23 nov 2014

Las rutas marítimas de la coca/Ana Lilia Pérez

Revista Proceso No.1986, 22 de noviembre de 2014.
Las rutas marítimas de la coca/Ana Lilia Pérez
La armada invencible del presente siglo está integrada por narcotraficantes, buena parte de los cuales son mexicanos. Buques con toneladas de polvo blanco bogan por el Pacífico y por el Atlántico, por el Mediterráneo y por la cuenca del Amazonas. Poco conocido, este fenómeno es analizado a profundidad por la periodista Ana Lilia Pérez en su nuevo libro, Mares de cocaína, que saldrá a la circulación en estos días. Con permiso de la editorial Grijalbo, aquí se adelantan fragmentos sustanciales de este reportaje.
 El Cártel de Tijuana, fundado en los años ochenta por los hermanos Arellano Félix, marcó la historia del narcotráfico mundial y, particularmente, desarrolló un modelo y una organización que aún hoy aplican las mafias mexicanas y sus asociados internacionales para traficar drogas vía marítima. Desde los años noventa, cuando se erigieron como uno de los mayores traficantes de cocaína del mundo, crearon y monopolizaron una red para operar las rutas a través del Pacífico: de Colombia a Tijuana y la costa oeste de Estados Unidos, en importantes puertos como San Diego y Long Beach.


Su emporio se forjó tras la detención de Miguel Ángel Félix Gallardo –en 1989–, iniciador del Cártel de Guadalajara, y se expandió a partir de que el tío político de los Arellano, Jesús Labra Avilés, Chuy Labra, lugarteniente de aquél en Tijuana, les heredó la plaza. Aunque de uno y otro aprendieron las negociaciones con sus proveedores de cocaína colombianos, fueron ellos los que, con sus delegados, estrategas y colaboradores expertos hicieron de esa franquicia un negocio multimillonario capaz de comprar los servicios y la protección de todo tipo de autoridades: desde los policías de a pie hasta los altos mandos de la milicia mexicana y, en el sector náutico, autoridades civiles y navales, durante más de 20 años, concretamente hasta 2006, cuando se dio la captura de Francisco Javier Arellano Félix, El Tigrillo.

Los remanentes del Cártel de Tijuana y otras organizaciones criminales que trafican drogas hacia Estados Unidos por el Pacífico norte mexicano aún utilizan esas mismas rutas, con el mismo modus operandi –que replicaron sus principales opositores y acérrimos enemigos, como los del Cártel de Sinaloa–, y los últimos herederos de aquéllos siguen cobrando derecho de piso a los traficantes. En diciembre de 2006, cuando Felipe Calderón Hinojosa anunció su guerra contra el narcotráfico, los informes del gabinete de seguridad identificaban al Cártel de Tijuana, junto con el del Golfo y el de Sinaloa, como las tres organizaciones más poderosas que operaban en México, los dos primeros, férreos antagonistas del tercero, por lo menos hasta febrero de 2014, cuando su comandante, Joaquín Guzmán Loera, fue reaprehendido, luego de 13 años en fuga.

Aun con sus líderes originales presos, como Benjamín, Francisco Javier y Eduardo, o muertos, como Ramón (en 2002) y Francisco Rafael Arellano (en 2013), la organización criminal de los sinaloenses Arellano se identifica en el ámbito náutico como una de las que desde mares y puertos del Pacífico mexicano, si bien ahora asociada con otros grupos, aún trafica fuertes cantidades de embarques de droga.

Pese a la guerra oficial de Felipe Calderón, los Arellano –la Organización Arellano Félix (OAF), como la denominó la Administración Federal Antidrogas (DEA)– sobrevivieron, como los demás cárteles mexicanos. En la actualidad, varios documentos oficiales del FBI de Estados Unidos consignan la posibilidad de que Enedina Arellano, contadora pública de carrera, opere como cerebro de la organización. Desde 2008 su hijo Luis Fernando Sánchez Arellano, El Ingeniero o El Alineador, había tomado el control como el heredero del cártel fundado por sus tíos, organización criminal en la que estaba activo, pero con un “bajo perfil” por lo menos desde 2002, según indagatorias oficiales del gobierno mexicano. Aunque en junio de 2014 Luis Fernando Sánchez Arellano fue detenido en un restaurante en Tijuana (mientras veía el partido de la Selección Mexicana contra Croacia en el Mundial de Brasil), bajo los cargos de narcotráfico, extorsión, secuestro y homicidio, siguen en pie algunos de sus negocios y empresas fachada que lavan dinero, de modo que el rastro Arellano se percibe por las líneas que la cocaína deja en su tránsito por el Pacífico.

El paralelo 10, la autopista de los narcos

Comienza 10 grados al norte del plano ecuatorial de la Tierra. Desde su zona cero, en el continente Americano (considerando que Sudamérica es la zona cero de la cocaína), si se recorriera en dirección este como autopista en línea recta, cruzaría Costa Rica, Colombia, Venezuela, Guinea, Costa de Marfil, Burkina Faso, Ghana, Togo, Benín, Nigeria, Camerún, Chad, República Centroafricana, Sudán, Etiopía, Somalia, India, Birmania, Tailandia, Vietnam, Filipinas y Micronesia hasta las Islas Marshall, en el punto más remoto del Pacífico. Es el paralelo 10.

A este vasto punto lo bañan tres océanos: el Pacífico, el Atlántico y el Índico, y numerosos mares y bahías de los cinco continentes. Porque esta ruta marítima ofrece un amplio abanico de posibilidades para viajar hacia cualquier lugar del mundo por aguas con escasa vigilancia y mínimas posibilidades de detención, es la favorita de los narcotraficantes.

Gracias a esta vía, los narcotraficantes mexicanos –con sus socios colombianos, gallegos e italianos– han conquistado regiones tan distantes como Australia y las lejanas Islas Marshall, o se han entronizado –en conexión con grupos delictivos de Mozambique, Congo, Ghana, Nigeria y los llamados señores de la guerra–, cual neocolonizadores, en países africanos que apenas hace una década no sabían lo que era la cocaína y hoy, con el poder inconmensurable que a las mafias les da el dinero y la capacidad de corromper, sobornar, comprar voluntades, gobiernos, empresas, sociedades, son narcoestados.

En virtud de esta ruta marítima las líneas de la blanca cocaína, el codiciado polvo sudamericano, se extienden con la misma fiereza de un kraken. Y es que, en sentido figurado, eso es lo que hoy hacen las mafias con la industria náutica: su poder corruptor es como los tentáculos del animal fantástico que atrapan y destrozan tierras, corrompen sociedades, pudren pueblos. Cualquier intento gubernamental por frenarlos, ya sea con operativos, vigilancia, trabajo de inteligencia o eventuales detenciones, semeja la lucha de un marino contra la poderosa Hidra, el despiadado monstruo acuático que en su imaginario conocieron los griegos.

La narcorruta conocida como Autopista 10 comenzó a utilizarse hace poco, en 2004, ante el reforzamiento de la vigilancia en las zonas marítimas del Atlántico norte que los traficantes transitaron libremente durante años para llevar la cocaína de manera directa a Europa. Los eventuales operativos antidrogas obligaron a los traficantes a buscar alternativas para llegar a puertos de su interés y, además de continuar abasteciendo ese mercado exponencial que hoy es más importante que el norteamericano –no sólo porque el consumo de droga en el viejo continente, propiamente sin fronteras, va al alza, sino porque el importe económico de sus ganancias está relacionado directamente con el valor del euro: mucho más alto que el dólar estadunidense–, distribuir droga en otras regiones de la Eurafrasia, o el llamado continente Euroasiáticoafricano, donde vive 85% de la población mundial, entre ellos potenciales consumidores de estupefacientes. Los datos duros de la ONU dicen que sólo Europa central representa una cuarta parte del consumo mundial de cocaína, mientras que otras partes que van ganando importancia son, precisamente, África y Asia.

Siempre un paso adelante que cualquier gobierno, los narcotraficantes trazaron en las cartas náuticas esta nueva ruta.

África, de los narcos gallegos

a los neocolonizadores mexicanos

En la Biblioteca Nacional de Sudáfrica, en Cape Town (Ciudad del Cabo), se conserva un libro sin igual: el primero en el que, en el siglo XVI, un holandés describía las pioneras incursiones marítimas de Europa a las costas africanas, la zozobra en cubierta de los galeones con los fieros tifones y la flora y fauna que hallaban a su paso. Estas crónicas precederían a la travesía que comandó el holandés Jan van Riebeeck con sus cinco barcos: Reijer, Dromedaris, Goede Hoop, Oliphant y Walvisch, quien el 6 de abril de 1652 creó el primer asentamiento holandés en la actual Ciudad del Cabo y lo fortificó como estación de abastecimiento para las rutas comerciales de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.

Peter Axel, que fue restaurador de esa biblioteca durante varios años, me dice que ése acaso sea el libro más impresionante escrito sobre las primeras exploraciones marítimas hacia África, y uno de los que mayor impacto le ha provocado, lo cual debe ser mucho, porque este alemán, en sus 30 años como restaurador de libros, ha tenido entre sus manos muy valiosos y raros ejemplares, algunos tan antiguos como una obra hebrea escrita en Babilonia 500 años antes de Cristo o los valiosos Humboldt, ejemplares de un contado tiraje en los que el célebre naturalista alemán invirtió su fortuna para inmortalizar en papel, con láminas y preciosos grabados entintados a mano, la descripción de afluentes, flora y fauna que hallaba en sus viajes por México y Sudamérica, incluida la hoja de coca que los nativos masticaban con vehemencia.

En aquel libro del siglo XVI se describe el asombro que causaba a los navegantes descubrir las tierras africanas, que pronto serían una mina de oro para Europa, como ocurrió también con América. En el mundo náutico ese libro despertó un interés semejante al que provocaron años atrás los de Peter Apianus (el cartógrafo, geógrafo y astrónomo que escribió que la cola de los cometas apunta siempre en dirección contraria al sol), en cuyos planteamientos astronómicos se apoyaban los navegantes para sus cartografías y sus cálculos de navegación en viajes transoceánicos. Remoto siglo de las primeras colonizaciones europeas, hoy reproducidas por los narcotraficantes.

A mediados de los años noventa, antes de que existiera la Autopista 10, algunos capos españoles se asentaron en Mali, Togo y Senegal para, desde allí, coordinar sin riesgo sus negocios. Como hicieran antes en Galicia, crearon negocios fachada para operar “importaciones” y “exportaciones”, y, al mismo tiempo, lavar su dinero –por ejemplo, uno de esos traficantes era un expolicía español que financiaba equipos de futbol africanos y la compraventa de jugadores a equipos europeos–; luego llegaron sus socios colombianos y, más tarde, los mexicanos, para surtir ese mercado euroasiáticoafricano ansioso de polvearse las narices.

La influencia del mexicano Cártel de Sinaloa en Guinea Bissau quedó al descubierto tras seguirle los pasos a Carmelo Vázquez Guerra, un hombre con pasaporte venezolano que en abril de 2006 había sido detenido en el pequeño aeropuerto de Ciudad del Carmen, la petrolera isla del Golfo de México, conexión insular con la Sonda de Campeche, donde aterrizó una aeronave DC-9 con cinco toneladas de cocaína. Señalado como operador del Cártel de Sinaloa, fue detenido en sus operaciones de traslado de cargamentos a Guinea, y entonces se requirió su extradición, pero no había un acuerdo de tal naturaleza entre los dos países.

En 2013 el semanario alemán Der Spiegel publicó cómo el Cártel de Sinaloa también tiene el continente Africano como escala para vuelos que transportan droga de América a Europa, y refirió que desde Guinea se recargan de combustible aeronaves que no pueden completar un vuelo trasatlántico. Hoy este cártel es una de las principales mafias que operan en Guinea. La otra son Los Zetas. También la DEA estadunidense refiere los nexos entre los narcotraficantes mexicanos con grupos criminales de Guinea, Mozambique, Congo, Ghana y Nigeria.

En los mares de la Autopista 10 es evidente la neoconquista de mafiosos mexicanos, sudamericanos y socios europeos que transportan drogas por las rutas donde el mítico doctor británico David Livingstone cruzó África de costa a costa.

Conocí en México la historia de Joao, un niño de 11 años de edad, cuya familia fue masacrada en Guinea Bissau, en una de las tantas y violentas acciones durante la guerra civil y la represión militar; él, único sobreviviente de aquella masacre, huyó a pie como polizón de camiones, trenes y barcos, hasta la Ciudad de México, con miras a viajar a Nueva York, donde vivía el único pariente que le quedaba vivo. Sin que supiera más que su lengua materna y sin una moneda en el bolsillo, en una travesía extraordinaria cruzó medio mundo. En la Ciudad de México, deambulando en las calles, encontró un alma samaritana que lo llevó al refugio de una organización no gubernamental, donde permaneció varias semanas en espera de continuar su viaje a Estados Unidos. Entre los huéspedes de aquel refugio, Joao era el más ordenado. Apenas veía la luz del sol, saltaba de la cama y, meticulosamente, doblaba sus cobijas, hasta que, cansado de esperar un apoyo del ACNUR, que nunca llegó, se puso sus tenis y siguió su peregrinar.


Si él, inerme, viajó hasta ese lado del mundo, por qué no habrían de hacerlo en sentido contrario los cargamentos de droga de las mafias mexicanas. Su poderío se expande hasta las convulsas aguas donde, en pleno siglo XXI, resurgió la piratería moderna, azote de los navíos en mares de Mogadiscio a Cabo Verde, tierra virgen para cooptar halcones.  

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