24 dic 2025

Oriana Fallacci y la ceguera europea

 

Oriana Fallacci y la ceguera europea/ Íñigo Castellano y Barón es conde de Fuenclara.

El Debate, Miércoles, 24/Dic/2025 

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que las advertencias incómodas se castigaban con el ostracismo antes que con la reflexión. En aquel tiempo vivió una mujer de pluma afilada y alma mediterránea que tuvo la osadía de decir lo que otros callaban: Oriana Fallaci, la periodista italiana que convirtió la escritura en un acto de guerra y la verdad en un campo de batalla moral. Europa, que tanto presume de libertad, nunca terminó de perdonarle su franqueza.

Fallaci fue, antes que nada, una testigo privilegiada del siglo XX: cubrió guerras, entrevistó a Reyes, dictadores y revolucionarios, y sufrió heridas en México en 1968 mientras cumplía con su oficio de reportera. Pero su nombre comenzó a arder en la polémica cuando, tras los atentados del 11-S, irrumpió en el debate europeo con una fuerza casi bíblica. La rabia y el orgullo (2001), escrito desde Nueva York —su autoexilio voluntario—, fue una sacudida que Europa no esperaba. Con la voz quebrada por la indignación, Fallaci reprochó a Occidente su ceguera ante un islamismo radical que avanzaba bajo el disfraz del multiculturalismo complaciente. Se la llamó exagerada, xenófoba, provocadora. Pero se la leyó demasiado poco. Porque lo que Fallaci escribió, más que una diatriba, fue una profecía en directo. La incomodidad de quien ve antes que los demás.

Italia —y buena parte de Europa— reaccionó con un rechazo visceral. Fallaci, antaño admirada por su valentía periodística, pasó a ser una figura incómoda: demasiado libre, demasiado directa, demasiado consciente de que el terremoto que se avecinaba no era solo demográfico, sino cultural y moral.

Ya en sus entrevistas de los años setenta y ochenta, cuando se enfrentó incluso al mismísimo Jomeini, había intuido lo que otros preferían ignorar. Se quitó el chador ante el líder iraní y le dijo: «Yo no llevo esto. No es digno». Aquello no era una provocación, sino una declaración de principios frente a un sistema teocrático que niega libertades esenciales.

Décadas después, cuando Europa comenzó a enfrentarse a atentados, guetos urbanos y tensiones culturales que parecían imposibles en un continente que se creía invulnerable, muchas de sus palabras adquirieron un brillo inquietante. Y lo que entonces sonó a estridencia, hoy parece más que un diagnóstico previo a la enfermedad, una epidemia evidenciada.

Fallaci acusó a Europa de vivir en una anestesia moral. Decía que el continente estaba «demasiado cansado para defenderse» y que se refugiaba en el relativismo como una manta tibia. Criticó la incapacidad de distinguir entre la inmigración deseable y la que rechazaba los valores democráticos. Señaló el riesgo de abrir las puertas sin exigir integración, sin evaluar consecuencias, sin preguntarse algo elemental: ¿qué ocurre cuando una civilización deja de creer en sí misma? En La rabbia e l’orgoglio dejó escrita una frase que resume toda su alarma intelectual: «Che cultura è mai quella che non sa produrre altro che fanatismo, terrorismo, violenza?» ¿Qué cultura es aquella que no sabe producir otra cosa que fanatismo, terrorismo, violencia? Que reducido a otros términos podría decirse: ¿Qué religión es aquella que solo produce religión?

Ella no preguntaba para ofender, sino para despertar. Lo que cuestionaba no era la religiosidad personal de millones de musulmanes pacíficos, sino la influencia creciente del islam político, incapaz —en su análisis— de generar libertad, ciencia, democracia o igualdad entre hombres y mujeres. Por eso sostuvo también: «L’Islam non è una religione, è una legge. Una legge teocratica che uccide la libertà». Europa reaccionó con querellas, censura, acusaciones de islamofobia y un largo etcétera de reproches que buscaban matar al mensajero antes que examinar el mensaje. Hubo incluso intentos de procesarla penalmente en Italia por «incitar al odio», irónico destino para una mujer que arriesgó la vida en Vietnam, en Oriente Próximo y en América por contar la verdad.

Hoy, dos décadas después de aquellas denuncias, el debate europeo sobre inmigración, radicalismo islámico, cohesión social y pérdida de identidad cultural es más intenso que nunca. Francia, Alemania, Suecia, Bélgica o Italia han experimentado episodios que, en su día, parecían pura exageración alarmista. Las predicciones de Fallaci no nacieron del odio, sino de una lucidez dolorosa. Ella entendió algo que Europa tardó demasiado en aceptar: toda civilización es frágil, y cuando renuncia a defender sus valores, comienza a desmoronarse desde dentro.

No pedía expulsar al diferente, sino distinguir entre quienes desean integrarse en los valores democráticos y quienes los desprecian abiertamente. No pedía cerrar fronteras, sino abrir los ojos. No pedía intolerancia, sino responsabilidad histórica. Pero Europa prefirió sentirse más virtuosa que prudente. Más tolerante que coherente. Más progresista que realista.

Reivindicar hoy a Oriana Fallaci no es un acto de nostalgia. Es un ejercicio de honestidad intelectual. Ella pagó un alto precio por su franqueza: perdió prestigio en su Italia natal, soportó querellas, campañas de difamación y un exilio involuntario. Pero nunca se retractó, porque sabía que renunciar a la verdad era mucho más peligroso que enfrentar la polémica. Años después, su figura reaparece, más vigente que nunca, como la mujer que vio la grieta antes de que el muro comenzara a resquebrajarse. La periodista que comprendió que las civilizaciones no mueren por invasiones, sino por renuncias.

Oriana Fallaci tuvo el valor de decirlo cuando nadie quería escucharlo. Por eso, hoy, más que polémica, merece justicia, pero también voces que le acompañen en la verdad proclamada y oídos que escuchen...


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