Cabalgando contradicciones/José Luis Pardo Torío, es filósofo, ensayista y profesor emérito de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Este año se celebra el centenario del artista Robert Rauschenberg. Su obra más representativa es paradójica. A primera vista, no es más que un marco que contiene un papel en blanco. Pero no ha de confundirse con una pintura abstracta, porque ni siquiera es pintura. Mientras que los cuadros abstractos parecen encerrar un profundo secreto espiritual, este —inspirado en los experimentos de Marcel Duchamp— no oculta nada, revela su entera naturaleza en cuanto leemos su título (que es, en realidad, en lo que consiste únicamente la obra): "Dibujo de Willem De Kooning borrado, por Robert Rauschenberg". Y así es: Rauschenberg tomó un dibujo de De Kooning, lo borró cuidadosamente y lo enmarcó con ayuda de Jasper Johns.
Ningún artista moderno hubiera firmado una obra así, porque habría pensado que no podría ser definida como "arte". El arte está también presente en la obra de Rauschenberg, pero lo está como el dibujo de De Kooning, es decir, borrado. Rauschenberg se presenta, así, como un anti-artista contemporáneo, un activista que atenta contra la estética moderna. Pero no nos ofrece ningún gesto "afirmativo", ninguna alternativa al arte moderno, porque el único sitio en el que esa obra puede encontrar cobijo es en las instituciones de ese arte "burgués" (¿quién la miraría con el respeto que nosotros le mostramos de no existir esa esfera institucional?). Por eso, el anti-artista ha acabado siendo también artista. ¿Quiere eso decir que ha abandonado el espíritu revolucionario? De ningún modo. ¿Pero no es contradictorio ser a la vez artista y anti-artista? Quizá, pero no se trata solamente del gesto precursor de todo lo que hoy llamamos "arte activista", sino de una pretensión estrechamente ligada al aire de nuestros tiempos: la de vivir del sistema que se combate, y de hacerlo precisamente a fuerza de combatirlo. Pongamos algún ejemplo.
El pasado 2 de octubre, unos setenta activistas que protestaban contra la detención de la Global Sumud Flotilla se colaron por la fuerza y de improviso en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, arrollando a varios trabajadores del centro (que resultaron lesionados); se instalaron en el hall y desplegaron en su interior una pancarta horizontal exigiendo el cese de los bombardeos en Gaza. ¡Es que eran jóvenes! —se dice para justificarlo—, como si los jóvenes tuvieran una sensibilidad moral ante los conflictos mundiales superior a la de las ancianas, los fontaneros y el resto de los ciudadanos. Pero, incluso aunque la tuvieran, seguiría siendo un enigma por qué su conciencia sólo se despierta airada para protestar contra el Estado de Israel (lo que ya es una tradición en el llamado "movimiento estudiantil"), y no contra la invasión de Ucrania, contra el atropello de los derechos civiles en Venezuela o en Nicaragua, contra la limpieza étnica en Sudán o contra cualesquiera otros conflictos y abusos que asolan el mundo, y por qué se concentran en la universidad y no en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Los activistas que tomaron la Facultad de Filosofía sabían que no intimidarían con ello al gobierno israelí, pero así como Duchamp y Rauschenberg lograron introducir sus obras anti-artísticas en los templos de las instituciones artísticas contra las que combatían —los museos—, los activistas consiguieron que las autoridades encargadas de garantizar el funcionamiento normal de la Facultad, ante la imposibilidad material de hacerlo, les permitieran quedarse a pasar la noche en el espacio público que habían okupado, un edificio declarado Bien de Interés Cultural (es decir, que hasta para cambiar un grifo hay que emprender un proceso burocrático kafkiano) en el que dejaron una bonita pintada. Y al día siguiente, que era viernes, ante el temor de nuevos disturbios, la Facultad suspendió todas sus actividades a las 15:00 horas hasta el lunes siguiente, decretando lo que Giorgia Meloni llamó "un fin de semana largo". Un cuadro que podría llamarse "Facultad de Filosofía borrada". Por supuesto, los diversos gastos y consumos producidos por su encierro, incluyendo el trabajo extra de los funcionarios y de los servicios de limpieza y de reparación de los desperfectos ocasionados, igual que el coste de la escolta de la Flotilla y de la repatriación de sus deportados, corren a cargo del contribuyente.
¿Pensaban los activistas que su acción contribuiría a la paz en Gaza? No, desde luego, como tampoco lo pensaban los tripulantes de la Flotilla o los boicoteadores de la etapa final de la última Vuelta Ciclista a España, ni quienes el mismo 2 de octubre llenaron muchos barrios de Madrid —y supongo que de otras ciudades— de pintadas que decían: "Destruir el Estado de Israel", firmadas por unas "Asambleas de la Juventud Trabajadora" dependientes de la Gazte Koordinadora Sozialista, escisión de la izquierda abertzale nacida en el País Vasco en 2019. Del mismo modo que la obra de Rauschenberg se agota en su borrado de una obra anterior, sin ofrecer pintura ni dibujo alguno, estas acciones se agotan en su rechazo a los planes militares de Netanyahu sin ofrecer ningún plan para la resolución del conflicto (véase lo mal que le sentó a la Flotilla que Hamás aceptase negociar la propuesta de Trump). Porque, así como el cuadro de Rauschenberg sólo consiste en su título, es decir, en apuntarse a su nombre el borrado del dibujo de De Kooning, así también el único objetivo de estas acciones es que los activistas se apunten a su nombre el titular mediático que las consagra. Pero eso sólo puede hacerse apropiándose de instituciones como la universidad, la Vuelta Ciclista o el Palacio de la Moncloa.
Y es que la paradójica conversión de las instituciones sistémicas en núcleos de activismo antisistema ha alcanzado entre nosotros el nivel de una dinámica estructural desde que el gobierno decretó el borrado de todo lo que cayera al otro lado de su muro ("’¡No pasarán!") y se entregó a la tarea de "cabalgar contradicciones". Porque las responsabilidades del gobernante son contradictorias con la irresponsabilidad del activista revolucionario. El Gobierno está obligado a perseguir unos objetivos de país que, además de ser públicos, han de ser política y económicamente viables. Y lo que garantiza su verosimilitud y su control son, ante todo, los Presupuestos anuales del Estado que aprueba el Parlamento y supervisa el Tribunal de Cuentas. Al activista, en cambio, le basta con estar en contra —del cambio climático, del heteropatriarcado, de la guerra de Gaza o del capitalismo—, pues él no está comprometido con su país, sino con la humanidad, y sólo responde ante ella (aunque la humanidad tiene la fea costumbre de no comparecer para expresar sus intereses).
Y, una vez que quien gobierna ha optado por el activismo, pierde la capacidad de practicar unas políticas responsables de cara a sus gobernados: los indultos, la amnistía y el cupo catalán pueden ser nocivos para España, pero favorecen la autodeterminación de los pueblos oprimidos; la corrupción puede ser negativa para el país, pero si es un medio para combatir a la ultraderecha se convierte en plausible; el mix de energías renovables puede dejar sin luz a los ciudadanos, pero es bueno para el planeta; dejar de importar material militar israelí es malo para la seguridad nacional, pero es bueno para la paz mundial; el Gobierno, en cuanto Gobierno, tiene que garantizar la celebración de la Vuelta Ciclista, pero en cuanto activista revolucionario está obligado a boicotearla. Cuando los objetivos de país son sustituidos por lo que Hegel —que también habitaba una Facultad de Filosofía, cabalgaba contradicciones y era partidario de prescindir de todo presupuesto— llamaba "una finalidad más alta", el Parlamento y el pueblo al que representa se vuelven irrelevantes y hasta perjudiciales (este cuadro se llamaría: "Parlamento borrado"); y ese vacío de objetivos políticos viables se rellena con grandes dosis de activismo.
Suele decirse que hay un sector retrógrado del público que no entiende las paradojas del arte contemporáneo; probablemente el mismo sector que, por no haber pasado durante la infancia por el campamento de Bernedo, tampoco comprende ni la complejidad mundial desde la perspectiva chino-venezolana ni la complejidad plurinacional desde la perspectiva independentista. Pero ¿y si el problema fuera que las comprende demasiado bien?
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Dibujo de De Kooning borrado
Retrato del artista Robert Rauschenberg
Estados Unidos, 1953
Arte conceptual: título original: Erased De Kooning Drawing
Museo: San Francisco Museum of Modern Art, San Francisco (Estados Unidos)
Técnica: Performance (64.14 x 55.25 cm.)
Escrito por: Fulwood Lampkin
En 1953 De Kooning era un dios para el mundo del arte. Su figura generaba temor y respeto.
Pero un día apareció en su despacho un don nadie, un aspirante a artista, un tal Robert Rauschenberg. De Kooning abrió la puerta y vio a este veinteañero tembloroso y un poco borracho, dejándole entrar.
Rauschenberg sacó valor y le preguntó al consagrado artista: «¿Podría usted ser tan amable de cederme uno de sus dibujos para que yo pueda borrarlo…?»
Largo silencio. Rauschenberg se temía lo peor. Un puñetazo de De Kooning podría ser también una obra de arte conceptual.
Y de pronto, el totem del arte contemporáneo accedió a su petición. Con dos condiciones: el dibujo debía ser muy querido por su autor, y algo muy difícil de borrar. Acto seguido le cedió uno de sus dibujos y echó de ahí al joven que no se creía lo que estaba pasando.
Rauschenberg tardó un mes en borrar meticulosamente la obra y al final le pidió a su compañero Jasper Johns que le diseñara un cartelito con el título: «Dibujo de De Kooning borrado, 1953», dando la obra por finalizada.
Algo que parece destructivo y dadaísta a primera vista, se convirtió en realidad en una de las primeras performances y en la obra de arte pionera de lo que después sería el llamado Arte Conceptual, que reinaría a partir de entonces en el arte contemporáneo.
Un papel en blanco, en principio sin valor artístico si el espectador no tiene toda la información, se convierte en obra de arte en toda regla gracias a la idea, el proceso, la historia de su creación y los huevos que le echó Rauschenberg…

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