10 ago 2008

Dios es mexicano

Dios es mexicano/Javier Cercas
Publicado en EL PAIS SEMANAL (www.elpais.com), 10 de agosto de 2008;
1. Sé que hay gente a quien no le gustan nada las citas (literarias, claro está); a mí me encantan. Sé que hay gente a quien las citas le parecen una forma insufrible de pedantería, o de soberbia; a mí me parecen una forma obligada de humildad: no es que los sabios tengan respuestas para todo, sino que quien cita celebra que haya habido tipos listísimos y que, por muy original que él se crea, alguien pensó antes que él lo que él ha pensado. De hecho, a estas alturas de la bibliografía quizá el único pensamiento original posible es el chispazo que surge del choque entre dos pensamientos ajenos, por no hablar de casos flagrantes –un Montaigne o un Borges, digamos– cuya obra incomparablemente original puede leerse como un catálogo de citas dispuestas y comentadas con genialidad. Todo lo anterior es válido, si lo es, suponiendo que quien cita haya digerido lo que cita y no sea sólo un saqueador de diccionarios de citas, cajones de sastre sin alma que sólo exploran los desalmados. Cosa distinta son esos deliciosos libros de citas en que alguien decanta sus lecturas de años y que no están gobernados por el mero afán coleccionista, sino por el gusto o la pasión del compilador. Es lo que ocurre con La biblia del ateo, una colección de pensamientos reunida por Joan Konner y publicada por Seix-Barral. Además de delicioso, es un libro original, porque algunos de los mejores pensamientos que contiene no son obra de grandes pensadores, sino de autores anónimos. Ejemplo: “Viajero: Dios ha sido increíblemente generoso con sus campos, señor granjero. Granjero: Debería ver cómo los dejó cuando yo no estaba por aquí”. Otro ejemplo: “Mientras haya exámenes se rezará en las escuelas”. Y el mejor: “Si Dios era judío, ¿cómo es que tiene un nombre mexicano?”.
2. Es sorprendente que Konner no cite ni una sola vez a Kierkegaard; o quizá no es sorprendente, porque quienes no han leído a Kierkegaard suelen creer que es un autor cristiano (y en cierto modo lo es); o quizá sólo es sorprendente para mí, que en los últimos tiempos pienso mucho en Kierkegaard. Todo empezó cuando hace unos meses me encontré por la calle con un amigo de infancia. Parecía salvajemente feliz; como ya ha entrado en la cuarentena, pensé que llevaba una curda de campeonato o que se había hecho testigo de Jehová. “¿Qué tal?”, me preguntó, contentísimo. “Mal”, le contesté, sincero. “¿Y eso?”, volvió a preguntar. “No sé”, volví a contestar, “debe de ser la crisis de los cuarenta”. “Imposible”, dijo. “¿Por qué?”, dije yo. “Porque la crisis de los cuarenta ya no existe”, dijo él. “Ahora la crisis es a los cincuenta: lo de los cuarenta es sólo un aperitivo”. Dicho esto, se rió; yo también me reí, pero menos. Luego fuimos a tomar un café. Le pregunté qué tal estaba él; me contestó: su padre se estaba muriendo, a su mujer acababan de echarla del trabajo, su sueldo no le alcanzaba para pagar la hipoteca, tenía tres hijos adolescentes. Casi aliviado, dije: “Debes de estar hecho polvo”. “Qué va”, me contestó. “¿Qué va?”, pregunté. “Qué va”, repitió. Y luego citó: “Qué va, qué va, qué va, yo leo a Kierkegaard”. Creí que bromeaba; no bromeaba: dijo que, igual que Faemino y Cansado, él había leído todos los libros de Kierkegaard. “Cómo han cambiado las cosas”, suspiré. “Antes, los libros de Kierkegaard sólo te servían para disimular que estabas leyendo revistas de tías en pelotas”. “Es verdad”, dijo. “Ahora en cambio tengo que usar las revistas de tías en pelotas para disimular que estoy leyendo a Kierkegaard, porque cada vez que alguien me pilla leyendo a Kierkegaard tengo la misma sensación que tenía cuando mi madre me pillaba leyendo revistas de tías en pelotas. Empecé por Schopenhauer y Cioran, pero son demasiado optimistas”, continuó mi amigo. “En cambio, más bajo que Kierkegaard no se puede llegar: es pura autoayuda. Leo Temor y temblor y me pongo eufórico; leo El concepto de la angustia y me parto de risa; leo La enfermedad mortal y me revuelco de alegría. Es un tipo listísimo”, concluyó. “Tiene respuestas para todo y todas son espantosas”. Entonces, mientras me preguntaba si Kierkegaard también sabría por qué si Dios es judío tiene un nombre mexicano, comprendí de golpe la verdad, y es que mi amigo no llevaba una curda de campeonato, sino que era víctima de una depresión brutal. Súbitamente compadecido, traté de consolarle: le hablé de su padre, de su mujer, de su hipoteca, de sus hijos adolescentes, pero, igual que si se hubiera hecho testigo y Kierkegaard fuera Jehová, mi amigo insistió en hablar de Kierkegaard, en que Kierkegaard tenía respuestas para todo; súbitamente furioso, traté de hacerle reaccionar. “No digas tonterías”, dije. “Tú lo que estás es hecho polvo y lo que deberías hacer es dejar de leer a Kierkegaard, que no tiene respuestas para nada”. “Ah, ¿no?”, contestó mi amigo, muchísimo más furioso que yo, y a continuación, como deslumbrado por el chispazo producido por el choque de dos pensamientos ajenos, o como si quisiera demostrar que había digerido del todo a Kierkegaard, citó una entrada del diario de éste correspondiente a 1849: “Job lo soportaba todo hasta que sus amigos fueron a consolarlo; entonces se impacientó”. Luego (claro está, mi amigo se levantó y se fue.

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