7 feb 2010

Periodismo y literatura

Tomás Eloy Martínez y Jerome Salinger
Rafael Vargas
El último día de enero, vencido por un cáncer pulmonar, murió el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, leído y apreciado en toda América. Cuatro días antes, el miércoles 27, en Cornish, New Hampshire, a los 91 años de edad, se fue Jerome David Salinger, un escritor cuya trayectoria nos hace recordar a Juan Rulfo.
Periodismo y literatura
Algunos de los maestros que enseñaban ciencias de la comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM en la segunda mitad de los años setenta, decían que el periodismo era un mal oficio para quien deseara convertirse en escritor. En su opinión, mientras que el texto periodístico exigía velocidad y cumplimiento estricto de ciertas normas –la principal, que toda nota explique al lector qué, quién, dónde, cuándo, cómo, por qué–, la pieza literaria requería de tiempo, mucho tiempo, numerosas correcciones y robusta paciencia para permitir que la letra madurara.
Visto así, parecía que el periodismo jamás podría siquiera aproximarse a la literatura, y que mientras ésta iba destinada a perdurar, la página periodística comenzaba a esfumarse en el momento mismo de su redacción.
Pero ya en esos años nadie aceptaba que la atmósfera de un diario era dañina para un hombre de letras, a pesar de las densas nubes de humo que convertían a quien entrara en la sala de redacción en un empedernido fumador pasivo. Si no abundaban, por lo menos había varios ejemplos de escritores excelentes que hacían periodismo de gran calidad literaria (Salvador Novo, el principal de ellos) y de periodistas que escribían con una prosa cargada de imaginación y buen estilo, como Manuel Seyde, cuyos artículos en la sección deportiva del Excélsior de entonces atraían aun a quienes no se interesaban por los deportes.
En todo caso, más interesante y divertido que hacer diferencias entre “letras inmortales” y “letras cotidianas” era citar el venenoso dardo de Oscar Wilde: “La diferencia entre la literatura y el periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída”.
Hoy es difícil aceptar que existan diferencias reales entre periodismo y literatura. Siempre fueron porosas y ahora parecen haberse disuelto, no sólo por la gran cantidad de escritores que ha practicado el periodismo desde Voltaire hasta nuestros días, sino por el igualmente crecido número de periodistas que escribe con un alto nivel de calidad literaria.
En realidad, la única diferencia que siempre podrá trazarse es la que existe entre la buena y la mala literatura, y el buen y el mal periodismo.
Sin duda, por eso el narrador argentino Tomás Eloy Martínez solía decir que el principal compromiso ético del periodista es procurar que su lenguaje alcance la máxima calidad posible. Gracias a ese empeño, acabó forjando una prosa que no sólo habría de convertirlo en un periodista destacadísimo, sino también en un espléndido novelista.
Comenzó haciendo crítica de cine en el diario La Nación de Buenos Aires en 1957, y el cine es la materia de su primer libro, Estructuras del cine argentino, publicado en 1961. Pero su verdadera pasión siempre fue narrar. Comenzó a hacerlo cuando, de niño, sus padres lo castigaron prohibiéndole leer –su actividad favorita– y él no encontró mejor alternativa que contarse a sí mismo una historia.
Ese ánimo narrativo, presente en todo su periodismo, lo llevó a escribir su primera novela, Sagrado, que comenzó a redactar a los 31 años de edad y publicó al cumplir 35, en 1969. Es una aventura lírica inspirada por escritores a los que admiraba, como Julio Cortázar y Guillermo Cabrera Infante, a quienes entrevistó por esos mismos años, cuando trabajaba como jefe de redacción del semanario Primera Plana. Con gran modestia, siempre se refirió a ella como un fracaso, pero no dejó de reconocer que sin ese ejercicio de transgresión verbal jamás habría conocido los límites de su lenguaje. Martínez encontró su estilo distintivo mientras se preparaba para escribir una biografía de Juan Domingo Perón, el gobernante argentino, a quien entrevistó largamente en 1966, cuando éste se hallaba exiliado en Madrid.
Escribir esa biografía le significó tal cantidad de problemas de orden ético y estético, de contradicciones en relación con la veracidad de las fuentes, que acabó por asumir la imposibilidad de realizarla de manera ortodoxa y decidió construir un relato que asumiera las múltiples dificultades que plantea la aproximación a un personaje. A propósito de esas dificultades, sostuvo una entrevista muy interesante (Proceso 437, el 18 de marzo de 1985) con otro escritor que también ha cultivado la narrativa y el periodismo: Federico Campbell.
El libro resultante, La novela de Perón (1985), “una ficción que cuenta la verdad”, le dio cierto renombre internacional y la posibilidad de dedicar más tiempo a la redacción de más novelas. Pero en los años siguientes, no sólo no pensó en alejarse del periodismo, sino que todavía se permitió entusiasmar a un grupo de amigos para fundar con ellos un diario en Guadalajara, México: Siglo 21, que tuvo una vida breve (de 1991 a 1998) pero fecunda, pues en su redacción se formaron muchos de los actuales periodistas de Jalisco.
Ni siquiera el enorme éxito de Santa Evita (1995), otra novela que evidencia su inmenso interés por el peronismo, lo apartó del quehacer periodístico, una pasión que explican inmejorablemente las siguientes palabras, de 1996:
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida, sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
El 3 de abril de 2002, en la ceremonia en la que la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano distinguió a Julio Scherer como primer recipiendario del Premio Nuevo Periodismo, Martínez dijo algo que en buena medida explica su pasión periodística:
“Los proyectos personales de largo plazo pueden enriquecer notablemente la calidad del periodismo latinoamericano (…). No hay que olvidar que las grandes crónicas de este continente nacieron como modos de dar salida a las obsesiones personales.”
Debemos a las personales obsesiones de Tomás Eloy Martínez el conocimiento detallado de varios capítulos de la historia argentina contemporánea que, sobra decirlo, forma parte de la nuestra.
Y a su pasión periodística, muchos buenos, inteligentes, amenos, informativos artículos sobre los más diversos asuntos y personajes. Es indispensable una selección en dos o tres volúmenes que permitan disfrutar su relectura, tenerlos siempre a la mano.
El prisionero de la fama
The Catcher In The Rye (El guardián en el centeno, según la traducción de Alianza Editorial), la legendaria novela que narra tres días en la vida de un singular adolescente neoyorquino de los años cuarenta, empezó a circular en las librerías de Estados Unidos a finales de junio de 1951.
En ella se funda, justificadamente, gran parte de la fama de su autor, Jerome David Salinger, quien hasta entonces era conocido en el medio literario sólo como cuentista, sobre todo por los espléndidos relatos que había publicado en la revista The New Yorker.
Cabe suponer que Salinger esperaba que su novela fuese bien acogida por los lectores y la crítica, pero quizá nunca deseó el éxito que ésta alcanzó, y que puede resumirse en una frase: es la obra más leída en la historia de Estados Unidos. En 58 años de existencia ha vendido más de 62 millones de ejemplares.
Casi inmediatamente después de su aparición (según cuenta Peter G. Beidler en A Reader’s Companion to J. D. Salinger’s The Catcher In The Rye), entró en las listas de los libros más vendidos, debido a una recomendación del club Book-of-the-Month.
La edición se agotó a los pocos meses, y Salinger advirtió que el éxito del libro podría perturbar su vida. Solicitó entonces a su casa editorial, Little, Brown & Company, que en caso de sucesivas ediciones su fotografía no apareciera en la contratapa, y así se hizo.
Pero el “daño” ya estaba hecho. A comienzos de 1952, Salinger ya era una celebridad. Editoriales británicas y estadunidenses le manifestaban interés por sus próximos libros.
Para considerar las cosas con calma, Salinger se dio unas vacaciones a partir de los últimos días de marzo de ese año. Primero viajó a Florida y luego vino a México. La estadía en nuestro país le brindó un pretexto perfecto para declinar uno de los primeros honores que le fueron ofrecidos: a finales de marzo, los directivos de la escuela militarizada donde cursó sus estudios de educación media superior, la Valley Forge Military Academy, le habían escrito para informarle que era considerado como un exalumno distinguido y solicitaban su presencia para una ceremonia honorífica.
Salinger les escribió agradeciéndoles el honor, pero les aclaró que no le gustaba ese tipo de atención pública.
Acaso pensaba, como muchos otros artistas, que la fama es una forma de la confusión. Lo que es indudable es que apreciaba la tranquilidad por encima de cualquier otra cosa. En 1974, en una de las escasas declaraciones que hizo a la prensa, dijo a un periodista de The New York Times que encontraba “una maravillosa paz en no publicar. Me gusta escribir. Me encanta escribir. Pero me gusta escribir por el sólo placer de hacerlo. Publicar es una terrible violación de mi intimidad”.
Todo indica que su afán por preservar la tranquilidad de su vida privada se debía a las traumáticas experiencias que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial. Salinger participó en el desembarco de las tropas estadunidenses en Normandía, como sargento del batallón 126 de infantería que asaltó la llamada Playa Utah. De los 3 mil soldados que lo integraban sólo 125 sobrevivieron. Y como agente de contrainteligencia, fue también uno de los primeros en conocer los espantosos campos de concentración.
En la dura semblanza que hizo de su padre en Dream Catcher: A Memoir (2000), Margaret Salinger recuerda una frase que éste le confió alguna vez cuando le habló sobre su experiencia en la guerra: “Por más años que pasen, nada puede borrar el olor de la carne humana quemada”.
No sorprende, por lo tanto, saber que al final de la guerra Salinger haya sufrido un colapso mental. Pero saberlo ayuda a comprender mejor el que Holden Morrisey Caulfield, protagonista de El guardián…, se duela por el hermano mayor muerto en la guerra y tenga una sombría visión del mundo.
La muerte de Salinger ha provocado las más diversas reacciones. Bret Easton Ellis, autor de American Psycho, escribió en su twitter: “¡Sí! ¡Gracias a Dios que finalmente ha muerto! ¡Habrá fiesta esta noche!”.
Otros señalan que el escritor había desaparecido desde 1965, cuando dejó de publicar, luego de la aparición de Hapworth 16, 1924 en las páginas de The New Yorker. Y otros más, como Adam Gopnik, uno de los principales colaboradores de esa benemérita revista, destacan la hipersensibilidad del autor, que le permitió escribir páginas conmovedoras y describir las más delicadas cosas de la vida.
A los mexicanos, la trayectoria de Salinger nos hace recordar la de Juan Rulfo. Ambos se convirtieron en leyenda con sólo una novela y un puñado de cuentos, y procuraron sustraerse a la atención pública.
La prensa se pregunta ahora si Salinger habrá dispuesto o no la publicación de las páginas que decía haber escrito y, sobre todo, si todavía existen.

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