Caudal de esperanza/Olegario González de Cardedal, teólogo
ABC, 22/08/11):
La celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) ha sido uno de los acontecimientos más importantes para la Iglesia española en el último medio siglo. Lo mismo que lo fueron en su momento, y bajo unas circunstancias sociales, políticas y eclesiales bien distintas, la celebración del Concilio Vaticano II (1962-1965), la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes (1971), el Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona (1952), la Peregrinación Nacional de Jóvenes a Santiago de Compostela (1948); o lo fueron en el orden institucional la participación de la Iglesia en la transición política española, y en el orden estrictamente interno el surgimiento de nuevos movimientos, grupos y asociaciones en el posconcilio.
Lo ha sido en primer lugar porque ha reunido a millones de jóvenes. La juventud se encuentra sin trabajo ni porvenir, retenida y retesada por las circunstancias económicas, en el borde de la desesperanza, de la violencia y de la revolución. ¿Quién tiene capacidad para interpretar los hechos, iluminar las conciencias, fortalecer la voluntad y sostener la persona, no consolando fácilmente o halagando con engaños, sino alentando ante la dura realidad? La Iglesia ha asumido ese reto intentando poner luz, coraje y responsabilidad desde la luz de Cristo. Esto ya es mucho, porque ante las grandes tareas el haberlas intentado con lucidez ya es la mitad de la solución.
Nos preguntamos cuáles es el acontecimiento, punto focal y futuro de la JMJ. El encuentro de tantos jóvenes venidos de latitudes, culturas e iglesias distintas, pero movidos por la misma fe y esperanza, ha convertido a España, pero sobre todo a Madrid, en una inmensa fiesta, clamor de alegría, despliegue de banderas, de colores y de cantos. En tiempos de perplejidad y desesperanza esto es ya una aportación decisiva porque el humor, la alegría y la fe están llamados a ser palancas removedoras de los peligros que nos amenazan. ¡Jóvenes de cerca de doscientos países se han encontrado y reconocido en la misma fe, se han percatado de que no están solos en el mundo, de que creer es ser miembro de esa inmensa comunidad católica! Experiencia de unidad, de universalidad y de catolicidad de la Iglesia. La unidad del Evangelio, del Credo y de Roma es generadora no de uniformación, sino de dinamismo, de pluralidad y de responsabilidades diversas en cada lugar y tiempo.
La Iglesia católica se ha presentado ante España, y España se ha presentado ante la Iglesia católica. Miles de familias españolas han acogido a esos jóvenes llegados de países lejanos, como Ceilán o Estonia, Irak o Zambia. La extensa red de generosa hospitalidad ha creado una inmensa confianza en la familia eclesial. En cada ciudad, y sobre todo en Madrid, ha habido un despliegue de expresiones de la fe: desde las catequesis en tantas lenguas a las vigilias de oración, las exposiciones culturales, los encuentros para el perdón, las eucaristías, las celebraciones de cada una de las grandes familias religiosas: franciscanos, agustinos, jesuitas, salesianos… trayendo a España a sus innumerables amigos.
Como clave de todo esto, el encuentro con Cristo, que es el punto focal antes que el encuentro con el Papa, cuya misión es prestar rostro, palabra y voz a Cristo, y callar como signo para que aparezca ante todos la divina realidad de Este. Desde aquí hay que comprender los actos centrales de su visita: las palabras dirigidas a las autoridades políticas; el saludo a los jóvenes en Cibeles; el encuentro con las religiosas, los profesores jóvenes en El Escorial, los seminaristas, los enfermos y minusválidos; la celebración del Vía Crucis, la adoración del Santísimo y la Eucaristía en Cuatro Vientos como punto cumbre de la alabanza a Dios, como afirmación agradecida de la fe, promesa de testimonio ante el mundo, con la decisión de ofrecer el Evangelio a todos como semilla de paz, palanca de esperanza y potencia de santificación. Cada discurso del Papa requiere ser leído con calma y no es posible sintetizarlo. Todos reflejan los acentos que ha puesto en su pontificado: voluntad de verdad frente a apariencia y mentira; ejercicio de la razón como camino hacia la fe y de la fe como forma consumada de la razón, y no como su negación; reclamación de una humildad metafísica en el hombre para superar la desmesura de quien se quiera más allá del bien y del mal; afirmación de la persona y defensa de toda persona naciente o envejecida. La defensa de estos ideales lleva consigo el rechazo de los fundamentalismos, materialismos y relativismos que niegan la capacidad del hombre para la verdad y para el bien, reducen su dignidad como ser espiritual a la materia previa y confinan su destino en la muerte. No podemos vivir sin fundamentos, pero no podemos ser fundamentalistas; nos atenemos a la materia que somos, pero no seremos nunca materialistas; reconocemos la historia que avanza en superación creciente, pero no seremos nunca relativistas. Por eso no nos dejamos encerrar en ese falso dilema de contraponer verdad y libertad, caridad y justicia, culto a Dios y servicio a
los hombres. Quien ve aquí mero antagonismo es todavía un adolescente intelectualmente o no ha pensado hasta el fondo los problemas del ser y del destino humano.
Junto con las ideas subrayaría las propuestas de Benedicto XVI. Son gritos de animación unos y de provocación otros, que han de guiarnos como estrellas cuando llegue la noche o se levante la galerna en alta mar. En 1979 Juan Pablo II lanzaba en Varsovia ese grito hacia la libertad: «No os resignéis». Benedicto XVI nos ha dicho: «No os avergoncéis del Señor», reclamando nuestra misión de testigos fieles. «Conservad la llama de Dios y compartidla con vuestros coetáneos». «Manifestad al mundo entero el rostro de Cristo». La Iglesia está en el mundo para trasparecer el amor de Cristo y la gloria del hombre. «Que nadie os quite la paz». En el Vía Crucis invitaba a los cristianos: «Sed nuevos cirineos ayudando a llevar la cruz a todos los crucificados de la Tierra». Todo esto en un clima de aceptación de la secularidad y de la autonomía de cada uno de los diferentes órdenes mundanos. Por eso en su primer discurso se dirigía a los católicos, pero también a quienes han perdido la confianza en la Iglesia y a quienes no creen en Dios.
Tras años en los que la fe en España parecía estar bajo sospecha y en acusación, hoy levanta la cabeza con dignidad y humildad, con gozo y serenidad ante todos. Vive desde su libertad pensante, creyente y cívica; no con permiso de poderes políticos o de ciertas dominaciones culturales, que reclaman ser quienes otorgan cartas de dignidad ciudadana y de valor cultural. La categoría primordial es la de la libertad, no la de la laicidad. La Iglesia estará atenta a todo y a todos, pero marcará su ritmo de acción desde dentro de sí misma y no irá a la zaga de nadie. En la crisis del último año, ante la ineficacia política, ella ha acreditado con sus parroquias, hogares, comunidades y centros de Cáritas que sabe unir amor a Dios y atención al prójimo. Por eso sonríe ante esas lecciones de servicio social que algunos le quieren imponer en lugar de la fe en Dios y de su proclamación pública.
La JMJ abarca tres momentos: un año de preparación, una semana de despliegue y el año próximo para su realización personal e institucional. Junto con las necesarias expresiones en masa urge en nuestra Iglesia el cultivo de las personas una a una y de las minorías de pensamiento, de acción y de testimonio; minorías creyentes y creíbles por su capacidad creadora, su rigor crítico e implicación histórica. Pensado para un contexto distinto vale también para nosotros el diagnóstico de Borges: «Nuestra realidad vital es grandiosa y nuestra realidad pensada es mendiga».
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