17 jul 2010

Babelia

CRÓNICA: SILLON DE OREJAS
La tentacular dificultad de escoger
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
Babelia, 17/07/2010;
En las últimas semanas mundiales he constatado, comprobado o aprendido la mar de cosas de diversa (pero indudable) importancia. Uno: cualquier régimen político en cuyo ordenamiento jurídico quepa la posibilidad de condenar a muerte (por lapidación o no: el modo es solo una cuestión de infamia añadida a la infamia) a una mujer "adúltera" es simplemente execrable, por mucho que dicha ley afirme basarse en la interpretación correcta de la sharia o de la pretendida voluntad de un Dios "clemente y misericordioso". Si el siniestro Ahmadineyad no es uno de los máximos representantes e intérpretes del moderno islamofascismo, que venga ese mismo Dios y lo vea. Dos: lo que los catalanes llaman Madrit (es decir, ciertas instituciones del Estado, ciertos partidos de ámbito estatal y los medios afines al tea party de cuanto peor mejor y España se hunde) sigue siendo la más incansable partera de independentistas y senyeras esteladas, a mucha distancia suasoria de ERC y otros partidos soberanistas. Tres: (parafraseando a Talleyrand) quien no ha conocido los días de antes de la vuvuzela ignora lo que era la dulzura de vivir. Cuatro: el pulpo Paul ha entrado en nuestras vidas para quedarse. Permítanme que me detenga en este último extremo, quizás como homenaje al kraken gigante de 20.000 leguas de viaje submarino. En una época en que es patente la infantilización de la política y de los medios, Paul ofrece con su bendita estolidez tentacular innumerables ventajas. Las prestaciones mánticas de dicho cefalópodo podrían ser utilizadas por la Administración del Estado para lograr una más eficiente (y firme) toma de decisiones en los distintos departamentos. De hecho, y extraoficialmente, es posible que el nombramiento de la nueva directora de la Biblioteca Nacional (quien, por cierto, ofrece un estupendo perfil de gestora) hubiera sido realizado tras consulta (de pago) al acuario que lo alberga, al que podrían haber sido enviadas fotografías de los distintos candidatos junto con un percebe gallego por cada una. No me extrañaría nada ver en el BOE la convocatoria de un concurso para obtener la reproducción masiva de Paul (mis topos me cuentan que podrían haberse iniciado los contactos secretos con Ian Wilmut, director del equipo que clonó a la oveja Dolly) y distribuir la prole octópoda resultante por ministerios y consejerías, a los que se enviarán los correspondientes acuarios normalizados (como los pulpos no hablan, no sería necesaria la traducción simultánea en las autonomías bilingües). Si, además, pudieran obtenerse en el mercado negro, imagínense qué chollo. Por ejemplo, para mí, que nunca sé a qué carta libresca quedarme.
 
Ninguno de los dos escritores mexicanos cuya obra me llevaría entera a una isla desierta (Rulfo y Arreola) se caracterizaron por su exuberancia creadora. Pero conste que en mi elección nada tendría que ver el escaso peso físico de sus libros, sino su cualidad de imprescindibles. De Juan José Arreola (Zapotlán el Grande, 1918-Guadalajara, 2001) reedita ahora RBA su Confabulario, que en la edición que publicó Cátedra en 1986 se llamó "definitivo". Se trata de relatos magistrales, medidos, modernísimos, que exudan una sabiduría narrativa aprendida en los grandes poetas (Baudelaire, Whitman) y en escritores a los que amó: Papini, Schwob, Kafka. Ejerció todos los oficios (incluyendo los de corrector de pruebas y redactor de solapas), lo que le robó tiempo para escribir. En el prólogo a Confabulario (que es, por sí mismo, una obra maestra del género) confiesa melancólicamente: "No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles a amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Kafka". En estos cuentos se palpa ese amor y esa veneración. Y mucho oficio. Si no los ha leído todavía no sé a qué está esperando. Corra.
Arreola
Ojeo un ¡Hola! en la peluquería y constato la deuda que las revistas (finas) del corazón tienen contraída con la novela romántica, ese género que tanto vende y que se ve permanente e inexplicablemente condenado al ostracismo en las poco fiables listas de éxitos elaboradas a partir de "librerías consultadas". De acuerdo con los datos proporcionados por el Barómetro de hábitos de lectura de 2009, la llamada "novela romántica" es la que más gusta a un 15,7% de los lectores, por delante (aunque nadie lo diría) de la policiaca. En todo caso, el reportaje del célebre semanario se refiere a la boda de Victoria de Suecia y Daniel Westling, un evento regio que viene a confirmar la tendencia de las monarquías a matrimoniar sangre azul y (plebeyez) roja, quizás como penúltimo intento de asegurar la permanencia de tan añeja institución en este tiempo histriónico y sine nobilitate (si la deriva morganática resultase poco eficaz, me temo que a los reyes del mundo no les quedaría más remedio que salir a luchar por la audiencia en programas-basura tipo Sálvame o Supervivientes). Bajo la rúbrica "escenas en el balcón de palacio" encuentro destacadas dos perlas anacrónicas que comentan sendas fotografías a todo color: a) "un galante don Felipe coloca caballerosamente un chal a doña Letizia" y b) "la princesa giró la cabeza para agradecer al Príncipe el gentil gesto que acaba de tener con ella". ¿No les parece estupendo?: gentil, caballeroso, galante, don, doña, agradecer, cabeza (en este contexto, sin relación con la máquina popularizada por monsieur Guillotin). Ya sé que en la prensa (fina) del corazón el lenguaje que se lleva es ese, y no algo del tipo monólogo de Molly Bloom. Pero, qué quieren que les diga, no deja de extrañarme que ese romanticismo de dónde vas Alfonso etcétera siga funcionando en una revista que ya comentaban mi abuela y mi madre en aquellas largas tardes de verano en que yo las escuchaba atento y aplicado desde mi siesta fingida. El universo que refleja ese lenguaje es como de caja de música dentro de una burbuja, nada que ver con las sordideces del mundo, ni siquiera con su tragicomedia cotidiana o con los talk shows de gran audiencia en los que una invitada deshecha en lágrimas denuncia urbi et orbi que su madre se lo monta con su prometido (al final todo les queda perdonado). Como en las novelas aburridas, en esos reportajes regios no hay ni un resquicio para la ironía o para el sentido del humor: quizás porque no tratan de lo que podríamos llamar seres humanos como usted y como yo (es un decir), sino de figuras de un fantástico tableau vivant. Uno echa de menos la mención de cualquier estridencia o tropiezo, incluso de la (improbable) irrupción (ahí mismo, en el balcón de palacio) de una de esas flatulencias (no importaría el sujeto emisor, con tal de que fuera regio) a las que se refiere el divino Jonathan Swift en el divertido opúsculo El beneficio de las ventosidades (Sexto Piso), cuya lectura veraniega les recomiendo vivamente. Y con la ventaja suplementaria de que, en este caso, no es necesario apretarse la nariz.
Flatulencias

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