23 abr 2023

'La figura del mundo': El nuevo libro de Juan Villoro

Revista R/Reforma

'La figura del mundo': El nuevo libro de Juan Villoro

"La figura del mundo", del escritor mexicano Juan Villoro, es un texto sobre su padre, el filósofo Luis Villoro. Foto: Random House

Juan Villoro

Cd. de México (23 abril 2023).- Con autorización de Random House, publicamos un fragmento del nuevo libro de Juan Villoro, en el que narra algunos pasajes en torno a su padre, el filósofo Luis Villoro

El cartaginés

Cuando yo era niño, mi padre me hablaba de antiguas civilizaciones. Nada estimulaba tanto su conversación como las épocas desaparecidas. Sin ser tímido, solía hablar poco en las reuniones y rehuía los diálogos de circunstancia (prefería perderse en la ciudad que abordar a un desconocido para pedirle una dirección). Pero tenía un hijo que a los cuatro años pedía que le contara un cuento.

De un modo confuso pero inquebrantable, entendí que nadie está contento por decreto y que hay que esforzarse para ser feliz.

Podría haber recurrido al repertorio habitual de las historias infantiles; no era ajeno a esos textos e incluso había traducido uno de los más célebres, según me enteré muchos años después, cuando el erudito Adolfo Castañón me dio una noticia curiosa: en la hemeroteca del periódico El Nacional descubrió la versión de El principito que mi padre tradujo en 1950 para el suplemento México en la Cultura.

Yo nací seis años después de esa traducción, pero no se le ocurrió compartir conmigo una historia tan apropiada para vincular sus preocupaciones de filósofo con mi imaginación infantil. Prefería contar cosas que venían de más lejos, de las arenas pisadas por los hititas, los sumerios, los egipcios, hasta llegar a sus favoritos, los griegos (luego vendrían los romanos imperiales que no acababa de aceptar).

El caso es que, cuando le pedía una historia, contaba un episodio de la Odisea o narraba la batalla de las Termópilas. Lo hacía con palabras sencillas, pero sin rebajar el dramatismo o la crueldad de las tramas. Le encantaba el momento en que Odiseo (o Ulises) decía que se llamaba Nemo, que en griego significa "nadie", lo cual llevaba al cíclope a exclamar: "¡Nadie me ha golpeado!". Como todos los que cuentan un cuento, procuraba que esas tramas también fueran interesantes para él.

En la casa recibíamos el periódico Excélsior y él compartía conmigo la sección de "monitos". También en los cómics mostraba un gusto por historias de otro tiempo. No se perdía un episodio del Príncipe Valiente, cuyo hilo argumental era de extrema gravedad. Esa historia épica, y muchas veces melancólica, me había llevado a tener una pesadilla recurrente en la que en rigor no sucedía nada. El Príncipe estaba solo, junto a una gran roca, bajo una lluvia incontenible; el cielo era de un azul acerado. Esa imagen, donde lo único que se movía era el agua, me producía una angustia insoportable.

También como dibujante mi padre ejercía el modo clásico. Nunca olvidaré mi traumático primer día de clases. A los cuatro años, volví a casa con una hoja en la que había hecho un "dibujo" que constaba de líneas sinuosas:

-Serpientes -dije para justificarme.

Mi abuelo, que había sido pastor de ovejas en los Maragatos leoneses, oyó la respuesta y dijo que esos bichos eran horrendos:

-Además, no hay víboras moradas.

Mi madre intervino en mi defensa, diciendo que yo podía pintar lo que me viniera en gana. La discusión sobre los animales que yo debía dibujar subió de tono hasta sacar a mi padre de su estudio. Para acabar con la disputa, dijo:

-Voy a dibujar algo.

Se sentó en la mesa del comedor y se mordió la lengua, gesto de concentración que heredó mi hermana Carmen y que la ayudaría a ser campeona nacional de tenis de mesa.

En un santiamén dibujó un caballo perfecto. Me sorprendió que esa persona que nunca hacía dibujos tuviera ese talento. También podía trazar un rostro de perfil, con sombras y matices. Como las historias que me contaba (Circe abandonada por Teseo en la isla de Naxos, Ulises en el Hades), el caballo a lápiz me cautivó como algo perfecto y remoto. Mi padre llevaba en su interior mitologías y caballos que podían ser dibujados.

Décadas después, Alejandro Rossi me contaría que en Barcelona mi padre había tenido un maestro excepcional que en los años veinte daba clases de dibujo a domicilio: Joan Miró. Curiosamente, el genio en ciernes enseñaba a los niños a hacer representaciones de esmerado realismo mientras él se preparaba para dibujar como los niños. "Tenemos de genios lo que conservamos de niños", escribe Baudelaire.

Cuando supe que Miró había sido su maestro, le pregunté al respecto y dijo que dibujar caballos carecía de importancia, como nadar o andar en bicicleta, habilidades que también dominaba sin ponerlas en práctica.

Mi padre tenía un estupendo sentido del humor pasivo; no contaba chistes, pero disfrutaba toda clase de bromas. Las historietas de Pancho y Ramona lo hacían reír mucho, pero les dedicaba mucho menos atención que al Príncipe Valiente. El Excélsior de aquel tiempo era inmenso y mi padre lo doblaba cuidadosamente en seis partes para concentrarse en la saga del rey Arturo. En mi afán de imitarlo, empecé a soñar con el Príncipe que se mojaba sin remedio.

Vivíamos en un dúplex en el barrio de Mixcoac, construido por mi abuelo con la solidez de quien concreta ahí algo definitivo. Llegó a México desde León, España, huyendo de la gleba que llevaba a los niños pobres al ejército, y prosperó lo suficiente para tener una casa con muros de convento.

La planta baja era ocupada por mis abuelos y yo no perdía oportunidad de visitarlos, porque quería oír las desaforadas historias de mi abuela y porque ellos sí tenían televisión. En la parte baja del dúplex se podía hablar de Combate, El Superagente 86 o Mi marciano favorito.

Nada de eso formaba parte de las sobremesas en las que mi padre contaba un cuento.

Su trato con los sumerios, los fenicios y los babilonios era tan familiar que a los seis años yo pensaba que él había vivido todas las épocas previas de la humanidad. La edad del mundo era la suya. En una ocasión le pedí que me contara de su vida entre los romanos y él tuvo que aclararme que las personas de las que hablaba ya habían muerto y sólo pertenecían al recuerdo.

Yo quería cosas nuevas -pistolas de plástico, discos de 45 revoluciones, una capa de superhéroe, una guitarra eléctrica-; sin embargo, para mi padre, los hititas eran más cercanos que los Beatles. Naturalmente, no le reproché su gusto por los desaparecidos, que él llamaba "civilizaciones"; al contrario, me sentía en falta y suponía que crecer significaba volverse antiguo.

La autoridad de mi padre era incontestable. No recurría a castigos físicos ni levantaba excesivamente la voz, por la sencilla razón de que bastaba que ordenara algo para que se cumpliera. De un modo seco, jamás rudo, dictaba sentencia.

Cuando me habló de la Ley del Talión, lo malinterpreté y pensé que podía aplicarla en casa. Mi madre me dio un manazo y yo le di otro. Esa tarde, mi padre me arrestó en su cuarto. Después de unos minutos de silenciosa detención, en los que pensó con cuidado lo que debía decir, me aclaró, como si el futuro ya hubiera sucedido, que yo no volvería a agredir a mi madre y que debía pagar por lo que había hecho en el pasado (es decir, unas horas antes). Me puso las manos en la espalda y me propinó unas nalgadas ejemplares.

Cuando estaba contento, me daba una palmada en la espalda con la misma reciedumbre con que ocasionalmente me castigaba. No era una persona de caricias. Sólo una vez me dio un beso: cuando cumplí los canónicos veintiún años, que en su época habían señalado la mayoría de edad, y me regaló el reloj de cadena de su padre, que yo jamás usaría.

Pasé la primera infancia al lado de una persona de trato cordial, lejana en el afecto e incontrovertible en sus decisiones. Lo admiraba como se admira un peñasco. Quizá la roca que veía en mi sueño del Príncipe Valiente era él. Es posible que también su trabajo contribuyera a que yo lo apreciara así. Me imponía de un modo a la vez contundente y abstracto.

Sabía que la gente hablaba con respeto de él y que se dedicaba con seriedad a algo inescrutable. ¿Qué enseñaba? Quise averiguarlo y la respuesta me inquietó más que la pregunta:

-Estudio el sentido de la vida.

Cuando entré a la escuela descubrí que había tres modos de catalogar a los padres: su equipo de futbol, la marca de su coche y el oficio al que se dedicaban. Mis compañeros de clase tenían padres comprensibles; uno era piloto aviador, otro vendía alfombras en un conocido almacén, otro más trabajaba en una fábrica de pinturas de aceite. Cuando llegaba mi turno de definir la profesión paterna, repetía como quien recita una sura del Corán: "Mi papá estudia el sentido de la vida".

Esta respuesta era recibida con el respetuoso silencio que provoca el sinsentido. Luego suscitaba otras interpretaciones. Mis amigos imaginaban que mi padre buscaba el sentido de la existencia en las cantinas, bebiendo tequila al compás de los mariachis.

Yo trataba de acercarme a su figura como puede hacerlo un niño, preguntándole cosas. Lo veía desayunar cinco panes con mermelada (su favorita era la de naranja, con trocitos de cáscara cristalizada) y le pedía que me contara algo, lo que fuera. Él suspendía por un momento su apasionada ingesta dulce y pensaba en algo que fuera de interés, no sólo para mí, sino para él. Su mirada se iluminaba de repente, como si dentro de él viviera otra persona.

El indiferenciado entorno, en el que jamás se preocupó de colgar un cuadro o poner flores en un jarrón, desaparecía por completo. Entonces se concentraba y movía las manos para impulsar su narración. Sus palabras se cargaban de energía, imitaba acentos y encontraba raros adjetivos (el mar se volvía "proceloso" y el rostro de un villano "plúmbeo"); lo más sorprendente de este entusiasmo es que se dirigía a mí. Para que eso sucediera, los argonautas tenían que volver a navegar. Él se volvía cercano en la Grecia clásica.

Cuando empecé a leer por gusto, hacia los quince años, me regaló un libro previsible: los Diálogos, de Platón.

-Son los pininos de la humanidad -dijo el Sócrates de la familia.

Nací en el hospital de las Américas de la Ciudad de México, en 1956. A los pocos meses, mi padre fue invitado a fundar la Facultad de Filosofía en Guadalajara y nos mudamos de ciudad. Vivíamos en la esquina de Unión y Vidrio, nombres perfectos para describir el triste matrimonio de mis padres.

Ahí aprendí a caminar y ahí escuché las primeras notas de rock and roll en las cafeterías cercanas al Parque Alcalde al que me llevaba mi madre. Tengo fugaces recuerdos de ese tiempo -la Fuente de los Mil Chorros, los coches coloridos de la Carrera Panamericana-, pero el más preciso es el siguiente.

Mis padres han ido a una fiesta y yo duermo en casa de unos amigos suyos. Cuando pasan por mí, me envuelven en una cobija y mi padre me carga en su hombro. En ese momento despierto. Veo la casa que se aleja, la sala-comedor con los muebles modernistas de los años cincuenta, idénticos a un set de Mad Men. Viajo suspendido en los hombros de mi padre.

En El rey de los alisos, Michel Tournier se refiere a la foría, que tiene su origen en el verbo griego foreo que significa "llevar". San Cristóbal, patrono de los navegantes, que transporta al pequeño Jesús en su hombro, es un ejemplo de héroe fórico.

En la novela de Tournier, el protagonista se detiene en el Museo del Louvre ante las estatuas de los fornidos portadores de niños: Hércules, Hermes, Héctor, y advierte que esos gigantes pueden ser vulnerables. Viven para custodiar, pero a veces fallan. El título de la novela proviene, precisamente, del poema de Goethe en el que un niño cabalga con un padre que trata infructuosamente de protegerlo. En el último verso, el niño muere. En forma admirable, la escena se repite en el cuento "No oyes ladrar los perros", de Juan Rulfo.

La pasión fórica puede ser descrita como el intento de una figura tutelar de llevar a cuestas a quien no puede moverse por su cuenta. El gesto resume el sentido de la paternidad. Curiosamente, el primer recuerdo que tengo de mi padre es de ese tipo: me lleva en hombros hacia un destino incierto, la casa de Unión y Vidrio.

Mi madre tenía veintiún años cuando se casó con un hombre de treinta y dos. Ella había crecido en Mérida, Yucatán, que entonces no sólo era una provincia remota, sino casi otro país.

Era una lectora sensible y estudiaba Letras Hispánicas, pero carecía de experiencia mundana. Muchas decisiones se tomaban en su nombre. Una de ellas era que las sirvientas vinieran de Villa de Reyes, en San Luis Potosí, donde la familia de mi padre conservaba los contactos de los tiempos en que habían sido hacendados.

Cata y Consuelo, dedicadas a cocinar, lavar la ropa y cuidarnos a Carmen y a mí, eran las únicas personas que, de cuando en cuando, hacían alguna broma. Dudo que, en su condición subordinada, fueran muy dichosas, pero aparte de ellas nadie mostró alegría en esa casa.

Un poco ausente, mi madre era una mujer hermosa que trataba de adaptarse a una vida ajena que curiosamente era la suya. Mi padre la invitaba a guardar silencio en las escasas reuniones a las que asistían y se dirigía a ella con el respeto que se le confiere a una desconocida. Nunca los vi tomarse de la mano, compartir un guiño cómplice o hacerse una caricia. Por mi madre sé que tenían escaso trato íntimo y que él prefería desahogar sus pasiones con alumnas que integraron un séquito cada vez más amplio.

Mis padres se separaron sin pleitos ni escándalos en una época en que el divorcio era motivo de pleitos y escándalos. De cualquier forma, mi abuela materna, que representaba en la vida los papeles que hubiera querido desempeñar en la ópera, consideró que su hija era una descastada que no sólo se atrevía a fumar y a manejar un coche con intrépida audacia, sino a tener vida propia.

Con la separación, nos mudamos a un departamento en la colonia Del Valle. Mi madre continuó sus estudios, ahora en Psicología, se hizo cargo del Centro de Teatro Infantil y, posteriormente, del Pabellón de Día del Hospital Psiquiátrico Infantil. Con tesón extraordinario, tuvo un destino que nadie parecía atribuirle y pasó por varias relaciones sentimentales sin atarse a nadie.

A diferencia de mi padre, compartía sus emociones de un modo volcánico y tenía arrebatos de ira que compensaba con sobredosis de cariño. Disputaba absurdamente con mi hermana Carmen, a la que atribuía intenciones imposibles de justificar, y esperaba de mí una perfección que por supuesto me condenó al fracaso. Quererla era fabuloso, imprescindible y extenuante.

Mi padre pasaba por nosotros al colegio, varias veces a la semana comía en el departamento y dormía ahí la siesta. En rigor, la forma en que mis padres se llevaban después del divorcio era idéntica a la que habían tenido durante el matrimonio.

Cuarenta años después de su separación, cuando mi madre ya se había doctorado en Psicología con una tesis sobre la condición mental de August Strindberg y contaba con notable reputación como psicoanalista, mi padre hablaría de ella con admiración filosófica:

-¡Ha tenido una Anhebung!

En efecto, mi madre se había elevado por encima de sus circunstancias.

En la autoentrevista que Carlos Monsiváis incluye en la Autobiografía precoz, publicada a los veintiocho años, se refiere a su formación intelectual y habla de sus múltiples lecturas de infancia. Como reportero de sí mismo, hablándose de usted, pregunta: "¿No se está usted adornando?".

La respuesta es contundente: "Si no tuve infancia, por lo menos déjeme tener currículum". El futuro cronista compensó su falta de aventuras con los libros. También yo tuve una infancia de puertas adentro, sin demasiadas acciones callejeras, pero dominada por la molicie.

Me acostaba en la cama a frotar fichas de parcasé que me ayudaban a imaginar cosas. Décadas después leí en un manual de budismo zen que tener ocupadas las manos ayuda a la meditación (los dominicos trajeron el rosario de Medio Oriente con ese propósito).

En mi caso, las fichas sólo contribuyeron a que me distrajera. Dediqué horas, meses, tal vez años, a mover los dedos sobre la rugosa superficie de las fichas pensando en un lugar de mi invención, la Ciudad Peligrosa, donde el equipo Central, de uniforme naranja y rojo, ganaba el campeonato. ¿Era una burda imitación de mi padre, cuyo oficio le permitía reflexionar acostado?

Obviamente, hay infancias mucho peores que la mía, marcadas por la pobreza, la enfermedad, la muerte, la guerra o el exilio. Los recuerdos de mis primeros años son tristes sin llegar a ser trágicos.

Lo peor que me pasaba era el dentista. Una tarde, después de tomar una cucharada de miel, sentí el aguijón de una caries. Mi madre me llevó a un doctor de aspecto amenazante. Era un hombre corpulento, ya entrado en años, al que le faltaba una pierna y que se desplazaba por el consultorio en muletas de madera. Me pidió que abriera la boca para introducir el espejito inquisitorial. De inmediato diagnosticó dos problemas. Tenía la dentadura dañada por el uso excesivo de antibióticos (nací en 1956 y la penicilina se había convertido en una panacea que se usaba al primer estornudo) y por apretar demasiado los dientes:

-Tienes el mal de las trincheras -dijo, y explicó que los soldados de la Primera Guerra Mundial habían regresado a casa con las mandíbulas trabadas después de padecer los bombardeos en zanjas cubiertas de lodo.

El dentista no me curó de ese malestar de soldado. Además, me sometió a otra guerra. Su enfermera era una mujer frágil, semihistérica, de la que por alguna razón no podía deshacerse, y que se desmayaba al ver una aguja. Por lo tanto, el doctor atendía sin anestesia.

-Aprieta los puños como boxeador -me dijo, y procedió a barrenarme.

Para compensar la tortura a la que era sometido, mi madre me compraba un cochecito de metal al salir de ahí. El consultorio estaba enfrente de Sears, almacén que me encantaba por razones olfativas: la planta baja olía a cacahuates, palomitas y perfumes, y el sótano despedía un delicioso artificio: la edulcorada fragancia de la root-beer y el olor a plásticos decididamente futuristas de los neumáticos que ahí se ofrecían.

La colección de coches que formé a cambio de que me perforaran los dientes sin anestesia me deparó otro aroma que a veces vuelve a mí. Al respirar el chasís de esos modelos a escala percibía un olor acerado, de metal en estado bruto, aún no cubierto de pintura.

La parte más primitiva de mi cerebro era estimulada por ese olor que de manera confusa, pero intensa, me conectaba con el violento pasado de la especie: respiraba una espada, una bayoneta, un puñal, una daga, el filo de un cuchillo. Ésa era mi guerra.

Mi abuela paterna solía escribir un diario y, al cabo de cierto tiempo, tomaba una estrafalaria decisión. Lo mandaba encuadernar y lo rifaba entre sus nietos. Por lo común, los diarios se publican de manera póstuma, lo cual garantiza que hayan sido escritos con total sinceridad. La confesión escrita llega con un cadáver.

En el caso de mi abuela, la escritura privada terminaba en manos conocidas. Antes de que acabara la década de los sesenta, me hice acreedor de uno de sus diarios, que sigue en mi poder. Mi abuela lo mandó encuadernar y le imprimió un lema: "A Juanito, por rifa".

Supuestamente el azar lo llevó a mí; sin embargo, creo que ella calculó con esmero lo que hacía. Era una mujer intuitiva; no necesitaba que le contaran chismes porque los adivinaba. Mis padres se llevaban mal y durante mucho tiempo le ocultaron que se habían separado.

Ella se enteró por su cuenta del asunto y fingió no saber nada. Su forma de incidir en la vida de los otros sin ser demasiado intrusiva eran los diarios que presuntamente llevaba para sí misma. El libro que me llegó por "fortuna" no iba a ser leído por mí sino por mi madre. Ahí, mi abuela lamentaba que mis padres se hubieran separado y atribuía a eso mi excesiva timidez y la tristeza que me dominaba.

Una llamada de atención para que alguien me rescatara del pozo en el que había caído.

Hasta los trece años estuve deprimido. Sólo cuando descubrí que la vida podía ser representada mi carácter mejoró. El cine, el rock, los cómics, el futbol, la literatura y la más intrincada de las tramas -la posibilidad de un romance- me aliviaron.

De un modo confuso pero inquebrantable, entendí que nadie está contento por decreto y que hay que esforzarse para ser feliz.

El carácter que me determina desde entonces procura negar la tristeza que no superé de niño. Si la vida adulta es un espejo distorsionado de la infancia, no es difícil suponer que ahora hablo para sobreponerme al silencio que guardé en los años más importantes de mi vida. Sin embargo, diga lo que diga, nunca compensaré lo que no dije entonces.

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