La Silla Rota, 12 de enero de 2015
Al
menos dos generaciones de periodistas –los que ahora acumulan entre 10 y 20
años en la profesión- han sabido de Julio Scherer García como quien oye hablar
de una leyenda enterrada bajo recuerdos confusos y ribetes fantasiosos. Cuando el viento barra las flores mortuorias
y quite del panorama los discursos y los textos apresurados, será momento de un balance más riguroso y
útil.
Scherer García sin duda
mereció hasta el pasado día 7 el reconocimiento como el periodista vivo más
importante del país. Su muerte quizá simbolice el fin de un era para quienes entendían el
periodismo como un oficio liberal, con una simiente ideológica, y aquellos que
ahora lo postulan como un producto en donde se suma la tecnología, la habilidad
mercantil y el uso de la información como entretenimiento.
Una lectura más profunda del personaje y de su
aportación no puede llevar a la certeza de que hayamos estado frente a un
enemigo del poder, por muy romántica que pudiera ser la caracterización. Antes
bien, la lección más relevante de Scherer García es ser un observador agudo del
poder en México, su capacidad para palpar la epidermis del poder; ser víctima y
a la vez, aprovecharse de los políticos en no pocas ocasiones. Y gracias a todo
ello, construir propuestas periodísticas relevantes para el oficio y para el
país.
Para aquellos interesados en una mirada más
amplia no únicamente sobre Scherer García sino sobre el binomio
prensa-poder, puede serles interesante
asomarse al trabajo de Arno Burkholder
de la Rosa, auspiciado por El Colegio de México en 2010, con el sugerente
título de “El Olimpo fracturado. La
dirección de Julio Scherer en Excélsior (1968-1976)”.
La muerte de Scherer García puede ayudar a
reflexionar sobre cómo se ejerce el poder público –y el empresarial, en muchas
ocasiones- y cómo construye sus nexos con los poderes mediáticos, antes
esencialmente los diarios, y hoy cada vez más los medios electrónicos, la
radio, la televisión y las plataformas digitales.
En una época en la que el ejercicio del poder
se transforma de manera dramática, donde la política impide de manera creciente
que el poderoso ejerza la coerción o la represión directas, los medios mexicanos en su mayoría se siguen
asumiendo como apéndices del poder público.
En lugar de ayudar a su transformación para adaptarlo a una nueva
realidad social, los medios se subordinan al poder, y ambos le apuestan a
construir una realidad inútil, para ellos y para el país.
No era así en los años 60 del siglo pasado,
cuando los niveles de tolerancia del poder dependían del estado de ánimo del
ocupante en turno de Los Pinos. Y desde ahí, con un garnuchazo como forma de
diálogo, se disponía el futuro de los medios.
Don Julio Scherer se acercó a esa realidad en
forma palpable desde 1965, cuando fue designado subdirector de Excélsior bajo
la dirección de Manuel Becerra Acosta padre. Se trataba del diario fundado por
Rafael Alducín en 1917 –sólo unos meses después del decano capitalino, “El
Universal”- y que estuvo sometido por décadas a los vaivenes propios de una
cooperativa, agravados por la presión gubernamental.
En 1968, tras la muerte de Becerra Acosta,
Scherer García emprende una dirección que siempre se muestra precaria ante los
caprichos del gobierno, primero personficado por Díaz Ordaz y su secretario de
Gobernación, Luis Echeverría, y luego por éste mismo, al asumir la Presidencia.
Mucho se ha escrito sobre la conducción de
Excélsior y la relación de amor-odio de Echeverría y Scherer, que concluyó en
julio de 1976 cuando el primero atizó un conflicto interno, siempre latente,
para echar de su puesto al director y su equipo, entre el cual se hallaban
plumas como las de Daniel Cossío Villegas, Ricardo Garibay, Vicente Leñero y
Octavio Paz.
Más tarde, éste último profundizaría en Proceso, la nueva casa
de Scherer García, su convicción sobre la distancia que hay que guardar con el
Príncipe que personifica al Estado. En México ese Príncipe es el presidente de
la República, cuyo fulgor sigue quemando las alas de muchos dueños de medios,
ajenos a la lección de Scherer, acaso el mejor entre ellos.
Otro enfoque es el que, con buenas razones,
nos ha conmovido en esos días al refrescarse la historia personal, casi íntima,
de Scherer García, sobre la cual es imposible no escribir, acaso con algunos
contrapuntos:
Don Julio nació en abril de 1929, con buena
cuna: su madre, Paz García, era hija de
Julio García, un destacado jurista de Guanajuato que llegó a presidir el Poder
Judicial de su estado. Su padre, Pablo Scherer y Scherer, de origen alemán,
no tenía muchos años en México, al que migró huyendo de la primera gran guerra.
La familia busca formar al tercero de sus hijos (tras Hugo y Paz, hermanos
mayores) en la filosofía teutona –cualquier cosa que eso representara en la
época- y lo matricula en el colegio Alexander von Humboldt. Algo debió haber
ocurrido en el seno familiar que reorientó la formación de ese joven, quien a
los 15 años fue encomendado a los jesuitas en el Instituto Bachilleratos, que
luego fue el Instituto Patria, y luego derivó en una visión laica que lo hizo
ingresar en la Escuela de Jurisprudencia, en la UNAM.
Los 22 libros de Scherer ofrecen, siempre,
algún rincón para las confesiones íntimas, acaso propias del buen católico que
fue. En “Historias de muerte y corrupción” (2011), dice sobre su evolución
personal: “No podía creer ni dejar de creer en Dios (…) me gustaba vivir, y la
vida llegaba a sentirla como un gran vacío…”.
Scherer García entró por vez primera a la
Redacción de Excélsior en 1947, a los 18 años, y logró un empleo como ayudante
y mensajero de “Ultimas Noticias”, el periódico vespertino de esa casa
editorial. Había desertado tempranamente de la idea de ser abogado, pero de esa
incursión académica conservó su relación con Susana Ibarra Puga, a quien había
conocido como estudiante de Filosofía en la propia UNAM. Se casaron cuando ella
tenía 26 años y él 28 y ya se proyectaba como el sagaz reportero que nunca dejaría
de ser.
Según avanzaban la carrera y los éxitos
periodísticos de Scherer –especialmente su genio como entrevistador-, su
familia fue creciendo hasta sumar nueve hijos; la menor, María, quien acaba de
publicar una perfil póstumo en la revista “Letras Libres” que no sólo muestra
el lado más humano de su padre sino que la confirma a ella, a querer o no, como
portadora del legado Scherer.
robertorock@lasillarota.com
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