28 jul 2008

El ninguneo

Creel: el espejo de todos/Javier Sicilia
Publicado en la revista Proceso (www.proceso.com.mx), No- 1656, 27/07/2008;
No es novedad –lo hacen con frecuencia con los rostros de las víctimas o de los criminales– que una de las compañías del duopolio televisivo haya borrado de la pantalla chica los rasgos de Santiago Creel. La práctica, a pesar del escándalo que generó, es un lugar común del mexicano, que el alzheimer social nos hace olvidar y que la popularidad de Creel –un hombre mediático–vino a recordarnos: el ninguneo.
El Diccionario de la Real Academia le da dos acepciones: 1) no hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración; 2) menospreciar a alguien. Octavio Paz, quien en El laberinto de la soledad popularizó el término, lo definió mejor: “una operación que consiste en hacer a alguien ninguno”, aplanarlo, disimular su existencia, hacerlo fantasmal, desaparecerlo para no enfrentar su presencia o su crítica; una manera simbólica y psíquica de asesinarlo, de prepararlo para su muerte real, de excluirlo del mundo de los vivos, es decir, del mundo que define el poder.
En este sentido, el rostro borrado del senador Creel funciona como un espejo de esa práctica común y terrible del poder en México. En su ausencia de rasgos, en su amputación del rostro, miramos el acto que el poder realiza sobre todos aquellos que le son incómodos, desagradables, extraños: indios –recordemos la forma paradójica en que, a través de la máscara que oculta el rostro, el zapatismo hizo visible al indígena–, disidentes –que el poder iguala bajo el rostro desfigurado de la palabra criminal–, opositores, hombres comunes. Para el poder, ellos no tienen rostro, son una mancha en medio de seres que merecen una presencia, un lugar en el cosmos político; una realidad desagradable que hay que borrar, aplanar, desfigurar hasta volverla ninguno; una evidencia prescindible.
El acto del ninguneo es así un esfuerzo del poder por acabar con cualquier projimidad, con la idea de que, como lo mostró Levinas, existe de un hombre a otro una solidaridad, “una exigencia más antigua que cualquier decisión memorable” de que el prójimo, el otro, antes incluso de ser identificable y cualquiera que sean sus orígenes o sus cualidades, nos hace escuchar en su desnudez sin defensa, en su debilidad absoluta, el mandamiento paulino: “No harás acepción de personas”.
Para el poder, por el contrario, es esa noción de prójimo la que no debe existir. Su debilidad –que lo agrede, que le estorba su “derecho” a apropiarse, a apoderarse, a desplegar su fuerza afirmativa– debe ser borrada para que sólo perviva la elegancia afable y dura, inane y poderosa, deseable –hasta producir frustración y vergüenza entre quienes han sido borrados– del “canal de las estrellas” y de la clase política y empresarial, siempre pulcra y bien alineada, siempre antojable e inaccesible en su poder; siempre llamada a ser servida y nunca cuestionada.
Mientras Creel era fuerte y servía a los intereses del poder, tenía el derecho a existir, a llenar la pantalla chica con su presencia de gentleman, de hombre afable y poderoso; no importaba que su pudrimiento de cristiano oliera peor que las malas hierbas; para el poder era perfume. Cuando volvió a su humanidad, a su integridad de hombre, sus ropas “totalmente Palacio” se volvieron garras; su encantador rostro, una presencia sin rasgos; sus maneras chic –dignas de aparecer en ¡Hola! y en los programas de escándalo mediático del duopolio televisivo–, volutas de humo, memoria enterrada en el periódico de ayer.
El rostro sin rasgos de Creel es el espejo del México negado y desfigurado; el rostro de las mayorías, anonimizado, ninguneado y perseguido por el poder y sus aparatos mediáticos. Borrar y excluir. Este doble acto, en apariencia funcional de la actividad mediática, retira de las personas el misterioso privilegio que les confiere su rostro. Lo que existe a título de realidad única e irremplazable –parafraseo a Alain Finkielkraut– es degradado a rango de ausencia, de ninguno; lo que en su condición de prójimo tiene el poder de avergonzar, de inhibir en otro el impulso asesino y de transformar la espontaneidad humana de ocupar todo en mala conciencia, es convertido en una mancha sin rasgos, en una presencia sin presencia.
Borrados y excluidos, ya sea en una pantalla casera, en la memoria del papeleo burocrático, en la ceguera ideológica que nubla la realidad del prójimo bajo el rostro de la abstracción, los seres humanos pierden a la vez la especificidad y la semejanza que los distingue unos de otros y que los aproxima, que los aprojima. Ni semejantes ni diferentes, se vuelven ninguno, y así se les hace anticipar la identidad radical a la que los reducirá la muerte. Bajo el reino de la administración mediática, el ninguneo –esa práctica mexicana que nos ha perseguido por siglos– ha sabido liberar del trato con los hombres los riesgos de la relación directa y los escrúpulos que pueden nacer de la projimidad, para practicar cómodamente la exclusión y la persecución.
Sólo en un mundo sin rostros, como el que realiza el duopolio televisivo y practica el poder político, el nihilismo, que comienza a acompañar la vida de las mayorías, puede llegar a establecer su ley.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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