EL INFORME DE LA CNDH Y LOS DESAPARECIDOS/Gustavo Hirales M.
El 27 de noviembre de año 2001 fue presentado el Informe Especial sobre Desapariciones Forzadas que la CNDH se había comprometido, meses antes, a elaborar. José Luis Soberanes, presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, leyó ante el presidente de la República un informe plagado de episodios estrujantes y definiciones jurídico-políticas, que incomodó a más de uno en el selecto auditorio, pero que posiblemente inauguró una nueva etapa en la vida política del país.
Más allá de eventuales errores u omisiones del Informe, su significado histórico -como lo pusieron de relieve destacados analistas de la vida política-, es que por vez primera un órgano público del Estado mexicano, la CNDH, no sólo admite, sino documenta un fenómeno por algunos vivido y conocido de primera mano, por muchos otros percibido, fenómeno denunciado públicamente cuando menos desde 1975, pero que siempre había sido negado oficialmente: que durante la década de los setenta y hasta principios de los ochenta del siglo pasado (bajo los gobiernos de los presidentes Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo), autoridades gubernamentales mexicanas llevaron a cabo, de manera sistemática (es decir, como política de gobierno) la práctica de la desaparición forzada de personas. El juicio de la CNDH sobre estos hechos fue implacable: “no hay razón de seguridad nacional que justifique la desaparición forzada de personas y no hay razón de Estado que pueda estar por encima del Estado de Derecho”.
La guerra sucia.
Ello ocurrió en el contexto de un enfrentamiento soterrado entre organizaciones (“revolucionarias”) de civiles que habían asumido la lucha armada como método de transformación social, y las corporaciones policíacas y militares responsables (legalmente o de facto) de la seguridad nacional y de la seguridad interior, como la Dirección Federal de Seguridad, en el periodo conocido como la guerra sucia. El signo de ese enfrentamiento fue la violencia de las partes, y en particular la ilegalidad de las acciones y la impunidad de los agentes gubernamentales involucrados, pues el informe documenta de modo irrefutable que, en la inmensa mayoría de los casos, las detenciones/desapariciones se hicieron sin que mediara orden de aprehensión, no se consignó a los detenidos ante autoridad judicial o ministerial competente alguna (como lo exige la ley), y los autores de estos delitos nunca fueron responsabilizados por ello, beneficiándose así de una absoluta impunidad.
De un total de 532 casos de los que la CNDH tuvo conocimiento, en 275 se comprobó de modo fehaciente –básicamente a través de registros y documentales internos de la llamada Dirección Federal de Seguridad, resguardados en los archivos del CISEN- la intervención de autoridades gubernamentales en la desaparición de esas personas; en otros 97 casos las investigaciones arrojaron fuertes indicios de que habían participado autoridades gubernamentales en su desaparición, sin que éstos llegaran a constituir prueba plena, y en los casos restantes, 160, la CNDH no encontró evidencias de que, ocurridas las desapariciones, éstas hubieran sido causadas por la intervención de alguna autoridad gubernamental.
Ahora bien, en los casos en que los indicios fueron insuficientes para considerar plenamente acreditada, a juicio de ese organismo público, la desaparición forzada, o incluso en aquellos en los que se estimó que no existían evidencias, la CNDH no cerró los casos, sino que los dejó abiertos a la espera de nuevos elementos que pudieran bien corroborar, bien desacreditar, la desaparición forzada de esas personas. Un dato significativo es que, en todos los casos, se acreditó que las personas reportadas como desaparecidas existieron en realidad, fueron miembros o simpatizantes de grupos armados, o familiares de estos miembros. Esto es importante porque incluso se llegó a negar, por parte de los defensores de la guerra sucia, que tales personas hubieran realmente existido.
Los culpables.
Si bien la CNDH se negó a revelar específicamente los nombres de las personas acusadas de ser responsables de las desapariciones, pues al no haberse establecido su responsabilidad por los tribunales competentes, se podía estar incurriendo en violaciones a sus garantías individuales; en el texto del informe y en los documentos referenciados aparecen una y otra vez los mismos nombres: Miguel Nazar Haro, Mario Arturo Acosta Chaparro, Luis de la Barreda Moreno, Arturo Durazo Moreno, Salomón Tanús, Jorge Obregón Lima, Francisco Sahagún Baca, Francisco Quiroz Hermosillo, José Guadalupe Estrella, Raúl Mendiolea Cerecedo, Luis Montiel, Florentino Ventura, en total, 74 ex servidores públicos y 37 dependencias gubernamentales involucrados en los hechos...más los nombres de numerosos jefes policíacos y jefes de guarniciones militares locales.
La actitud gubernamental.
El Informe de la CNDH exhibe, entre otras cosas, que la actitud gubernamental ante el problema de los desaparecidos tuvo como fundamentos básicos el ocultamiento, la mentira y la manipulación. Caso paradigmático sería el “Informe” hecho público, en 1979, por el entonces procurador general de la República, Oscar Flores Sánchez, donde menciona –entre otras- a 44 personas que supuestamente resultaron muertas en el enfrentamiento ocurrido el 8 de septiembre de 1974 (durante el operativo militar de rescate de Rubén Figueroa, gobernador electo de Guerrero), en la sierra de Guerrero, de los cuales la mayoría eran reclamados como desaparecidos. Sin embargo, la investigación de la CNDH encontró que en ese enfrentamiento murió sólo una persona, con lo que queda en evidencia la intención gubernamental de descargar la responsabilidad por la desaparición y eventual muerte de las personas reportadas como desaparecidas, en eventos generales (“enfrentamientos”) de los que, además, no se dio noticia en su momento, de modo que quedara constancia legal y/o pública, de la presunta muerte de esas personas.
Como señala el Informe, “la desaparición forzada, tal y como se desprende de las evidencias, fue práctica común de las autoridades, las que incluso al ser requeridas de informes (acerca) de las personas detenidas, negaron sistemáticamente su intervención y conocimiento de los hechos, así como tener noticia del paradero y la suerte de los desaparecidos” (negritas mías, G. H.).
Complicidad de las instituciones de justicia.
A este respecto, la CNDH denuncia también “las irregularidades en que incurrieron servidores públicos de la institución del ministerio público...pues...no obstante que se presentó denuncia (de las desapariciones) que cubría las formalidades legales, las averiguaciones previas que debieron iniciarse no tuvieron el desarrollo adecuado, en virtud de la inactividad en el curso de dichos procedimientos, sin que existiera explicación sobre tal omisión, no obstante que se trataba de delitos perseguibles de oficio y que incluso se agotó la vía de hacerlas públicas por los medios de comunicación”. Detrás del lenguaje cuidadoso de la Comisión, es claro el señalamiento de complicidad -por parte de las diversas instancias de procuración de justicia que conocieron en su momento las denuncias- con los perpetradores de la guerra sucia.
En síntesis, la investigación de la CNDH, pese a no contar con todos los instrumentos y facultades legales, por ejemplo de un ministerio público, pudo acreditar que en el curso de la llamada guerra sucia, las autoridades violaron sistemáticamente los derechos humanos de las personas que fueron retenidas ilegalmente, “ya que no sólo suprimieron su libertad personal, sino que se les impidió una adecuada defensa,...también quedó acreditada la incomunicación de la que fueron objeto...lo que trajo como consecuencia la violación a las garantías de libre tránsito, de seguridad jurídica, de justicia, debido proceso y de legalidad”.
Igualmente, fue práctica común la de efectuar cateos y allanar domicilios sin contar con la orden judicial correspondiente. Aún en el extremo de que se imputara a los agraviados la comisión previa de conductas antijurídicas o plenamente delictivas –dice la CNDH- “la persecución de los delitos corresponde de manera exclusiva al ministerio público, pero en manera alguna pudo serlo de los agentes de una corporación como la Dirección Federal de Seguridad, carentes de facultades” legales para allanar, catear, detener o interrogar.
La tortura era la norma.
De los testimonios recabados por la investigación de la CNDH, se acreditó que en la gran mayoría de los casos, por no decir que en todos, “las personas al ser detenidas eran remitidas a instalaciones que estaban a disposición de agentes de la hoy extinta Dirección Federal de Seguridad, donde eran vendadas de los ojos e interrogadas, y obligadas a declarar mediante amenazas, golpes, aplicación de corriente eléctrica en genitales, y sometidas a vejaciones y malos tratos, que las autoridades negaban sistemáticamente, como negaron el paradero y la suerte final de las víctimas de la desaparición”.
Breve numeralia.
En los 532 casos investigados, las detenciones se practicaron sin orden legal; 4 de cada 10 detenciones se realizaron de noche y en el domicilio de las víctimas; en el 100 % de los casos documentados, las personas detenidas fueron víctimas de tortura física y sicológica, o de otras formas de trato inhumano y degradante; en los 275 casos comprobados de desaparición forzada, hubo amenazas o violación de los derechos humanos contra familiares; 70 % de los desaparecidos en el medio urbano eran estudiantes, 20 % obreros y, el resto, profesionales y empleados; mientras que en el medio rural 75 % de los casos eran campesinos y profesores rurales.
De los 532 casos investigados, 351 ocurrieron en zonas rurales, 332 de ellos en el estado de Guerrero, y 181 en la zona urbana, particularmente en el Distrito Federal (50 casos) y en Sinaloa (40 casos).
La investigación, encabezada por el segundo visitador general de la CNDH, doctor Raúl Plascencia Villanueva, al mando de un equipo integrado por más de 80 profesionales, fue apuntalada con mil 603 diligencias hechas en 19 entidades del país, 544 testimoniales de familiares (de las víctimas) y testigos, la revisión de 80 mil tarjetas y 41 mil fojas de expedientes bajo resguardo del CISEN, además de numerosos reportes periodísticos.
Las reacciones al Informe de la CNDH.
Sin dejar de ser previsibles, algunas de las reacciones ante el Informe sorprendieron. En los extremos, destaca la reacción de Rosario Ibarra, la legendaria luchadora por la presentación de su hijo Jesús y de los demás desaparecidos (y figura muy importante de la izquierda mexicana), quien dijo cosas como que “el documento de la CNDH es una farsa”, o bien que el Informe es “la más sangrienta broma que se le puede jugar a una madre”. En su argumentación, Rosario explicaba que estaba en contra del Informe porque en él no se planteaba nada que no se supiera de antemano, que la CNDH sólo había “plagiado” la información que el Comité Eureka había entregado desde 1990 a la Secretaría de Gobernación, en tiempos de Gutiérrez Barrios, y la de los archivos del Cisen.
Pero Rosario Ibarra dejaba de lado lo fundamental: que una cosa era que las madres y familiares de los desaparecidos estuvieran convencidos de la desaparición forzada de sus familiares, y presentaran algunos datos de las condiciones en que ocurrieron tales desapariciones, y otra que esta convicción estuviera fundada en datos y testimonios incontrovertibles, “oficiales”, capaces al mismo tiempo de convencer a la sociedad y de jugar un papel decisivo en los procesos legales a seguir. Por lo demás, era injusta con el trabajo de la CNDH, que de ningún modo se limitó a “plagiar” información previa, sino que hizo su propio trabajo de investigación, tomando como base, en efecto, la información precedente. Pero ello es lo normal en toda investigación. Sin olvidar el hecho de que parte de esta investigación había sido desarrollada por la propia CNDH en sus primeros años de existencia[1].
El valor de la investigación.
El valor de la investigación reside entonces en que validó en su mayor parte las denuncias de los familiares, mediante una investigación que cubrió básicamente dos campos: la investigación en los archivos y en otros documentos oficiales (básicamente los archivos del Cisen [DFS] y los del Archivo General de la Nación), y el trabajo de campo con testigos directos e indirectos y con los familiares de las víctimas, comprobando la existencia previa de las personas y el contexto o condiciones de su desaparición, así como despejando el campo de posibles equívocos en función de homonimias, etcétera.
En algún momento Rosario Ibarra afirmó que “el informe no vale nada si no me dice dónde está mi hijo”; pero eso difícilmente podía decirlo el Informe: la CNDH no tiene facultades ministeriales, es decir, no puede citar, declarar ni arraigar a presuntos responsables, menos procesar a presuntos delincuentes; esa es tarea del ministerio público y, en su caso, del poder judicial. De ahí también la necesidad de una fiscalía especial -como lo propuso la CNDH-, quien sí puede legalmente profundizar en la investigación sobre el paradero de los desaparecidos y, en su caso, consignar a los presuntos responsables ante los jueces.
Así, el Informe de la CNDH no dice dónde está Jesús Piedra Ibarra, pero señala sin ambages y en base a documentos oficiales quién fue la última autoridad que lo tuvo en su poder, antes de su desaparición. Es decir, dice a quién o a quiénes, en todo caso, habría que preguntarles (y en su caso fincarles responsabilidades legales) por el paradero de Jesús.
En el otro extremo, está la entrevista que el general (retirado) del ejército mexicano, Alberto Quintanar Álvarez concedió al diario La Jornada (07.12.01), donde reivindica abiertamente los métodos de la guerra sucia, y se yergue retador ante los procesos y los actores que buscan esclarecerla y fincar responsabilidades. Niega para empezar que hubiera guerra sucia:
“Fue una guerra que sirvió al país para limpiarlo de delincuentes que lo desestabilizaban”.
Cuando el reportero le pregunta su opinión sobre la creación de una fiscalía especial para investigar las desapariciones forzadas, pierde la compostura y contesta a gritos:
“¡Fiscal madres! Yo tengo Ministerio Público, jueces, procurador, prisión militar. ¡Qué jijos de la chingada! ¿El fuero de guerra vale madres?”
El general Quintanar, en medio de su furia, adelantaba uno de los temas que después estarían en el centro del debate: ¿bajo qué marco jurídico deben ser procesados y juzgados los mandos militares involucrados en la guerra sucia?, ¿el fuero común o el fuero militar?
Debate, críticas, visiones.
En el medio hubo muchas tonalidades y registros, desde un dirigente emblemático de la derecha como Diego Fernández de Cevallos, que dijo “temer” que con la investigación de la CNDH se quisiera hacer “héroes” a los guerrilleros (terroristas, dice él) olvidando la violencia muchas veces letal que éstos ejercieron contra las fuerzas de seguridad y contra gente inocente que fue secuestrada, etcétera; hasta el autodenominado Ejército Popular Revolucionario (EPR), que se sumó a la caracterización de los procesos de investigación en curso como “una mascarada”, pues, dijo, ésta “sólo reprodujo datos aportados por familiares”.[2]
La senadora Leticia Burgos, del Partido de la Revolución Democrática, dijo que el informe “tiene confusiones, omisiones graves e irregularidades que nos hacen prever un engaño más”; que en el informe hay “una maraña de enredos”. La senadora no aclaró cuáles eran dichas “confusiones, omisiones graves e irregularidades” que la inquietaban tanto, ni desenredó con argumentos la supuesta “maraña de enredos”.
Sin embargo, algunos miembros de su partido valoraron con otra óptica la aportación del Informe. Rosalbina Garavito, por ejemplo, señala que si bien no hay duda de que el Informe de la CNDH es incompleto, afirma que
“sin embargo, el valor político del documento es el reconocimiento por parte del Estado de haber actuado fuera de toda norma legal en la persecución y aniquilamiento de quienes en aquellos años optaron por la vía armada”.
La ex senadora del PRD (y ex militante de los grupos armados) dijo también, acertadamente, que antes que regodearse en sus supuestas limitaciones, al Informe había que verlo como un triunfo de todos los que, por lustros, denunciaron la existencia de los desaparecidos y lucharon por su presentación.
Otras críticas fueron en el sentido de que el Informe era la versión mexicana de la Ley de Punto Final de Argentina, pero aquí también se erró el tiro: mientras que Ley de Punto Final quiso, como su nombre lo indica, cerrar el capítulo de la guerra sucia y las desapariciones en aquel país, sin castigar penalmente a nadie; aquí el Informe de la CNDH y sus recomendaciones abrieron los cauces y los espacios para que se desarrolle la investigación, para que intervenga la sociedad y el Estado asuma su responsabilidad, para que se aclaren los crímenes del pasado, se conozca la verdad y se sancione a los responsables.
Finalmente, en la opinión pública quedó claro que, si bien la suerte del Informe dependería de la actitud del gobierno federal hacia sus conclusiones, ya la aceptación abierta de sus recomendaciones, por parte del presidente Fox, en particular la designación de un fiscal especial, constituía un mensaje inequívoco: que el Informe sobre desaparecidos inaugura una etapa en México, caracterizada porque el gobierno coincide con la opinión pública avanzada en la necesidad de esclarecer el pasado, abolir la impunidad, establecer medios, jurisprudencia e instituciones para la rendición de cuentas, y el castigo a los abusos y a las violaciones del poder.
Con una ventaja que destacó Federico Reyes Heroles: el Informe encontró una fórmula de presentación “que no genera confrontación institucional”, mediante el planteamiento –legalmente sólido- de que las instituciones (Ejército, Gobierno) no cometen delitos, sino en todo caso las personas que en un momento dado las encabezan o integran.
El Informe, escribió Raymundo Riva Palacio, “es la puerta de entrada al conocimiento público de lo que fueron esos años, pues las actuaciones de la CNDH valen jurídicamente para que se integre la denuncia penal”. Y Raúl Trejo Delarbre señaló que el Informe era un “ejercicio de franqueza y justicia” por parte de la CNDH, que ayudaba a enterrar para siempre a los espectros de la intolerancia y la represión.
[1] Por ejemplo, los testimonios que la CNDH obtuvo en 1990-91 de los agentes de la policía judicial del estado de Nuevo León que participaron en la detención de Jesús Piedra Ibarra.
[2] El temor de Fernández de Cevallos era infundado, pues en el propio Informe la CNDH decía que “es cierto que las organizaciones surgidas en torno a proyectos revolucionarios utilizaron la violencia, transgredieron las leyes y representaron un riesgo para la seguridad pública y las instituciones del Estado... Sin embargo, también es irrefutable que muchas de las respuestas por parte de las fuerzas públicas fueron realizadas fuera del marco jurídico”. Informe Especial sobre Desaparecidos, Presentación, p. 1.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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