 2011:13).
Ante
la insuficiencia de las soluciones tecnológicas, el debate sobre cómo impedir
“la configuración de una historia lineal e ininterrumpida de la persona” en la
red o, al menos, facultar al individuo para controlar el grado de trazabilidad
de su vida en línea se ha articulado bajo el nombre de derecho al olvido. La
denominación puede resultar equívoca, por excesiva. La limitaciones humanas
para recordar no son trasladables a un entorno tecnificado como el mundo
digital. Como ha advertido ENISA, en un sistema abierto y global como Internet
es técnicamente imposible eliminar todas las copias que pueden existir de una
información o unos datos (ENISA, 2011:8). Sin embargo, aunque el olvido digital
no sea totalmente practicable, mantener la denominación de derecho al olvido
tiene la ventaja de que, por la carga emotiva que conlleva la palabra, es capaz
de atraer la atención de la opinión pública sobre los intereses subyacentes
merecedores de protección. Además, esta terminología es la que se emplea en
otros países (right to be forgotten, droit a l’oubli, dirito a l’obblio, Recht
auf Vergessenwerden).
En
el ámbito europeo, el debate sobre el reconocimiento y alcance del derecho al
olvido está decisivamente condicionado
por dos hechos. Por un lado, la sentencia del Tribunal de Justicia
dictada sobre la cuestión prejudicial
(C-131/12) planteada por la sala
de lo contencioso-administrativo
de la Audiencia Nacional con motivo del
recurso interpuesto por Google contra una resolución de la Agencia Españolade
Protección de Datos que le obligaba a eliminar de sus resultados de búsqueda el
link a la publicación, en una página del diario La Vanguardia, del anuncio de
una subasta de inmuebles relacionada con un embargo derivado de deudas a la
Seguridad Social que afectaba a un
ciudadano, quien alegaba que ese asunto había
sido resuelto hacía años y carecía de relevancia actualmente. Mediante
esta cuestión prejudicial se planteaba sustancialmente si de la Directiva
95/46/CE en materia de
protección de datos
puede derivarse un
derecho al olvido, y la respuesta del Tribunal tiene fuerza vinculante general sobre el alcance de la interpretación
que deba darse a la norma europea sobre este punto.
Por
otro lado, la Comisión Europea ha considerado necesario el establecimiento de
un marco más sólido y coherente de protección de datos, que armonice las
diferencias existentes entre las distintas legislaciones nacionales. Con ese
fin, en enero de 2012 se presentó al Parlamento Europeo y al Consejo una
propuesta de Reglamento general de protección de datos [COM(2012) 11 final]. La
propuesta contempla expresamente en su artículo 17 una regulación del derecho
al olvido. El Parlamento Europeo ha aprobado el pasado marzo del 2014 su posición
sobre la propuesta de la Comisión, tras consolidar las casi 4.000 enmiendas
presentadas en 196 enmiendas transaccionales. En el texto aprobado por el
Parlamento se mantiene y refuerza la regulación del derecho al olvido, aunque
se sustituye la denominación por la de “derecho a la supresión”i. Por su parte,
el Consejo Europeo, en su reunión del pasado 24-25 octubre, expresó, en el
punto 8 de las Conclusiones, su compromiso con “la oportuna adopción de un
sólido marco general de protección de datos de la Unión Europea”ii. Si,
finalmente, se aprueba definitivamente el Reglamento, el derecho al olvido
tendrá un fuerte anclaje en la normativa europea, que será directamente
aplicable en cada Estado miembro (art. 248 del Tratado de Funcionamiento de la
Unión Europea).En lo que sigue, se procederá a un análisis del fundamento del
derecho al olvido con el fin de precisar su alcance y contenido, y se expondrán
los argumentos críticos respecto de su reconocimiento (1), para, en un segundo
momento, abordar los dos grandes contextos en los que puede ejercerse: frente a
los medios de comunicación (2) y frente a los servicios de la sociedad de la
información (3), como los motores de búsqueda y las redes sociales.
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