Discurso de despedida en el aeropuerto de Stará Ruzyně de Praga
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Señor presidente,
señores cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado,
excelencias,
señores y señoras.
En el momento de despedirme, deseo daros las gracias por vuestra generosa hospitalidad durante mi breve permanencia en este espléndido país. Le estoy particularmente agradecido a usted, señor Presidente, por sus palabras y por el tiempo transcurrido en su residencia. En esta fiesta de san Wenceslao, protector y patrono de su país, permitame una vez más dirigirle mis más vivas felicitaciones por su onomástico. Siendo también el onomástico de su excelencia monseñor Václav Malý, le dirijo también a él mis felicitaciones y deseo agradecerle por el duro trabajo realizado para coordinar la organización de mi visita pastoral a la República Checa.
Estoy profundamente agradecido al cardenal Vlk, a su excelencia monseñor Graubner y a todos aquellos que se han prodigado para asegurar el desarrollo ordenado de los diversos encuentros y celebraciones. Naturalmente incluyo en mis agradecimientos a las autoridades, a los medios de comunicación y a muchos voluntarios que han ayudado a regular el flujo de gente, y a todos los fieles que han rezado para que esta visita trajese buenos frutos a la nación checa y a la Iglesia en esta región.
Conservaré la memoria de los momentos de oración que he podido transcurrir junto con los obispos, los sacerdotes y los fieles de este país. Ha sido especialmente conmovedor, esta mañana, celebrar la misa en Stará Boleslav, lugar del martirio del joven duque Wenceslao, y venerarle ante su tumba el pasado sábado, dentro de la majestuosa catedral que domina el panorama de Praga. Ayer en Moravia, donde los santos Cirilo y Metodio dieron comienzo a su misión apostólica, pude reflexionar, en orante acción de gracias, sobre los orígenes del cristianismo en esta región y, efectivamente, en todas las tierras eslavas. La Iglesia en este país ha sido verdaderamente bendecida con un extraordinario ejército de misioneros y de mártires, como también de santos contemplativos, entre los que quisiera recordar particularmente a santa Inés de Bohemia, cuya canonización, hace veinte años, fue mensajera de la liberación de este país de la opresión atea.
Mi encuentro de ayer con los representantes de las otras comunidades cristianas me ha confirmado la importancia del diálogo ecuménico en esta tierra que ha sufrido tanto las consecuencias de la división religiosa en el tiempo de la guerra de los Treinta Años. Mucho se ha hecho ya para curar las heridas del pasado, y se han emprendido pasos decisivos en el camino de la reconciliación y de la verdadera unidad en Cristo. En la ulterior edificación de estos fundamentos sólidos, la comunidad académica tiene un papel importante que llevar a cabo, mediante una búsqueda de la verdad sin compromisos. Ha sido un placer para mí tener la oportunidad de encontrarme ayer con los representantes de las universidades de este país y de expresar mi aprecio por la noble misión a la que estos han dedicado la vida.
He sido particularmente feliz de encontrar a los jóvenes y e animarles a construir sobre las mejores tradiciones del pasado de esta nación, de modo particular sobre la herencia cristiana. Según un dicho atribuido a Franz Kafka, “Quien mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece nunca” (Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka). Si nuestro ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, entonces podremos verdaderamente esperar seguir siendo jóvenes y construir un mundo que refleje algo de la belleza divina, de modo que ofrezca inspiración a las futuras generaciones para hacer otro tanto.
Señor presidente, queridos amigos: una vez más os expreso mi agradecimiento, prometiendo recordaros en mis oraciones y llevaros en mi corazón. ¡Que Dios bendiga a la República Checa! ¡Que el Niño Jesús de Praga siga inspirando y guiando a Ella a todas las familias de la nación! ¡Que Dios os bendiga a todos!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
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Señor presidente,
señores cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado,
excelencias,
señores y señoras.
En el momento de despedirme, deseo daros las gracias por vuestra generosa hospitalidad durante mi breve permanencia en este espléndido país. Le estoy particularmente agradecido a usted, señor Presidente, por sus palabras y por el tiempo transcurrido en su residencia. En esta fiesta de san Wenceslao, protector y patrono de su país, permitame una vez más dirigirle mis más vivas felicitaciones por su onomástico. Siendo también el onomástico de su excelencia monseñor Václav Malý, le dirijo también a él mis felicitaciones y deseo agradecerle por el duro trabajo realizado para coordinar la organización de mi visita pastoral a la República Checa.
Estoy profundamente agradecido al cardenal Vlk, a su excelencia monseñor Graubner y a todos aquellos que se han prodigado para asegurar el desarrollo ordenado de los diversos encuentros y celebraciones. Naturalmente incluyo en mis agradecimientos a las autoridades, a los medios de comunicación y a muchos voluntarios que han ayudado a regular el flujo de gente, y a todos los fieles que han rezado para que esta visita trajese buenos frutos a la nación checa y a la Iglesia en esta región.
Conservaré la memoria de los momentos de oración que he podido transcurrir junto con los obispos, los sacerdotes y los fieles de este país. Ha sido especialmente conmovedor, esta mañana, celebrar la misa en Stará Boleslav, lugar del martirio del joven duque Wenceslao, y venerarle ante su tumba el pasado sábado, dentro de la majestuosa catedral que domina el panorama de Praga. Ayer en Moravia, donde los santos Cirilo y Metodio dieron comienzo a su misión apostólica, pude reflexionar, en orante acción de gracias, sobre los orígenes del cristianismo en esta región y, efectivamente, en todas las tierras eslavas. La Iglesia en este país ha sido verdaderamente bendecida con un extraordinario ejército de misioneros y de mártires, como también de santos contemplativos, entre los que quisiera recordar particularmente a santa Inés de Bohemia, cuya canonización, hace veinte años, fue mensajera de la liberación de este país de la opresión atea.
Mi encuentro de ayer con los representantes de las otras comunidades cristianas me ha confirmado la importancia del diálogo ecuménico en esta tierra que ha sufrido tanto las consecuencias de la división religiosa en el tiempo de la guerra de los Treinta Años. Mucho se ha hecho ya para curar las heridas del pasado, y se han emprendido pasos decisivos en el camino de la reconciliación y de la verdadera unidad en Cristo. En la ulterior edificación de estos fundamentos sólidos, la comunidad académica tiene un papel importante que llevar a cabo, mediante una búsqueda de la verdad sin compromisos. Ha sido un placer para mí tener la oportunidad de encontrarme ayer con los representantes de las universidades de este país y de expresar mi aprecio por la noble misión a la que estos han dedicado la vida.
He sido particularmente feliz de encontrar a los jóvenes y e animarles a construir sobre las mejores tradiciones del pasado de esta nación, de modo particular sobre la herencia cristiana. Según un dicho atribuido a Franz Kafka, “Quien mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece nunca” (Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka). Si nuestro ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, entonces podremos verdaderamente esperar seguir siendo jóvenes y construir un mundo que refleje algo de la belleza divina, de modo que ofrezca inspiración a las futuras generaciones para hacer otro tanto.
Señor presidente, queridos amigos: una vez más os expreso mi agradecimiento, prometiendo recordaros en mis oraciones y llevaros en mi corazón. ¡Que Dios bendiga a la República Checa! ¡Que el Niño Jesús de Praga siga inspirando y guiando a Ella a todas las familias de la nación! ¡Que Dios os bendiga a todos!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
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Mensaje del Papa a los jóvenes: sois la esperanza de la Iglesia
Al término de la Santa Misa celebrada en la vía de Melnik (Stará Boleslav), a los jóvenes congregados con motivo de la celebración del martirio de san Wenceslao, patrón de la República Checa.
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Queridos jóvenes
Al final de esta celebración, me dirijo directamente a vosotros y ante todo os saludo con afecto.
Habéis venido en gran número de todo el país y también de los países vecinos; habéis “acampado” aquí ayer por la tarde y habéis dormido en las tiendas, haciendo juntos una experiencia de fe y de fraternidad. Gracias por esta presencia vuestra, que me hace sentir el entusiasmo y la generosidad que son propios de la juventud. ¡Con vosotros el Papa se siente joven! Un agradecimiento particular dirijo a vuestro representante por sus palabras y por el maravilloso regalo.
Queridos amigos, no es difícil constatar que en todo joven hay una aspiración a la felicidad, quizás mezclada con un sentimiento de inquietud; una aspiración que sin embargo a menudo la actual sociedad de consumo aprovecha de forma falsa y alienante. Es necesario en cambio valorar seriamente el anhelo a la felicidad que exige una respuesta verdadera y exhaustiva. A vuestra edad se realizan de hecho las primeras grandes elecciones, capaces de orientar la vida hacia el bien o hacia el mal. Por desgracia no son pocos vuestros coetáneos que se dejan atraer por espejismos ilusorios de paraísos artificiales para encontrarse después en una triste soledad. Hay también sin embargo muchos chicos y chicas que quieren transformar, como ha dicho vuestro portavoz, la doctrina en acción para dar un sentido pleno a sus vidas. Os invito a todos a mirar a la experiencia de san Agustín, que decía que el corazón de toda persona está inquieto hasta que no encuentra lo que verdaderamente busca. Y él descubrió que sólo Jesucristo era la respuesta satisfactoria al deseo, suyo y de cada hombre, de una vida feliz, llena de significado y de valor (cfr Confesiones I,1,1).
Como hizo con san Agustín, el Señor sale al encuentro de cada uno de vosotros. Llama a la puerta de vuestra libertad y pide ser acogido como amigo. Os quiere hacer felices, llenaros de humanidad y de dignidad. La fe cristiana es esto: el encuentro con Cristo, Persona viva que da a la vida un nuevo horizonte y son ello la dirección decisiva. Y cuando el corazón de un joven se abre a sus designios divinos, no le resulta muy difícil reconocerle y seguir su voz. El Señor llama de hecho a cada uno por su nombre y quiere confiar a cada uno una misión específica en la Iglesia y en la sociedad. Queridos jóvenes, tomad conciencia de que el Bautismo os ha hecho hijos de Dios y miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Jesús os renueva constantemente la invitación a ser sus discípulos y sus testigos. A muchos de vosotros os llama al matrimonio y la preparación a este Sacramento constituye un verdadero camino vocacional. Considerad por tanto seriamente la llamada divina a construir una familia cristiana y que vuestra juventud sea el tiempo de construir con sentido y responsabilidad vuestro futuro. ¡La sociedad necesita familias cristianas, familias santas!
Si después el Señor os llama a seguirle en el sacerdocio ministerial o en la vida consagrada, no dudéis en responder a su invitación. En particular, en este Año Sacerdotal, os hago un llamamiento a vosotros, jóvenes: estad atentos y disponibles a la llamada de Jesús a ofrecer la vida al servicio de Dios y de su pueblo. La Iglesia, también en este país, necesita numerosos y santos sacerdotes y personas totalmente consagradas al servicio de Cristo, Esperanza del mundo.
¡La esperanza! Esta palabra, sobre la que vuelvo a menudo, se conjuga precisamente con la juventud. ¡Vosotros, queridos jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia! Esta espera que vosotros os hagáis mensajeros de la esperanza, como sucedió el año pasado, en Australia, para la Jornada Mundial de la Juventud, gran manifestación de fe juvenil, que pude vivir personalmente y a la que algunos de vosotros tomasteis parte. Muchos más podréis venir a Madrid en agosto de 2011. Os invito desde ahora a esta gran reunión de los jóvenes con Cristo en la Iglesia.
Queridos amigos, gracias una vez más por vuestra presencia y gracias por vuestro regalo: el libro con las fotos que cuentan la vida de los jóvenes en vuestras diócesis. Gracias también por el signo de vuestra solidaridad con los jóvenes de África, que habéis querido entregarme. El Papa os pide que viváis con alegría y entusiasmo vuestra fe; que crezcáis en unidad entre vosotros y con Cristo; que recéis y que seáis asiduos en la práctica de los sacramentos, en particular de la Eucaristía y de la Confesión; que cuidéis vuestra formación cristiana permaneciendo siempre dóciles a las enseñanzas de vuestros Pastores. Que os guíe en este camino san Wenceslao con su ejemplo y su intercesión, y que siempre os proteja la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra. ¡Os bendigo a todos con afecto!
[Traducción de la versión italiana por Inma Álvarez
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Queridos jóvenes
Al final de esta celebración, me dirijo directamente a vosotros y ante todo os saludo con afecto.
Habéis venido en gran número de todo el país y también de los países vecinos; habéis “acampado” aquí ayer por la tarde y habéis dormido en las tiendas, haciendo juntos una experiencia de fe y de fraternidad. Gracias por esta presencia vuestra, que me hace sentir el entusiasmo y la generosidad que son propios de la juventud. ¡Con vosotros el Papa se siente joven! Un agradecimiento particular dirijo a vuestro representante por sus palabras y por el maravilloso regalo.
Queridos amigos, no es difícil constatar que en todo joven hay una aspiración a la felicidad, quizás mezclada con un sentimiento de inquietud; una aspiración que sin embargo a menudo la actual sociedad de consumo aprovecha de forma falsa y alienante. Es necesario en cambio valorar seriamente el anhelo a la felicidad que exige una respuesta verdadera y exhaustiva. A vuestra edad se realizan de hecho las primeras grandes elecciones, capaces de orientar la vida hacia el bien o hacia el mal. Por desgracia no son pocos vuestros coetáneos que se dejan atraer por espejismos ilusorios de paraísos artificiales para encontrarse después en una triste soledad. Hay también sin embargo muchos chicos y chicas que quieren transformar, como ha dicho vuestro portavoz, la doctrina en acción para dar un sentido pleno a sus vidas. Os invito a todos a mirar a la experiencia de san Agustín, que decía que el corazón de toda persona está inquieto hasta que no encuentra lo que verdaderamente busca. Y él descubrió que sólo Jesucristo era la respuesta satisfactoria al deseo, suyo y de cada hombre, de una vida feliz, llena de significado y de valor (cfr Confesiones I,1,1).
Como hizo con san Agustín, el Señor sale al encuentro de cada uno de vosotros. Llama a la puerta de vuestra libertad y pide ser acogido como amigo. Os quiere hacer felices, llenaros de humanidad y de dignidad. La fe cristiana es esto: el encuentro con Cristo, Persona viva que da a la vida un nuevo horizonte y son ello la dirección decisiva. Y cuando el corazón de un joven se abre a sus designios divinos, no le resulta muy difícil reconocerle y seguir su voz. El Señor llama de hecho a cada uno por su nombre y quiere confiar a cada uno una misión específica en la Iglesia y en la sociedad. Queridos jóvenes, tomad conciencia de que el Bautismo os ha hecho hijos de Dios y miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Jesús os renueva constantemente la invitación a ser sus discípulos y sus testigos. A muchos de vosotros os llama al matrimonio y la preparación a este Sacramento constituye un verdadero camino vocacional. Considerad por tanto seriamente la llamada divina a construir una familia cristiana y que vuestra juventud sea el tiempo de construir con sentido y responsabilidad vuestro futuro. ¡La sociedad necesita familias cristianas, familias santas!
Si después el Señor os llama a seguirle en el sacerdocio ministerial o en la vida consagrada, no dudéis en responder a su invitación. En particular, en este Año Sacerdotal, os hago un llamamiento a vosotros, jóvenes: estad atentos y disponibles a la llamada de Jesús a ofrecer la vida al servicio de Dios y de su pueblo. La Iglesia, también en este país, necesita numerosos y santos sacerdotes y personas totalmente consagradas al servicio de Cristo, Esperanza del mundo.
¡La esperanza! Esta palabra, sobre la que vuelvo a menudo, se conjuga precisamente con la juventud. ¡Vosotros, queridos jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia! Esta espera que vosotros os hagáis mensajeros de la esperanza, como sucedió el año pasado, en Australia, para la Jornada Mundial de la Juventud, gran manifestación de fe juvenil, que pude vivir personalmente y a la que algunos de vosotros tomasteis parte. Muchos más podréis venir a Madrid en agosto de 2011. Os invito desde ahora a esta gran reunión de los jóvenes con Cristo en la Iglesia.
Queridos amigos, gracias una vez más por vuestra presencia y gracias por vuestro regalo: el libro con las fotos que cuentan la vida de los jóvenes en vuestras diócesis. Gracias también por el signo de vuestra solidaridad con los jóvenes de África, que habéis querido entregarme. El Papa os pide que viváis con alegría y entusiasmo vuestra fe; que crezcáis en unidad entre vosotros y con Cristo; que recéis y que seáis asiduos en la práctica de los sacramentos, en particular de la Eucaristía y de la Confesión; que cuidéis vuestra formación cristiana permaneciendo siempre dóciles a las enseñanzas de vuestros Pastores. Que os guíe en este camino san Wenceslao con su ejemplo y su intercesión, y que siempre os proteja la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra. ¡Os bendigo a todos con afecto!
[Traducción de la versión italiana por Inma Álvarez
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Benedicto XVI: san Wenceslao, el vencido que venció
Homilía en el día del patrón de la República Checa
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes,
con gran alegría os encuentro esta mañana, mientras se va concluyendo mi viaje apostólico a la amada República Checa.
Dirijo a todos mi cordial saludo, de modo particular al cardenal arzobispo, al que estoy agradecido por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, al principio de la celebración eucarística. Mi saludo se extiende también a los otros cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las personas consagradas, a los representantes de los movimientos y de las asociaciones laicales y especialmente a los jóvenes. Saludo con deferencia al señor Presidente de la República, al que presento un cordial augurio con ocasión de su fiesta onomástica; augurio que quiero extender a todos aquellos que llevan el nombre de Wenceslao, y a todo el pueblo checo en el día de su fiesta nacional.
Esta mañana nos reúne en torno al altar el recuerdo glorioso del mártir san Wenceslao, del que he podido venerar su reliquia, antes de la Santa Misa, en la basílica dedicada a él. Él derramó su sangre sobre vuestra tierra y su águila, elegida por vosotros como símbolo de esta visita – lo ha recordado hace poco vuestro cardenal arzobispo – constituye el emblema histórico de la noble nación checa. Este gran santo, que a vosotros os gusta llamar “eterno” Príncipe de los Checos, nos invita a seguir fielmente a Cristo, nos invita a ser santos. Él mismo es modelo de santidad para todos, especialmente para cuantos guían la suerte de las comunidades y de los pueblos. Pero nos preguntamos: ¿en nuestros días la santidad es aún actual? ¿O no es más bien un tema poco atrayente e importante? ¿No se buscan hoy más el éxito y la gloria de los hombres? ¿Cuánto dura, sin embargo, y cuanto vale el éxito terrenal?
El siglo pasado – y esta tierra vuestra ha sido testigo de ello – ha visto caer a no pocos poderosos, que parecían haber alcanzado alturas casi inalcanzables. De repente se encontraron privados de su poder. Quien negaba y sigue negando a Dios y, en consecuencia, no respeta al hombre, parece tener la vida fácil y conseguir un éxito material. Pero basta rascar la superficie para constatar que, en estas personas, hay tristeza e insatisfacción. Sólo quien conversa en el corazón el santo “temor de Dios” tiene confianza también en el hombre y emplea su existencia en construir un mundo más justo y más fraterno. Hoy se necesitan personas que sean “creyentes” y “creíbles”, dispuesta a difundir en cada ámbito de la sociedad esos principios e ideales cristianos en los que se inspira su acción. Esto es la santidad, vocación universal de todos los bautizados, que empuja a cumplir el propio deber con fidelidad y valentía, mirando no al propio interés egoísta, sino al bien común, y buscando en todo momento la voluntad divina.
En el pasaje evangélico hemos escuchado, al respecto, palabras muy claras: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,26). Nos estimula así a considerar que el valor auténtico de la existencia humana no se mide sólo con los bienes terrenales y los intereses pasajeros, porque no son las realidades materiales las que apagan la sed profunda de sentido y de felicidad que hay en el corazón de cada persona. Por esto Jesús no duda en proponer a sus discípulos el camino “estrecho” de la santidad: “Quien pierda su vida por mí, la encontrará” (v. 25). y con decisión nos repite esta mañana: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (v. 24). Ciertamente es un lenguaje duro, difícil de aceptar y de poner en práctica, pero el testimonio de los santos y de las santas nos asegura que es posible a todos, si uno se fía y se confía a Cristo. Su ejemplo nos anima a los que nos llamados cristianos a ser creíbles, No basta de hecho parecer buenos y honrados, hay que serlo realmente. Y bueno y honrado es aquel que no cubre con su yo la luz de Dios, no se pone delante a sí mismo, sino que deja ver a Dios a través suya.
Esta es la lección de vida de san Wenceslao, que tuvo el valor de anteponer el reino de los cielos a la fascinación del poder terrenal. Su mirada no se despegó nunca de Jesucristo, que sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo, para que sigamos sus huellas, como escribe san Pedro en la segunda lectura proclamada hace poco. Como dócil discípulo del Señor, el joven soberano Wenceslao se mantuvo fiel a las enseñanzas evangélicas que le había impartido su santa abuela, la mártir Ludmilla. Siguiéndolas, aún antes de comprometerse en la construcción de una convivencia pacífica dentro de la Patria y con los países limítrofes, se empeñó en propagar la fe cristiana, llamando a sacerdotes y construyendo iglesias. En la primera “narración” paleoeslava se lee que “socorría a los ministros de Dios y embelleció muchas iglesias” y que “beneficiaba a los pobres, vestía a los desnudos”, daba de comer a los hambrientos, acogía a los peregrinos, precisamente como quiere el Evangelio. No toleraba que se hiciera injusticia a las viudas, amaba a todos los hombres, fueran ricos o pobres”. Aprendió del Señor a ser “misericordioso y piadoso” (Salmo respon.)y animado de espíritu evangélico llegó a perdonas incluso al hermano, que había atentado contra su vida. Justamente, por tanto, lo invocáis como “Heredero” de vuestra nación y, en un canto muy conocido por vosotros, le pedís que ésta no perezca.
Wenceslao murió mártir por Cristo. Es interesante notar que el hermano Boleslao consiguió, matándolo, apoderarse del trono de Praga, pero la corona que seguidamente se imponían sobre la cabeza sus sucesores no llevaba su nombre. Lleva en cambio el nombre de Wenceslao, testimoniando de que “el trono del rey que juzga a los pobres en la verdad permanecerá firme para siempre” (cfr Oficio de lecturas de hoy). Este hecho se juzga como una maravillosa intervención de Dios, que no abandona a sus fieles: “el inocente vencido venció al cruel vencedor igualmente a Cristo sobre la cruz (cfr La leyenda de san Wenceslao), y la sangre del mártir no pedía odio y venganza, sino perdón y paz.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias juntos, en esta Eucaristía, al Señor por haber dado a vuestra patria y a la Iglesia a este santo soberano. Oremos al mismo tiempo para que, como él, también nosotros caminemos con paso firme hacia la santidad. Ciertamente es difícil, porque la fe siempre está expuesta a múltiples desafíos, pero cuando uno se deja atraer por Dios que es Verdad, el camino se hace decidido, porque se experimenta la fuerza de su amor. Que nos obtenga esta gracia la intercesión de san Wenceslao y de los otros santos protectores de las Tierras Checas. Que nos proteja y asista siempre María, Reina de la Paz y Madre del Amor, Amén.
[Traducción de la versión italiana por Inma Álvarez
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes,
con gran alegría os encuentro esta mañana, mientras se va concluyendo mi viaje apostólico a la amada República Checa.
Dirijo a todos mi cordial saludo, de modo particular al cardenal arzobispo, al que estoy agradecido por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, al principio de la celebración eucarística. Mi saludo se extiende también a los otros cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las personas consagradas, a los representantes de los movimientos y de las asociaciones laicales y especialmente a los jóvenes. Saludo con deferencia al señor Presidente de la República, al que presento un cordial augurio con ocasión de su fiesta onomástica; augurio que quiero extender a todos aquellos que llevan el nombre de Wenceslao, y a todo el pueblo checo en el día de su fiesta nacional.
Esta mañana nos reúne en torno al altar el recuerdo glorioso del mártir san Wenceslao, del que he podido venerar su reliquia, antes de la Santa Misa, en la basílica dedicada a él. Él derramó su sangre sobre vuestra tierra y su águila, elegida por vosotros como símbolo de esta visita – lo ha recordado hace poco vuestro cardenal arzobispo – constituye el emblema histórico de la noble nación checa. Este gran santo, que a vosotros os gusta llamar “eterno” Príncipe de los Checos, nos invita a seguir fielmente a Cristo, nos invita a ser santos. Él mismo es modelo de santidad para todos, especialmente para cuantos guían la suerte de las comunidades y de los pueblos. Pero nos preguntamos: ¿en nuestros días la santidad es aún actual? ¿O no es más bien un tema poco atrayente e importante? ¿No se buscan hoy más el éxito y la gloria de los hombres? ¿Cuánto dura, sin embargo, y cuanto vale el éxito terrenal?
El siglo pasado – y esta tierra vuestra ha sido testigo de ello – ha visto caer a no pocos poderosos, que parecían haber alcanzado alturas casi inalcanzables. De repente se encontraron privados de su poder. Quien negaba y sigue negando a Dios y, en consecuencia, no respeta al hombre, parece tener la vida fácil y conseguir un éxito material. Pero basta rascar la superficie para constatar que, en estas personas, hay tristeza e insatisfacción. Sólo quien conversa en el corazón el santo “temor de Dios” tiene confianza también en el hombre y emplea su existencia en construir un mundo más justo y más fraterno. Hoy se necesitan personas que sean “creyentes” y “creíbles”, dispuesta a difundir en cada ámbito de la sociedad esos principios e ideales cristianos en los que se inspira su acción. Esto es la santidad, vocación universal de todos los bautizados, que empuja a cumplir el propio deber con fidelidad y valentía, mirando no al propio interés egoísta, sino al bien común, y buscando en todo momento la voluntad divina.
En el pasaje evangélico hemos escuchado, al respecto, palabras muy claras: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,26). Nos estimula así a considerar que el valor auténtico de la existencia humana no se mide sólo con los bienes terrenales y los intereses pasajeros, porque no son las realidades materiales las que apagan la sed profunda de sentido y de felicidad que hay en el corazón de cada persona. Por esto Jesús no duda en proponer a sus discípulos el camino “estrecho” de la santidad: “Quien pierda su vida por mí, la encontrará” (v. 25). y con decisión nos repite esta mañana: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (v. 24). Ciertamente es un lenguaje duro, difícil de aceptar y de poner en práctica, pero el testimonio de los santos y de las santas nos asegura que es posible a todos, si uno se fía y se confía a Cristo. Su ejemplo nos anima a los que nos llamados cristianos a ser creíbles, No basta de hecho parecer buenos y honrados, hay que serlo realmente. Y bueno y honrado es aquel que no cubre con su yo la luz de Dios, no se pone delante a sí mismo, sino que deja ver a Dios a través suya.
Esta es la lección de vida de san Wenceslao, que tuvo el valor de anteponer el reino de los cielos a la fascinación del poder terrenal. Su mirada no se despegó nunca de Jesucristo, que sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo, para que sigamos sus huellas, como escribe san Pedro en la segunda lectura proclamada hace poco. Como dócil discípulo del Señor, el joven soberano Wenceslao se mantuvo fiel a las enseñanzas evangélicas que le había impartido su santa abuela, la mártir Ludmilla. Siguiéndolas, aún antes de comprometerse en la construcción de una convivencia pacífica dentro de la Patria y con los países limítrofes, se empeñó en propagar la fe cristiana, llamando a sacerdotes y construyendo iglesias. En la primera “narración” paleoeslava se lee que “socorría a los ministros de Dios y embelleció muchas iglesias” y que “beneficiaba a los pobres, vestía a los desnudos”, daba de comer a los hambrientos, acogía a los peregrinos, precisamente como quiere el Evangelio. No toleraba que se hiciera injusticia a las viudas, amaba a todos los hombres, fueran ricos o pobres”. Aprendió del Señor a ser “misericordioso y piadoso” (Salmo respon.)y animado de espíritu evangélico llegó a perdonas incluso al hermano, que había atentado contra su vida. Justamente, por tanto, lo invocáis como “Heredero” de vuestra nación y, en un canto muy conocido por vosotros, le pedís que ésta no perezca.
Wenceslao murió mártir por Cristo. Es interesante notar que el hermano Boleslao consiguió, matándolo, apoderarse del trono de Praga, pero la corona que seguidamente se imponían sobre la cabeza sus sucesores no llevaba su nombre. Lleva en cambio el nombre de Wenceslao, testimoniando de que “el trono del rey que juzga a los pobres en la verdad permanecerá firme para siempre” (cfr Oficio de lecturas de hoy). Este hecho se juzga como una maravillosa intervención de Dios, que no abandona a sus fieles: “el inocente vencido venció al cruel vencedor igualmente a Cristo sobre la cruz (cfr La leyenda de san Wenceslao), y la sangre del mártir no pedía odio y venganza, sino perdón y paz.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias juntos, en esta Eucaristía, al Señor por haber dado a vuestra patria y a la Iglesia a este santo soberano. Oremos al mismo tiempo para que, como él, también nosotros caminemos con paso firme hacia la santidad. Ciertamente es difícil, porque la fe siempre está expuesta a múltiples desafíos, pero cuando uno se deja atraer por Dios que es Verdad, el camino se hace decidido, porque se experimenta la fuerza de su amor. Que nos obtenga esta gracia la intercesión de san Wenceslao y de los otros santos protectores de las Tierras Checas. Que nos proteja y asista siempre María, Reina de la Paz y Madre del Amor, Amén.
[Traducción de la versión italiana por Inma Álvarez
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Saludo del Papa en la iglesia donde se venera el Niño de Praga
Benedicto XVI dirigió a los cardenales, el alcalde de Praga y otras autoridades y fieles, el pasado sábado 26 de septiembre, durante su visita apostólica a la República Checa, en la iglesia de Santa María de la Victoria (Praga), en la que se venera la figura del Niño Jesús de Praga.
* * *
Señores cardenales,
Señor alcalde y distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas,
queridos niños,
dirijo a todos mi cordial saludo y expreso la alegría de visitar esta Iglesia, dedicada a Santa María de la Victoria, donde se venera la efigie del Niño Jesús, conocida por todos como el “Niño de Praga”.
Agradezco a monseñor Jan Graubner, presidente de la Conferencia Episcopal, por sus palabras de bienvenida en nombre de todos los obispos. Dirijo un saludo especial al alcalde y al resto de autoridades civiles y religiosas que han querido estar presentes en este encuentro.
Os saludo a vosotras, queridas familias, que habéis venido a encontraros conmigo en un número tan elevado.
La imagen del Niño Jesús lleva a pensar rápidamente en el misterio de la Encarnación, el Dios Omnipotente que se ha hecho hombre y ha vivido durante 30 años en la humilde familia de Nazaret, confiado por la Providencia al atento cuidado de María y de José. El pensamiento se dirige a vuestras familias y a todas las familias del mundo, con sus alegrías y dificultades. A la reflexión unimos la oración, pidiendo al Niño Jesús el don de la unidad y de la concordia para todas las familias. Pensamos especialmente en aquellos jóvenes que deben esforzarse tanto para dar a sus hijos seguridad y un porvenir digno. Rezamos por las familias en dificultad, probadas por la enfermedad y el dolor, por las que están en crisis, desunidas o laceradas por la discordia y la infidelidad. Todas las confiamos al Santo Niño de Praga, sabiendo lo importante que es su estabilidad y concordia para el verdadero progreso de la sociedad y para el futuro de la humanidad.
La efigie del Niño Jesús, con la ternura de su infancia, nos hace también percibir la cercanía de Dios y de su amor. Comprendemos cuán preciosos somos a sus ojos porque, gracias a Él, nos convertimos en hijos de Dios. Todo ser humano es hijo de Dios y por tanto nuestro hermano y, como tal, debe ser acogido y respetado.
¡Que nuestra sociedad pueda comprender esta realidad! Cada persona humana sería entonces valorada no por lo que hace, sino por lo que es, porque en el rostro de cada ser humano, sin distinción de raza y cultura, brilla la imagen de Dios.
Esto vale sobre todo para los niños. En el Santo Niño de Praga contemplamos la belleza de la infancia y la predilección que Jesucristo ha manifestado siempre hacia los pequeños, como leemos en el Evangelio (cf. Mc 10, 13-16). ¡Cuántos niños en cambio no son amados, acogidos ni respetados! ¡Cuántos son víctimas de la violencia y de explotación por parte de personas sin escrúpulos! Que puedan reservarse a los menores el respeto y la atención debida a ellos: los niños son el futuro y la esperanza de la humanidad.
Quería ahora dirigiros unas palabras particulares a vosotros, queridos niños, y a vuestras familias.
Habéis venido muchos a encontraros conmigo y os lo agradezco de corazón. Vosotros, que sois los predilectos del corazón del Niño Jesús, sabed corresponder a su amor y, siguiendo su ejemplo, sed obedientes, gentiles y caritativos. Aprender a ser, como Él, el confort de vuestros padres. Sed verdaderos amigos de Jesús y recurrid a Él con confianza siempre. Rezadle por vosotros mismos, por vuestros padres, familiares, profesores y amigos y rezadle también por mí. Gracias de nuevo por vuestra acogida y os bendigo de corazón mientras invoco para todos la protección del Santo Niño Jesús, de su Madre Inmaculada y de San José.
[Traducción del original en italiano por Patricia Navas]
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Señores cardenales,
Señor alcalde y distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas,
queridos niños,
dirijo a todos mi cordial saludo y expreso la alegría de visitar esta Iglesia, dedicada a Santa María de la Victoria, donde se venera la efigie del Niño Jesús, conocida por todos como el “Niño de Praga”.
Agradezco a monseñor Jan Graubner, presidente de la Conferencia Episcopal, por sus palabras de bienvenida en nombre de todos los obispos. Dirijo un saludo especial al alcalde y al resto de autoridades civiles y religiosas que han querido estar presentes en este encuentro.
Os saludo a vosotras, queridas familias, que habéis venido a encontraros conmigo en un número tan elevado.
La imagen del Niño Jesús lleva a pensar rápidamente en el misterio de la Encarnación, el Dios Omnipotente que se ha hecho hombre y ha vivido durante 30 años en la humilde familia de Nazaret, confiado por la Providencia al atento cuidado de María y de José. El pensamiento se dirige a vuestras familias y a todas las familias del mundo, con sus alegrías y dificultades. A la reflexión unimos la oración, pidiendo al Niño Jesús el don de la unidad y de la concordia para todas las familias. Pensamos especialmente en aquellos jóvenes que deben esforzarse tanto para dar a sus hijos seguridad y un porvenir digno. Rezamos por las familias en dificultad, probadas por la enfermedad y el dolor, por las que están en crisis, desunidas o laceradas por la discordia y la infidelidad. Todas las confiamos al Santo Niño de Praga, sabiendo lo importante que es su estabilidad y concordia para el verdadero progreso de la sociedad y para el futuro de la humanidad.
La efigie del Niño Jesús, con la ternura de su infancia, nos hace también percibir la cercanía de Dios y de su amor. Comprendemos cuán preciosos somos a sus ojos porque, gracias a Él, nos convertimos en hijos de Dios. Todo ser humano es hijo de Dios y por tanto nuestro hermano y, como tal, debe ser acogido y respetado.
¡Que nuestra sociedad pueda comprender esta realidad! Cada persona humana sería entonces valorada no por lo que hace, sino por lo que es, porque en el rostro de cada ser humano, sin distinción de raza y cultura, brilla la imagen de Dios.
Esto vale sobre todo para los niños. En el Santo Niño de Praga contemplamos la belleza de la infancia y la predilección que Jesucristo ha manifestado siempre hacia los pequeños, como leemos en el Evangelio (cf. Mc 10, 13-16). ¡Cuántos niños en cambio no son amados, acogidos ni respetados! ¡Cuántos son víctimas de la violencia y de explotación por parte de personas sin escrúpulos! Que puedan reservarse a los menores el respeto y la atención debida a ellos: los niños son el futuro y la esperanza de la humanidad.
Quería ahora dirigiros unas palabras particulares a vosotros, queridos niños, y a vuestras familias.
Habéis venido muchos a encontraros conmigo y os lo agradezco de corazón. Vosotros, que sois los predilectos del corazón del Niño Jesús, sabed corresponder a su amor y, siguiendo su ejemplo, sed obedientes, gentiles y caritativos. Aprender a ser, como Él, el confort de vuestros padres. Sed verdaderos amigos de Jesús y recurrid a Él con confianza siempre. Rezadle por vosotros mismos, por vuestros padres, familiares, profesores y amigos y rezadle también por mí. Gracias de nuevo por vuestra acogida y os bendigo de corazón mientras invoco para todos la protección del Santo Niño Jesús, de su Madre Inmaculada y de San José.
[Traducción del original en italiano por Patricia Navas]
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