Hasta siempre, Pete/Enrique Krauze
en REFORMA, 9 Ago. 2020
"Necesito hablar con Pete", pensé el pasado 24 de junio. Hacía tiempo que no sabíamos de él. Fui a los estantes, busqué sus libros. Rastreé el correo más reciente que intercambiamos. Era de un año atrás. "En este tiempo espantoso -me escribió- con un peligroso ignorante en la presidencia, pienso en ti cada vez más. Pero ya ves, me limitan varios 'problemas de viejo': diálisis tres veces por semana, un marcapasos latiendo ahora en mi pecho, y mi cumpleaños el próximo 24 de junio (fecha que comparto con ¡Lionel Messi!)". Mi intuición tenía que ver con su cumpleaños, pero había algo más. Una urgencia. De inmediato escribí a su esposa Fukiko Aoki. "Sí, Pete quiere hablar con ustedes. Organicemos una reunión por Zoom: 28 de junio a las 11:30".
Ahí estuvimos Andrea y yo, frente a la pantalla. Fukiko como siempre, discreta, gentil e imperturbable, le tomaba la mano. Y Pete estaba también, delgadísimo, casi en los huesos, pero con una inmensa sonrisa. "Cuánto le debo a México, cuánto me dio México. Nunca podré olvidar mis años allá: los llevo conmigo". Hablaba pausadamente, con una gravedad inusual. Sentíamos y sabíamos que era una despedida. Murió la mañana del 5 de agosto en un hospital de Brooklyn, su ciudad natal, a los ochenta y cinco años de edad.
El obituario de Pete Hamill en New York Times tuvo centenares de comentarios. Leí la mayoría. Eran como ramos de flores dejados a la puerta de su casa. Representaba algo invaluable e irrecuperable del alma de Nueva York, algo contrario a la prisa y la rudeza, la vieja dignidad irlandesa hecha de calor humano, honestidad, trabajo, solidaridad, fortaleza y humor. ¿Cómo resumir en una línea su extraordinaria vida? Director de periódicos, reportero de buena cepa, novelista, biógrafo, memorialista y ensayista, escribió sobre todo y sobre todos: la guerra de Vietnam y Sugar Ray Robinson, los barrios pobres y la condición de los afroamericanos, Sinatra y John Lennon. Su universo era Nueva York, pero en su corazón reservó siempre un sitio para México.
Pete vivió en México entre 1956 y 1957. En una conversación pública que tuvimos en 2013 en Nueva York, explicó el sentido de esa experiencia: "México nos infundía un sentimiento inmediato de liberación. Barría con todas nuestras certezas anglosajonas y nos hacía darnos cuenta de que no nos definimos por ser estadounidenses, sino como seres humanos". México era un puerto de libertad. No por casualidad Dalton Trumbo, Jean Rouverol y Hugo Butler se habían mudado a México huyendo de la caza de brujas del senador McCarthy. Pete conocía bien su historia. Alguna vez pensamos hacer un documental que se titularía "And they all came to Mexico".
Pete se matriculó en el Mexico City College, pero sus trabajos académicos fueron lo de menos. Se zambulló por entero en la cultura popular mexicana. Fanático del box, se aficionó a ir a la Arena Coliseo para ver pelear a José "Toluco" López. "Era mejor que el Ratón Macías", me decía, apretando la mandíbula y dibujando un jab a la manera de su ídolo. "De allí íbamos a oír mariachis a Garibaldi y a Cuco Sánchez", y comenzaba a cantar: "De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, la mujer que a mí me quiera, me ha de querer de a de veras...". Recordaba con nostalgia las películas de Pedro Infante y la emoción que sintió al ver a policías llorando la muerte del Ídolo de Guamúchil. No todas sus parrandas terminaban bien: pasó cuatro noches infernales en la cárcel de Lecumberri. Pete volvió a México en los ochenta, para dirigir fugazmente un diario local en inglés, y a fines del siglo pasado decidió volver cada año por temporadas largas para escribir sus novelas. Fue entonces cuando nos hicimos amigos: bajo el volcán, en Cuernavaca.
"Fui muy amigo de Sinatra pero con el tiempo la política nos alejó: aprendí que todas las cosas tienen su fin, que nada dura para siempre". No se refería solo a la evanescencia del amor, el tema de Sinatra, sino de la amistad. Pero había excepciones. Pete se quejaba de que en las entrevistas le preguntaran por las mujeres célebres que cortejó (Jacqueline Kennedy, Shirley MacLaine) y no mencionaran a Fukiko, su mujer desde 1987. Hace unos años, cuando Pete enfermó severamente y entró en coma, los doctores lo sedaron y declararon que ya no despertaría, que era mejor dejarlo ir. Fukiko no se dio por vencida. Esperó tres días y Pete despertó. Lo cuidó cada día. No la evanescencia, la eternidad del amor.
Me dedicó su libro Forever, "para siempre, abrazos, mano!".
www.enriquekrauze.com.mx
No hay comentarios.:
Publicar un comentario