La industria del miedo/Por Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 10/02/07;
No creo que haya nada más humillante que el miedo. No creo tampoco que exista algo menos creativo. Hasta el odio, el rencor, la venganza, la ambición, la pobreza, pueden generar algo positivo por pequeño y marginal que sea. El miedo no. El miedo nos delata en nuestra condición de animales crueles, gregarios y frágiles. Cobardes hasta el espasmo ante todo lo que es capaz de infundirnos terror. De ahí la eficacia del terrorismo. En el fondo, y en la forma, el terrorismo no es otra cosa que un chantaje social basado en el miedo. Las consecuencias del terrorismo en Euskadi se traducen en una sociedad miserable, condicionada
por un elemento al que nadie quiere citar porque avergüenza, el miedo. Yo no quiero matar a mi adversario, por principios, sino todo lo más juzgarle y encarcelarle, y él sí puede liquidarme, en función de una supuesta razón superior, que puede ser la patria, la religión o la revolución. El miedo es un sentimiento tan miserable que lo primero que hace el miedoso es negarlo. Nadie admite haber sido franquista convicto por miedo. La desvergüenza del miedoso es tan potente que reconstruye su vida, su pensamiento, su entorno, con tal de no asumir algo tan obvio como el miedo. Igual que no hay cobarde que no se jacte de un momento heroico.
¿Quién nos iba a decir que el miedo constituiría un elemento dominante en las sociedades más avanzadas que conoció la humanidad? La historiadora anglosajona Joanna Bourke, una de las pocas expertas en la historia del miedo, sostiene que si en algo se parece nuestra sociedad a la Edad Media es por el miedo, un sentimiento atenuado en siglos tan temerarios como el XVIII y el XIX. Pero el miedo de hoy, en mi opinión, no está generado por nada que lo asemeje al medieval; nosotros no tememos a lo ignoto, a dioses y demonios, a las pestes, las enfermedades o las hambrunas. Nosotros sabemos a qué y a quiénes tenemos miedo; tenemos su filiación, incluso su ADN. Nuestro miedo es de sociedad estabilizada y bienestante. No arriesgamos principalmente la vida, sino nuestro bienestar.
Durante muchos años se consideraba que vivir en el campo, aislado de la agresiva vida urbana, de los barrios conflictivos, de las masas airadas, era una garantía de tranquilidad. El aislamiento social producía estabilidad emocional. Y eso se ha ido al diablo.
Nada más brutal que esos millares de familias que se instalaron en urbanizaciones tranquilas pagadas a precio de oro, porque el Estado – con mayúscula- les aseguraba que el costo era alto pero la garantía plena. El cinismo de los dirigentes políticos ante la delincuencia multiplicada es avasallador. Una consejera de Interior ha tenido el cuajo de exigir que quienes tengan casas en el campo bien pueden pagarse sistemas propios de seguridad, y su continuador en el cargo reincide asegurando que no está en condiciones de poner Mossos d´Esquadra en cada urbanización. Es una perversión del Estado. Si usted paga impuestos de manera rigurosa no puede estar al albur de la incompetencia de la seguridad del Estado. Estamos metidos en un lío del que no saldremos bien parados: si el delincuente tiene los mismos derechos que quien no delinque estamos pagando un añadido de consecuencias incalculables, porque el delincuente rico habrá entonces de tener más derechos que cualquier ciudadano. Grandes abogados que se llenan la boca en la defensa de la ley y la democracia gozan de un estatus económico esplendoroso gracias a defender a delincuentes adinerados. La mafia sobrevive en buen parte gracias a los bufetes de abogados, los mejores, prácticamente los mismos que idean grandes leyes del Estado.
Y lo patético es que el miedo a la delincuencia es un motor económico de primer orden. ¿Alguien se ha parado a pensar la cantidad de gente y de empresas que viven gracias a la delincuencia? Y digo gracias por una obviedad: sin la delincuencia no tendrían razón de ser. Desde las puertas de las casas, que cada vez son más una prueba del miedo familiar, hasta los sofisticados sistemas de alarma. Usted puede evaluar el miedo de una familia contemplando solamente su puerta. Las hay para cualquier grado de miedos, hasta alcanzar lo patológico, y sin embargo, ni una sola puede evitar que le roben. Son como los psicólogos de la autoayuda, le sirven para su estabilidad emocional, para nada más; no curan, alivian. Uno de los secretos mejor guardados en nuestro mundo, donde toda estadística sólo sirve como fórmula para paliar la incompetencia – la delincuencia nunca asciende, siempre está en descenso estadísticamente hablando- es el crecimiento arrollador de las llamadas empresas de seguridad. El futuro de un montón de jóvenes ex delincuentes probablemente esté en las empresas de seguridad, y no es mala fórmula de reconversión, pero socialmente ruinosa; mejor que se dedicaran a la electrónica o a algún trabajo económicamente más útil.
Si se privatiza la represión de la delincuencia estaremos ante una de las más cómicas – mejor sería decir dramáticas- paradojas de la vida en el siglo XXI. Me explico. Si de las cárceles se ocupa una empresa privada y en la represión del crimen participan también grandes agencias de detectives en función de la libre competencia en el variopinto mercado delincuencial, afrontaremos un seguro incremento del delito. En pura lógica resulta impensable que la delincuencia remita, porque esa no es la función de una empresa en expansión; a menos delincuentes menos trabajo a ganar. No me imagino yo un consejo de administración de una empresa de seguridad cuya ambición económica fuera alcanzar la quiebra por falta de mercado. En otras palabras, que no hay nada más reaccionario que la privatización de las competencias del Estado en materia de seguridad, incluso digo más, eso tiende a favorecer la delincuencia, no a paliarla. Porque mientras el Estado tiene como objetivo reducir sus gastos, una empresa privada tiene como misión conseguir mayores beneficios. El aumento de los delincuentes, que es un mal para el Estado, resulta una ofrenda golosa para las empresas privadas encargadas del asunto.
Fíjense en los aeropuertos. Nadie sabe nada con certeza sobre la naturaleza de los nuevos procedimientos terroristas; es secreto de Estado que se vende como fórmula de seguridad frente a eventuales atentados. Un supuesto operativo terrorista fue abortado al parecer en las líneas aéreas que unen Gran Bretaña y Estados Unidos. Todo absolutamente secreto, pero ha conseguido que en la Unión Europea se refuercen hasta la paranoia las normas de seguridad. Lo más que sabemos es que un comité de seguridad de la aviación civil – secreto, por supuesto- ha votado por 255 votos a favor y 48 en contra – también votos secretos, por supuesto- unas normas que siguiendo el imperativo categórico de los servicios de seguridad de Estados Unidos, restringen de tal modo los derechos ciudadanos y ponen tales trabas y humillaciones a la ciudadanía, que sólo la mente de los escritores de ciencia ficción podría alcanzar a describirlos.
Doy por sabido que la gente conoce que los 900 seguratas de los aeropuertos españoles se han convertido ya el mes pasado en 1.800, lo cual empresarialmente debe ser un negocio fastuoso, ejercido además por un personal cuya calificación profesional sería muy cruel describir aquí, porque parecen salidos en su inmensa mayoría de bandas mafiosas; y no es un problema de carácter, es sencillamente la función la que crea el carácter. Son policías asilvestrados, que convierten a la Guardia Civil en licenciados por Eton. ¿Y todo por qué? Por la amenaza terrorista. Una supuesta amenaza que tiene sus grietas. Lo contó Andy Robinson en este diario. La iniciativa privada ha pensado ya en un buen negocio. Y curiosamente ha empezado en EE. UU. y Gran Bretaña. Ya hay una empresa que facilita los controles en los aeropuertos en un tiempo récord; entrar y pasar. Es cara y eficacísima. Para mayor sarcasmo se llama Verified Identity Pass, siglas que se corresponden con el VIP, y la han formado dos veteranos fabricantes de instrumentos bélicos, Lockheed y General Electric.
No es el terrorismo el que ha generado una industria del miedo, sino que es el miedo, expandido como base del mercado, el que está creando una industria de una potencia tal que acabará hablando de tú al propio Estado, si es que no lo ha hecho ya. No podremos quitarnos de encima el terrorismo ni siquiera venciendo a sus redes porque el negocio exigiría un tránsito hacia nuevos mercados. La dinámica del miedo está colocando a multitud de talentos industriales en trance de creación; es un territorio en expansión. Para mí nada más vistoso y apabullante que el canal de televisión instalado la pasada primavera en un barrio de Londres. Se llama Shoreditch TV y por casi 20 euros mensuales de abono usted puede tener, en su propia casa, una conexión con todas las cámaras instaladas en las calles. El lema publicitario no puede ser más atrayente: “¡Combata al crimen desde su sillón!”, porque en la letra pequeña de las explicaciones le indican que ante cualquier imagen que le parezca sospechosa y que aparezca en su pantalla – un mendigo que se esconde, alguien que recoja algo del suelo, cualquier obseso que mira hacia atrás pensando que le siguen…- usted dispone de un teléfono directo para denunciarlo a la policía. El televidente se convierte en empleado voluntario de la seguridad, paga por ello, e incluso disfruta.
Estamos pillados. La inversión en seguridad para incitarnos a conservar lo que tanto nos costó conseguir, se acaba convirtiendo en nuestra ruina.
por un elemento al que nadie quiere citar porque avergüenza, el miedo. Yo no quiero matar a mi adversario, por principios, sino todo lo más juzgarle y encarcelarle, y él sí puede liquidarme, en función de una supuesta razón superior, que puede ser la patria, la religión o la revolución. El miedo es un sentimiento tan miserable que lo primero que hace el miedoso es negarlo. Nadie admite haber sido franquista convicto por miedo. La desvergüenza del miedoso es tan potente que reconstruye su vida, su pensamiento, su entorno, con tal de no asumir algo tan obvio como el miedo. Igual que no hay cobarde que no se jacte de un momento heroico.
¿Quién nos iba a decir que el miedo constituiría un elemento dominante en las sociedades más avanzadas que conoció la humanidad? La historiadora anglosajona Joanna Bourke, una de las pocas expertas en la historia del miedo, sostiene que si en algo se parece nuestra sociedad a la Edad Media es por el miedo, un sentimiento atenuado en siglos tan temerarios como el XVIII y el XIX. Pero el miedo de hoy, en mi opinión, no está generado por nada que lo asemeje al medieval; nosotros no tememos a lo ignoto, a dioses y demonios, a las pestes, las enfermedades o las hambrunas. Nosotros sabemos a qué y a quiénes tenemos miedo; tenemos su filiación, incluso su ADN. Nuestro miedo es de sociedad estabilizada y bienestante. No arriesgamos principalmente la vida, sino nuestro bienestar.
Durante muchos años se consideraba que vivir en el campo, aislado de la agresiva vida urbana, de los barrios conflictivos, de las masas airadas, era una garantía de tranquilidad. El aislamiento social producía estabilidad emocional. Y eso se ha ido al diablo.
Nada más brutal que esos millares de familias que se instalaron en urbanizaciones tranquilas pagadas a precio de oro, porque el Estado – con mayúscula- les aseguraba que el costo era alto pero la garantía plena. El cinismo de los dirigentes políticos ante la delincuencia multiplicada es avasallador. Una consejera de Interior ha tenido el cuajo de exigir que quienes tengan casas en el campo bien pueden pagarse sistemas propios de seguridad, y su continuador en el cargo reincide asegurando que no está en condiciones de poner Mossos d´Esquadra en cada urbanización. Es una perversión del Estado. Si usted paga impuestos de manera rigurosa no puede estar al albur de la incompetencia de la seguridad del Estado. Estamos metidos en un lío del que no saldremos bien parados: si el delincuente tiene los mismos derechos que quien no delinque estamos pagando un añadido de consecuencias incalculables, porque el delincuente rico habrá entonces de tener más derechos que cualquier ciudadano. Grandes abogados que se llenan la boca en la defensa de la ley y la democracia gozan de un estatus económico esplendoroso gracias a defender a delincuentes adinerados. La mafia sobrevive en buen parte gracias a los bufetes de abogados, los mejores, prácticamente los mismos que idean grandes leyes del Estado.
Y lo patético es que el miedo a la delincuencia es un motor económico de primer orden. ¿Alguien se ha parado a pensar la cantidad de gente y de empresas que viven gracias a la delincuencia? Y digo gracias por una obviedad: sin la delincuencia no tendrían razón de ser. Desde las puertas de las casas, que cada vez son más una prueba del miedo familiar, hasta los sofisticados sistemas de alarma. Usted puede evaluar el miedo de una familia contemplando solamente su puerta. Las hay para cualquier grado de miedos, hasta alcanzar lo patológico, y sin embargo, ni una sola puede evitar que le roben. Son como los psicólogos de la autoayuda, le sirven para su estabilidad emocional, para nada más; no curan, alivian. Uno de los secretos mejor guardados en nuestro mundo, donde toda estadística sólo sirve como fórmula para paliar la incompetencia – la delincuencia nunca asciende, siempre está en descenso estadísticamente hablando- es el crecimiento arrollador de las llamadas empresas de seguridad. El futuro de un montón de jóvenes ex delincuentes probablemente esté en las empresas de seguridad, y no es mala fórmula de reconversión, pero socialmente ruinosa; mejor que se dedicaran a la electrónica o a algún trabajo económicamente más útil.
Si se privatiza la represión de la delincuencia estaremos ante una de las más cómicas – mejor sería decir dramáticas- paradojas de la vida en el siglo XXI. Me explico. Si de las cárceles se ocupa una empresa privada y en la represión del crimen participan también grandes agencias de detectives en función de la libre competencia en el variopinto mercado delincuencial, afrontaremos un seguro incremento del delito. En pura lógica resulta impensable que la delincuencia remita, porque esa no es la función de una empresa en expansión; a menos delincuentes menos trabajo a ganar. No me imagino yo un consejo de administración de una empresa de seguridad cuya ambición económica fuera alcanzar la quiebra por falta de mercado. En otras palabras, que no hay nada más reaccionario que la privatización de las competencias del Estado en materia de seguridad, incluso digo más, eso tiende a favorecer la delincuencia, no a paliarla. Porque mientras el Estado tiene como objetivo reducir sus gastos, una empresa privada tiene como misión conseguir mayores beneficios. El aumento de los delincuentes, que es un mal para el Estado, resulta una ofrenda golosa para las empresas privadas encargadas del asunto.
Fíjense en los aeropuertos. Nadie sabe nada con certeza sobre la naturaleza de los nuevos procedimientos terroristas; es secreto de Estado que se vende como fórmula de seguridad frente a eventuales atentados. Un supuesto operativo terrorista fue abortado al parecer en las líneas aéreas que unen Gran Bretaña y Estados Unidos. Todo absolutamente secreto, pero ha conseguido que en la Unión Europea se refuercen hasta la paranoia las normas de seguridad. Lo más que sabemos es que un comité de seguridad de la aviación civil – secreto, por supuesto- ha votado por 255 votos a favor y 48 en contra – también votos secretos, por supuesto- unas normas que siguiendo el imperativo categórico de los servicios de seguridad de Estados Unidos, restringen de tal modo los derechos ciudadanos y ponen tales trabas y humillaciones a la ciudadanía, que sólo la mente de los escritores de ciencia ficción podría alcanzar a describirlos.
Doy por sabido que la gente conoce que los 900 seguratas de los aeropuertos españoles se han convertido ya el mes pasado en 1.800, lo cual empresarialmente debe ser un negocio fastuoso, ejercido además por un personal cuya calificación profesional sería muy cruel describir aquí, porque parecen salidos en su inmensa mayoría de bandas mafiosas; y no es un problema de carácter, es sencillamente la función la que crea el carácter. Son policías asilvestrados, que convierten a la Guardia Civil en licenciados por Eton. ¿Y todo por qué? Por la amenaza terrorista. Una supuesta amenaza que tiene sus grietas. Lo contó Andy Robinson en este diario. La iniciativa privada ha pensado ya en un buen negocio. Y curiosamente ha empezado en EE. UU. y Gran Bretaña. Ya hay una empresa que facilita los controles en los aeropuertos en un tiempo récord; entrar y pasar. Es cara y eficacísima. Para mayor sarcasmo se llama Verified Identity Pass, siglas que se corresponden con el VIP, y la han formado dos veteranos fabricantes de instrumentos bélicos, Lockheed y General Electric.
No es el terrorismo el que ha generado una industria del miedo, sino que es el miedo, expandido como base del mercado, el que está creando una industria de una potencia tal que acabará hablando de tú al propio Estado, si es que no lo ha hecho ya. No podremos quitarnos de encima el terrorismo ni siquiera venciendo a sus redes porque el negocio exigiría un tránsito hacia nuevos mercados. La dinámica del miedo está colocando a multitud de talentos industriales en trance de creación; es un territorio en expansión. Para mí nada más vistoso y apabullante que el canal de televisión instalado la pasada primavera en un barrio de Londres. Se llama Shoreditch TV y por casi 20 euros mensuales de abono usted puede tener, en su propia casa, una conexión con todas las cámaras instaladas en las calles. El lema publicitario no puede ser más atrayente: “¡Combata al crimen desde su sillón!”, porque en la letra pequeña de las explicaciones le indican que ante cualquier imagen que le parezca sospechosa y que aparezca en su pantalla – un mendigo que se esconde, alguien que recoja algo del suelo, cualquier obseso que mira hacia atrás pensando que le siguen…- usted dispone de un teléfono directo para denunciarlo a la policía. El televidente se convierte en empleado voluntario de la seguridad, paga por ello, e incluso disfruta.
Estamos pillados. La inversión en seguridad para incitarnos a conservar lo que tanto nos costó conseguir, se acaba convirtiendo en nuestra ruina.
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