18 feb 2017

Los monstruos sobrevivieron al Tratado de Tlatelolco

Los monstruos sobrevivieron al Tratado de Tlatelolco/
JESUSA CERVANTES
Revista Proceso # 2103, 19 de febrero de 2017.
Una de las iniciativas por la paz más importantes en la historia de la humanidad es el Tratado de Tlatelolco, promovido por el mexicano Alfonso García Robles hace justo 50 años. Ese pacto abrió la puerta a la prohibición de la mayor amenaza que hayan enfrentado la vida humana y el planeta entero: la total destrucción nuclear. Hoy, sin embargo, los riesgos de una catástrofe de esa naturaleza siguen latentes, debido al fundamentalismo de Irán y al expansionismo ruso; pero, sobre todo, por la locura de Corea del Norte y la de Donald Trump.
“Me llamó mi madre, tomó mi mano, y cuando entramos a la casa vino una luz tremenda, como si fueran mil relámpagos al mismo tiempo… Me jaló al suelo y cubrió mi cuerpo con su cuerpo”, recuerda, casi en susurros, Yasuaki Yamashita, sobreviviente de la bomba atómica lanzada por Estados Unidos el 9 de agosto sobre Nagasaki, Japón.
Cuatro días después de que Corea del Norte reactivara sus pruebas nucleares al lanzar “un misil balístico” hacia el este, 500 kilómetros adentro del mar rumbo a Japón, Yamashita alerta, preocupado: “Hay un peligro inminente de otra tragedia, pero hoy, 72 años después, la bomba atómica es mil veces más potente que aquel entonces”.

Obligación moral o liberación del dolor, Yasuaki Yamashita dice que el peligro en puerta avivado por la reactivación de la carrera armamentista lo obliga “a contar cuán terribles son las consecuencias de una bomba atómica”.
A su lado, fotografiando, documentando, está Ari Beser. De 28 años, es nieto de Jacob Beser, la única persona que estuvo tanto en el avión que arrojó la bomba sobre Hiroshima como en el que bombardeó Nagasaki.
El muchacho narra las historias de los hibakusha (sobrevivientes de las bombas atómicas). Igual que Yamashita, busca frenar las pruebas nucleares. “Vivimos un tiempo en el que se escuchan voces radicales y estridentes, es cierto, pero la verdad empieza como un susurro. Por eso hay que decirla. La verdad trasciende fronteras, muros y si queremos un mundo sin armas nucleares tenemos que trabajar para tenerlos… y contar”.
El 20 de diciembre de 2016, los servicios de inteligencia de Corea del Sur alertaron sobre la posibilidad de que Corea del Norte reiniciara pruebas nucleares a inicios de 2017.
Donald Trump, entonces presidente electo de Estados Unidos, respondió con un tuit: “Corea del Norte anunció que está en las etapas finales de desarrollo de un arma nuclear capaz de alcanzar EU. ¡No sucederá!”.
Pero sucedió, el pasado sábado 11, Corea del Norte lanzó, a las 22:55 horas, “un misil balístico de superficie a superficie de medio a largo alcance”, informó la agencia estatal de noticias norcoreana, KCNA.
La operación fue supervisada por Kim Jong-un “máximo líder” de aquella nación, quien aseguró: “Fue un éxito”.
Cincuenta años atrás, en plena Crisis de los Misiles (cuando Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron a punto de entrar en una confrontación nuclear por la presencia de misiles atómicos soviéticos en Cuba), México propuso y lideró la firma del llamado Tratado de Tlatelolco, cuyo fin es la proscripción de las armas nucleares en Latinoamérica y el Caribe.
El próximo marzo, la ONU intentará construir un acuerdo vinculante que prohíba las armas nucleares y pacte la destrucción de las existentes.
“Tlatelolco fue el primer paso, el siguiente es la prohibición global, y es lo que podría pasar ahora en marzo. Establecer la posesión de armas nucleares como un crimen. Obviamente los países con capacidad nuclear están aterrorizados por esto, que el mundo se puede unir contra ellos, cultural, economía y políticamente”, dice, esperanzado, Ari Beser.
Del infierno a los “hibakushas”
Yasuaki Yamashita pasa de la ternura con la que recuerda cómo su madre lo salvó a él y su hermana, al infierno, el sufrimiento físico, la discriminación y el deseo enorme de perder su identidad, de ocultar que era un hibakusha.
“Todos los días mis amigos y yo nos íbamos a la montaña a cazar insectos, pues no teníamos juguetes, pero esa mañana, no sé por qué, no fui con ellos. Mi madre preparaba la comida del mediodía y yo estaba junto a ella jugando cuando pasó un vecino para avisarnos que un avión misterioso estaba sobrevolando”. Era el bombardero B-29 Bockscar. Dentro, llevaba una única bomba: Fat Man, cargada con 6.2 kilogramos de plutonio.
“La radio también alertó del avión que sobrevolaba, así que mi madre dijo que iríamos al refugio particular, pues no llegaríamos al refugio de la comunidad en la montaña. Me jaló al suelo, cubrió mi cuerpo con el suyo… Después de los mil relámpagos vino una explosión y sentimos que muchas cosas volaban sobre nosotros. Diez minutos después, total silencio”, narra aún con dolor Yasu, como prefiere que le digan.
“Nos levantamos y no vimos puertas, ventanas, tejados, todo había desaparecido y no sabíamos por qué tanta destrucción. Llegamos gateando al refugio donde estaba mi hermana de 13 años, quien llorando le dijo a mi madre: ‘Me cayó aceite’. Circulaba el rumor de que los aliados usarían bombas químicas, pero nadie sabía qué era, así que le llamaban ‘aceite’.
“Al salir del refugio vimos que tenía la cabeza llena de aceite y vidrios… Mi madre, con mucho cuidado, quitó todos, pero ella sufría terriblemente. Corrimos a la montaña y mi hermana, asustada, corrió como gente normal a pesar de tener una estorbosa prótesis. El refugio ya estaba lleno con rostros de espanto. Uno de mis amigos que fue a la montaña tenía la espalda destrozada, con quemaduras terribles. Sufría día y noche porque no había medicinas, doctores, comida… Murió dos días después”, recuerda.
Lo peor no fue el estallamiento de la bomba, dice acongojado. “Lo peor vino después de que salimos del shock. Nadie expresaba nada, no hablábamos, sólo observábamos nuestra ciudad en llamas”.
Yasu vivía a 2.5 kilómetros del epicentro de la explosión. La destrucción fue total en un área con un radio de 1.6 kilómetros. Los incendios se extendieron en la parte norte de la ciudad hasta 3.2 kilómetros.
La explosión tuvo una fuerza de 22 kilotones. Generó una temperatura de 3 mil 900 grados centígrados y vientos de hasta mil kilómetros por hora.
Entre 35 mil y 40 mil personas murieron al instante. De ésos, 27 mil 778 eran trabajadores industriales japoneses; 2 mil, trabajadores esclavos coreanos, y 150 soldados japoneses. Para fines de ese año, 1945, las víctimas mortales se contaban ya entre 60 mil y 80 mil.
Yasu sigue: “No teníamos comida y mi madre decidió que fuéramos al campo con unos parientes. Pasamos cerca del epicentro y una semana después aún había muchos, muchos cadáveres; la ciudad totalmente negra, toda quemada, destrozada. La desolación era terrible, los que sobrevivieron caminaban como fantasmas, no parecían tener ninguna emoción.
“Llegamos al campo y no había suficiente comida para nosotros, así que caminamos de regreso a ese infierno grotesco, donde todo era negro, grotesco, y decir infierno es poco, porque no hay palabra exacta para describir esa imagen terrible”, expresa Yamashita, quien en ese momento aprendió que en situaciones extremas como ésa el dinero deja de valer: “Tuvimos que buscar cosas valiosas para darle a los campesinos y que a cambio nos dieran comida, cosas valiosas, porque el dinero no servía para nada.”
Para los sobrevivientes de las bombas, el viacrucis se prolongó por años. El envenenamiento radioactivo los fue debilitando. Los médicos no atinaban a explicar por qué, pues desconocían los alcances de una radiación de tal magnitud. Yasu logró estabilizar su salud y, 14 años después, pudo entrar a trabajar “al hospital de la bomba atómica en Nagasaki”. Las imágenes que deseaba olvidar se volvieron más fuertes que nunca.
“Hasta ese momento, con 20 años –y 14 después del estallido– me di cuenta que era un sobreviviente de la bomba atómica, igual que todos los internos. Ahí vi cómo la gente seguía sufriendo y muriendo, todos, todos los días. Para mí era muy doloroso trabajar en el hospital porque la gente seguía muriendo, como ahora, 72 años después.
“Vi las deformaciones y cómo, después de años, un muchacho que tenía leucemia y al cual yo le daba mi sangre cuando podía, un día amaneció lleno de manchas negras y murió. En ese momento dije: ‘Me va a pasar lo mismo’.”
A todo ello había que añadir la discriminación. Quienes estuvieron en las zonas más cercanas al epicentro fueron relegados, discriminados, nadie quería casarse con ellos, y muchas mujeres, relata, se suicidaron ante el rechazo.
El renacimiento
El año de 1968 fue la oportunidad para que Yasu escapara del infierno. Se vino a México con la delegación japonesa que participó en los Juegos Olímpicos y se quedó. Siempre ocultando su identidad.
Durante 27 años vivió prácticamente en el anonimato, pidiendo a sus amigos que no revelaran que era un sobreviviente de la bomba atómica. Pero el 5 de septiembre de 1995 Francia reinició sus pruebas nucleares. “La explosión tuvo una potencia inferior a los 20 kilotones, muy parecida a la utilizada en 1945”, consignó entonces el diario español El País.
Yasuaki estaba indignado. Y en ese contexto un estudiante le pidió contar su historia y los efectos de la bomba atómica. Al inicio se negó, pero luego sopesó la importancia que tendría su testimonio. “Expuse mi historia. Sufrí demasiado recordando, pero cuando lo hice empecé a liberarme. El alivio fue llegando poco a poco y el sufrimiento desaparecía lentamente; me di cuenta que tenía que contar”.
El sobreviviente se convertía en el hibakusha, compuesto de hibaku, forma pasiva de bombardear, y sha, persona.
Liberar, alertar, reconciliar
El árbol familiar de Ari Beser entrelaza a los victimarios y a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Su padre, Jacob Baser, fue técnico de radar y el único tripulante que estuvo en los dos aviones que transportaron y lanzaron las bombas en Hiroshima y Nagasaki.
En la casa de su abuelo, Jacob Beser, había refugiados judíos. “Quería pelear contra los nazis al enterarse de lo que hacían”. A sus 17 años, la guerra estaba en curso y el ataque de los japoneses a Pearl Harbor en 1941, más la presencia de refugiados judíos en casa, llevó a Jacob Beser a enrolarse en el Ejército estadunidense. Se enlistó y fue enviado a Boca Raton, Florida, donde se especializó en técnicas de radar.
Esto le valió para que lo reclutaran en una misión secreta: el Proyecto Manhattan, donde confluían físicos y militares, sin saber a ciencia cierta qué harían, relata Ari Beser.
“Los reclutados fueron presentados con Paul Tibber. Les dijeron que estaban creando una nueva misión e iban a ser parte de ella, una misión que iba a acabar con la guerra. ‘Ustedes no van a saber las particularidades hasta su debido tiempo. Lo que oigan y vean aquí, aquí se queda. ¿Están dispuestos a morir por su país?’”, relata el nieto de Jacob Beser.
Durante la entrevista, Ari dice que en 2010, luego de que fuera publicado el libro El último tren de Hiroshima, vio que algunas historias carecían de veracidad y se empezó a sentir frustrado. “Me di cuenta que era el único que podía contar la historia correcta”.
Acudió a Japón y se colocó cara a cara con las víctimas, quienes le abrieron su corazón a pesar de ser nieto de quien les había arrojado la bomba atómica. En uno de sus encuentros alguien le dijo: “Tu abuelo estaba arriba del hongo, el mío abajo”. Ahora, Ari Beser y nietos de las víctimas o hibakushas cuentan juntos la historia para mostrar el dolor y muerte que dejó. Sólo buscan “dar pasos para mantener un mundo más pacífico”.
Durante el encuentro, Ari hace referencia a la amenaza nuclear que nuevamente se enciende. Dice que el acuerdo que busca la ONU “será algo que puede disuadir otra crisis nuclear como la protagonizada (en 1962) por la Unión Soviética, que instaló en Cuba misiles nucleares apuntando hacia Estados Unidos”.
Esperanzado, pronostica: “Ya no ocurriría ese escenario. Corea del Norte no tiene esa capacidad de misiles de gran alcance, pero podría encontrar aliados de una isla como sucedió con Cuba; podrían tener esa capacidad, pero con este tratado podría evitarse”.
El peligro que representa Corea del Norte, advierte, hay que tomarlo muy en serio, “de la misma manera que debiéramos tomar al presidente Trump. El Tratado de Tlatelolco marca la pauta para ir en determinada dirección, y si no lo tuviéramos las amenazas serían mas grandes”.
Después de la firma del Tratado de Tlatelolco se firmaron cinco más que abarcan cinco regiones: el de Rarotonga, en 1986, aplica a la región Pacífico Sur; el de Bangkok, 1995, el sudeste asiático; el de Pelindaba, 1996, África; el de Asia Central de 2006, y el de Mongolia. Entre todas abarcan 50% de la superficie del planeta.
El mexicano Alfonso García Robles, subsecretario de Relaciones Exteriores, gestionó y dio forma al Tratado de Tlatelolco, lo que le valió el Premio Nobel de la Paz en 1982. A 50 años del Tratado –y en el contexto de las pruebas balísticas de Corea del Norte– el presidente Enrique Peña Nieto apenas y dijo tibiamente que “las amenazas siguen latentes. Entre ellas, el poder destructivo de las armas nucleares es quizá la más grave”.
Mientras que del otro lado del río Bravo, el primer ministro japonés, Shinzo Abe, dijo en su visita por Estados Unidos que “el lanzamiento de los misiles es intolerable”, Trump, que estaba a su lado, apuntó: “Estados Unidos respalda a Japón, su gran aliado, cien por ciento”.
Antes, el jueves 2, Jim Matt, secretario de Defensa, había advertido: “Cualquier ataque contra Estados Unidos o nuestros socios será confrontado. Cualquier uso de armas nucleares se encontrará con una respuesta eficaz y abrumadora”.


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