¿Cómo es posible que un candidato a la Presidencia de Estados Unidos pueda decir una y otra vez que los mexicanos que llegan sin papeles a ese país son violadores y maleantes sin que su carrera quede destruida?
El muro (de Trump)/Jorge Volpi
Reforma, 03 Sep. 2016
Los humanos somos caminantes que no han dejado ni un solo segundo de ir
hacia adelante, atravesando desiertos y tundras, ríos y océanos, cordilleras y
valles, bosques y selvas, en una marcha que acaso nos lleve a otros planetas.
Somos, si acaso, vagamente sedentarios: nuestras piernas nos han vuelto
inconformes y aventureros. Nos instalamos por un tiempo en regiones que nos parecen
seguras o confortables, pero si las condiciones cambian, si advertimos una
inundación o una sequía, los caprichos de un líder sanguinario o un entorno
violento, una persecución política o religiosa o los destrozos y calamidades de
la guerra, no dudamos en movernos, siempre dispuestos a explorar otras tierras.
¿Cómo habría de detenernos un muro? Si las murallas de China o de Roma no
frenaron a mongoles y bárbaros, ¿cómo las vallas o las empalizadas que alzamos
entre los países ricos y los depauperados, entre los pacíficos y los
desgarrados habrían de detener a caminantes que harán lo que sea con tal de
llegar al otro lado? ¿Y cómo miles de policías o guardias fronterizos habrían
de impedir la entrada de todos esos caminantes dispuestos a internarse en el
desierto, a cruzar cordilleras y hondonadas, a nadar ríos caudalosos, a surcar
los mares en barcazas hechizas, a atravesar esos límites artificiales impuestos
por unos cuantos?
En Mentiras contagiosas recordaba la leyenda en torno a la fundación de
Roma: una vez que Rómulo ganó la apuesta para darle su nombre a la ciudad
creada por él y por su hermano, lo primero que hizo fue trazar sus fronteras y
decretar que quien osase traspasarlas sería ejecutado al instante. Resentido
tras perder el reto, a Remo se le hizo fácil burlar la advertencia de su
gemelo, el cual no dudó en atravesarle el pecho con una espada. El infeliz se
convirtió en víctima emblemática de las fronteras.
Millones han seguido su ejemplo: si muchos han conseguido eludir vallas,
alambradas o murallas, escapando del acecho de sus guardianes, otros tantos han
sido devueltos a sus lugares de origen, encerrados o asesinados en el intento.
¿No nos damos cuenta de que nacer de un lado u otro no es sino un hecho
fortuito, producto del azar y no de un derecho adquirido por el trabajo o el
esfuerzo? Pero quienes se hallan del lado "correcto" de una frontera
están convencidos de que merecen estar allí, de que un pasaporte o una
identificación los distingue de los miserables que sufren y padecen del otro
lado.
La tara se recrudece en nuestros días: basta escuchar a los politicastros
que triunfan en todas partes -en un espectro que va de Marine Le Pen a Donald
Trump, quien vino a decírnoslo en nuestro propio suelo-, empeñados en convencer
a sus compatriotas de que los inmigrantes son la mayor amenaza a su seguridad y
a su tranquilidad de espíritu. No es gracias a la solidez de los ladrillos o la
eficacia de los agentes migratorios que las fronteras se sostienen, sino a la
instrumentalización de este pánico ancestral. Mil quinientos años después de la
caída de Roma y quinientos de la caída de Constantinopla, los bárbaros de
Cavafis y de Coetzee siguen aterrorizando. Lo peor: esta lógica se mantiene no solo en
el discurso de los políticos xenófobos, sino en nuestras democracias liberales
cada día más receptivas a las soflamas de la ultraderecha.
¿Cómo es posible que un candidato a la Presidencia de Estados Unidos
pueda decir una y otra vez que los mexicanos que llegan sin papeles a ese país
son violadores y maleantes sin que su carrera quede destruida?
¿Y cómo es
posible que el Presidente y el gobierno de México no se opongan con dureza a la
mera idea del muro, sin importar quién lo pague?
En contra de los dichos de
Trump y otros de su calaña, quienes abandonan sus patrias, sus familias y sus
casas no son delincuentes ni criminales, sino quienes tienen las agallas para
emprender esos largos trayectos, el coraje para abandonar sus pertenencias y
sus familias y la libertad de espíritu para confiar en que encontrarán una vida
mejor.
(Otra versión de este texto aparece en Examen de mi padre, que ha comenzado
a circular en estos días).
@jvolpi
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